9.08.14

Reconquista de la historia: Santa Isabel la Católica (1)

A las 12:54 PM, por Javier Olivera Ravasi, IVE
Categorías : España y América

 

En las vísperas del Quinto Centenario del Descubrimiento de América, Isabel la Católica estuvo a punto de ser beatificada; diversas razones hicieron suspender dicho acto que iba a ser presidido por el ahora San Juan Pablo II. Fue entonces cuando el el gran hispanista francés, Jean Dumont, publicó este artículo en la revista Verbo, que ahora compartimos aquí.

P. Javier Olivera Ravasi, IVE

 

RECONQUISTA DE LA HISTORIA: SANTA ISABEL
LA CATÓLICA

Jean Dumont

Una violenta campaña[1] judía y pro-judía ha logrado de Roma la «suspensión» del proceso de beatificación de Isabel la Católica. Suspensión anunciada por el cardenal Felici, Prefecto de la Con­gregación romana para la causa de los santos, el día 28 de marzo de 1991 y, que inmediatamente, ha motivado las felicitaciones (dirigidas el mismo día o el siguiente) de la célebre organización mundial del lobby judío, la Anti-Diffamation League of B'nai Brith. Felicitaciones que fueron recibidas en Roma a partir del día 2 de abril e iban dirigidas a monseñor Cassidy, presidente del Con­sejo para el ecumenismo, enviadas, por consiguiente, por gentes bien al tanto de lo que se tramaba.

Roma se niega a sí misma

El ecumenismo a toda costa, por tanto, realiza un nuevo, sig­nificativo e importante destrozo. Y dando la razón a inquietudes premonitorias expresadas sobre esta cuestión. Porque, se quiera o no, la Anti-Diffamation judía acaba de conseguir, así, la difama­ción de una de las más santas figuras de la cristiandad. La más santa figura de finales del siglo XV, de ese recodo esencial como principio del mundo moderno y prefacio de la Reforma, de esa rotura que sólo Isabel fue capaz de prevenir. Difamación conse­guida en un acto de puro arbitró: la suspensión de un proceso de beatificación regular presentado por el obispo de la diócesis donde murió Isabel, Medina del Campo: el obispo de la cercana Valladolid. Proceso apoyado por gran cantidad de obispos y de cardenales, especialmente de América del Sur: los prestigiosos cardenales, López Trujillo, Aponte Martínez, Castillo Lara. In­cluso de Estados Unidos, como el cardenal Law, de Boston.

Un proceso de beatificación comenzado, de hecho, por inicia­tiva de Roma, desde el siglo XV, como veremos. Roma no sola­mente rechaza hoy bruscamente las peticiones del pueblo cristia­no, tanto del nuevo como del viejo continente, hechas suyas por tantos prelados eminentes, sino que se niega a sí misma.

La difamación se harta. Para empezar, ciertos ignorantes de Le Monde se apresuran a presentar a la reina Isabel de Castilla como «apodada la católica» (número del 28 de marzo de 1991). Estas lumbreras de nuestros medios de comunicación deben creer que el título «la católica» no es más que un apodo como cualquier otro; y, así, Isabel sería «la católica» de la forma que Pipino era «el breve» y Luis «el grande».

Como es necesario que estos santones aprendan algún día algo, enseñémosles que este título de «la católica» no es un apodo, sino un título de la Iglesia. De hecho oficialmente concedido, en una especie de beatificación algo más que política y excepcional, por iniciativa de Roma. Roma, tomada en su sentido más amplio, representando concretamente a toda la Iglesia, ya que la decisión de la concesión de este título (bula Si convenit) fue común del Papa y del Sacro Colegio reunido en consistorio el 2 de diciem­bre de 1496. Los informantes fueron el cardenal Carafa de Ná­poles, el cardenal de Costa de Lisboa y el cardenal Piccolomini de Siena, ninguno de ellos español. Y, el último de ellos, bien pronto Papa, Pío III, en 1503.

Literalmente: negativa a sentenciar

Hasta hoy, el mismo Le Monde no ha revelado entre los prela­dos promotores de la «suspensión» del proceso de beatificación re­ligiosa de «la católica» por título de la Iglesia, más que al carde­nal Lustiger, que no ha cesado de referirse él mismo a su naci­miento judío. «Monseñor Lustiger ha intervenido ante el arzo­bispo de Madrid. Parece que sin éxito» (Le Monde, 7 de diciem­bre de 1990). La primera causa de esta insólita intervención de monseñor Lustiger lejos de su sede, en los asuntos de otra igle­sia y de otro pueblo, es en él, ciertamente, una conjunción: la de su conmovedora pasión, la más importante, por sus orígenes, y la de la deficiencia de su información histórica, que le han hecho tomar el bello rostro y el alma hermosa de Isabel por sedes de abominaciones, golpeando, por maldad, al judaísmo. Vamos a mos­trarlo.

Habríamos preferido mayor reserva en el arzobispo de París respecto a lo que puede poner en tela de juicio el honor de gran­des figuras de la Cristiandad a la que se ha unido. Y que le ha confiado el cargo de representarla en un puesto eminente. Al creer en la indignidad de Isabel le correspondía presentar sus argumen­tos ante los jueces del proceso de beatificación, y no reclamar el archivo de la causa por un acto de puro arbitrio por el que se fe­licitan los B'nai Brith. Y, que en beneficio de su judaísmo polémi­co, golpea a la Cristiandad, literalmente, con una negativa a sentenciar.

Y es que, de hecho, se temía al proceso de beatificación. Ha­bría mostrado la nadería de las sospechas de indignidad respecto de Isabel, y que ahora la difamación puede difundir libremente. Una difamación, en efecto, directamente favorecida por la «sus­pensión» oscura que deja suponer que las imputaciones calumnio­sas difundidas por los medios de comunicación y los grupos de presión anti-isabelinos y contrarios a la Cristiandad dominantes, estaban bien fundadas.

Hagamos el proceso que se ha prohibido

Puesto que a la fuerza se ha ocultado la verdad, hagamos no­sotros mismos surgir lo esencial.

Primera acusación: Isabel «fue responsable de la persecución de miles de judíos y musulmanes» (Le Monde, 30 de marzo de 1991). Formulación ridícula, puesto que los judíos y musulmanes en la España de Isabel no eran «miles», sino cientos de miles. Y afirmación absolutamente falsa, ya que Isabel jamás «persiguió» a los judíos ni a los musulmanes.

Es bien sabido, respecto a estos últimos, que los dos hombres a los que confió el poder en la Granada musulmana que recon­quistó en 1492, el conde de Tendilla y el arzobispo de Talavera, fueron insignes protectores de sus administrados. La conversión al cristianismo, en especial bajo su autoridad, no se consiguió más que por la predicación a base de estima y afecto. Jiménez de Cisneros, a continuación, añade los regalos, Al fin, Isabel deja pla­near la amenaza de expulsión de los no conversos (antiguos ocu­pantes, recordémoslo, peligrosos por sus complicidades con los berberiscos islámicos). La «persecución» se limita a esta amenaza tardía y verbal de una medida de seguridad con los no conversos sublevados. E Isabel rescata, para darles la libertad, a todos los esclavos moros hechos durante la conquista. El auto de fe de los libros árabes es una leyenda sin ninguna base documental.

¿Descanonizar a San Luis?

Isabel tampoco persiguió a los judíos. Se rodeaba de ellos, como sus principales financieros, Abranel y Abraham Seneor. Y, en tanto estuvieron en Castilla, los «persiguió» mucho menos que en Francia nuestro San Luis, al que, entonces, habría que descano­nizar (por el camino que vamos, pronto llegaremos a ello).

Porque San Luis rechazaba todo concurso al tesoro real de los financieros judíos. Más aún, decretó que todo judío que se dedicara a la usura debería ser expulsado del reino. No podían per­manecer en Francia más que los judíos que vivieran de un trabajo manual, lo que no suponía mucha gente. En Castilla, por el con­trario, los judíos regentaban los préstamos y los mercados, «por doquier se olía un maravedí» (T. de Azcona). Y San Luis hizo lo que ni siquiera Isabel imaginó: la confiscación de ejemplares del Talmud y de otros libros judíos, porque eran anticristianos. Estos ejemplares se quemaron en 1239 y los rescatados en 1254. En el resto, San Luis protegía a los judíos, asegurándoles una justicia equitativa. Como Isabel, de la que se conocen numerosas inter­venciones personales en tal sentido[2].

Una medida prudente

Segunda acusación: Isabel es «culpable de haber expulsado ciento cincuenta mil judíos de España» (Le Monde, 4 de abril de 1991). El hecho de la expulsión es exacta, pero Isabel no tomó tal decisión más que después de veinte años de reinado, en 1492. Y fue la última de los grandes monarcas europeos en hacerlo. Los judíos habían sido expulsados de Inglaterra en 1290, de Alema­nia a partir de 1348-1375, de Francia desde 1306 y después de 1394 en tiempos de nuestro gran teólogo Gerson, lo que había producido una gran afluencia a España a la larga insostenible. El famoso «umbral de tolerancia», según la fórmula del presidente Mitterrand, había sido ampliamente superado, tal como lo mues­tran las sangrientas revueltas antijudías del pueblo castellano, pre­cisamente a partir de finales del siglo XIV, mientras que dicho pueblo, como sus monarquías, habían sido de una tolerancia ejemplar respecto a los judíos durante la Edad Media, como es bien sabido.

Además, como es natural, esta masa judía que permanecía ju­daica, ejercía una influencia perniciosa en la ortodoxia y la leal­tad castellana de los muy numerosos judíos convertidos al cris­tianismo, la mayoría de las veces voluntariamente. Tendían a apoderarse cada vez más de cargos públicos y celebraban osten­siblemente ceremonias judaizantes, como lo denunciaban los me­jores de entre ellos[3]. Conversos a los que el pueblo castellano de ahí en adelante atacaba, también, en otras sangrientas revueltas.

La expulsión, por tanto, se convirtió en una medida de pru­dencia, a la vez religiosa y temporal, necesaria para evitar mayores males, donde el menor no era el baño de sangre que amenazaba sin cesar. Se trató de una medida que, mucho antes, se había to­mado por el resto de las grandes monarquías de Europa, y con razones menos imperiosas. Por consiguiente, tal medida no puede oponerse a una beatificación que se funda exclusivamente en las virtudes cristianas heroicas de la persona en cuestión. Y que cuando reina es titular del poder temporal y a la que corresponde en conciencia garantizar el bien común: el de su pueblo, el de los conversos e, incluso, el de los judíos, convertidos en indeseables.

Beatificación laica

Respecto a este tema, por lo demás, el más grande historia­dor de nuestro tiempo, al que no se puede tachar de antisemitis­mo, Fernand Braudel, resulta inapelable. Helo aquí, enérgico, como conviene para alzarse contra el actual conformismo pro ju­dío: «Me niego a considerar a España como culpable de la muerte de Israel. ¿Cuál sería la civilización que, en el pasado, una sola vez, hubiera preferido los otros a sí misma? No más Israel, no más el Islam que los otros. (...) A propósito de la España del siglo XVI [y del XV], hablar de «país totalitario», incluso de racis­mo, no es razonable. ... La Península, para volver a ser Europa, se negó a ser África, u Oriente, según un proceso que se asemeja, en cierto modo, a los procesos actuales de descolonización... En esta perspectiva de conflictos de civilizaciones, el alegato ardiente y seductor de [el historiador judío] León Poliakov me deja in­satisfecho. No ha visto más que uno de los dos espejos del drama, los agravios de Israel, no los de las Españas que no son ilusorios, falaces y demoníacos»[4]. Lo que confirma el gran historia­dor de origen judeo-cristiano, Américo Castro, profesor de Prince­ton, al escribir del poder, especialmente municipal, usurpado por los conversos, con la ayuda de los judíos, que era «abusivo y anar­quizante»[5].

De este modo, en defecto de la Roma de hoy, la historia laica, en su más alto nivel, ya ha beatificado a Isabel la Católica. Por el mismo motivo que le imputan como crimen los B'nai Brith y nuestro monseñor Lustiger. Es cierto que este último no duda en escribir de los conversos, en realidad ricos, poderosos y domi­nadores, que sufrieron los «bautismos forzosos», fueron «obligados a la conversión»[6], lo que es absolutamente falso respecto a la inmensa mayoría de ellos, y totalmente bajo el reinado de Isa­bel. La mejor prueba consiste en que, precisamente, fue preciso expulsar a la masa de los judíos, que libremente no se convirtie­ron. Como lo han destacado Américo Castro, López Martínez y Pacios López, las conversiones fueron, sobre todo, producto de los numerosos matrimonios mixtos incluso entre la alta nobleza, de predicaciones y de «disputas» que, como la de Tortosa, condu­jeron a adhesiones extensas al cristianismo. Testimonios judíos de la época reconocen que las conversiones resultantes de unos y otras fueron voluntarias.

En el mismo libro, en el que no son extraños errores de este tipo, monseñor Lustiger, señala respecto al antisemitismo cristia­no: «No tengo competencia histórica». Se le cree, entonces, más fácilmente. Lo que, por lo demás, no es mucho, respecto a su ver­dadera función, la de gran pastor de almas. No de comentarista histórico inseguro.


 
[1] Artículo aparecido en Verbo 295-296 (1991), 707-717.
[2] Sobre todo esto ver especialmente Le Siècle de Saint Louis, capí­tulo «Saint Louis et les juifs», de M. W. Labarge (París, 1970), e Isabe­lle la Catholique, étude critique, por T. de Azcona (en español, Madrid, 1964).
[3] Así el cronista converso Alonso de Palenda, el maestro converso de Isabel, Diego de Valera, etc.
[4] FERNAND BRAUDEL, La Méditerranée et le monde méditerranéen (París, 1966, tomo II, págs. 153 y 154).
[5] Jean-Marie Lustiger, Le choix de Dieu (Paris, 1987, págs. 87 y 78).
[6] Ídem.