12.08.14

Reconquista de la historia: Santa Isabel la Católica (2)

A las 12:32 PM, por Javier Olivera Ravasi, IVE
Categorías : España y América

Por Jean Dumont

 

¿La Inquisición? En absoluto

Tercera acusación: Isabel fue la reina de una inquisición. Sin embargo, ésta fue creada por una bula pontificia. Y fue el Papa, también, quien, en contra de lo que ha dicho Le Monde (artículo de Henri Tinck, de 7 de diciembre de 1990), nombró inquisidor y luego inquisidor general al famoso Torquemada.

Volvemos a encontrarnos con San Luis, al que habría decididamente que descanonizar si Isabel, por esa razón, es indigna de ser beatificada, porque San Luis fue el rey de la primera Inquisición, de la que la española no hizo más que tomar, grosso modo, la estructura y los procedimientos. Las fechas están ahí: 1226, consagración de San Luis; 1233, primeros inquisidores nombrados en Francia por el Papa; 1270, muerte de San Luis. Y la acción de los inquisido­res se desarrollaba en Francia, como más tarde en España, bajo la protección de los oficiales reales, especialmente del senescal real de Carcasona. Por lo demás, además de San Luis, tiene sus pro­pios santos: San Pedro de Verona y en España, incluso, San Raimundo de Peñafort y San Pedro de Arbués. Incluso Santo Toribio.

¿Hizo Isabel de su Inquisición una manía personal de opre­sión, especialmente contra los conversos? En absoluto. En primer lugar, la Inquisición se confió a religiosos de origen judío conver­so: el mismo Torquemada y su sucesor Diego Deza. Además, des­de que le fue posible, a mitad de los años 1490, proclamó una amnistía inquisitorial general remitiendo todas las condenas que se estaban cumpliendo. Y el objetivo que dio a su Inquisición fue el de la plena confirmación cristiana de los conversos, para poner fin al baño de sangre de los progroms que también les alcanzaban.

Inquisición al revés

Objetivo alcanzado, porque se detuvieron total y definitiva­mente los progroms; y por la brillante confluencia del genio judío y de la Reforma católica personificada por esos nombres prestigio­sos, todos de origen converso: el ilustre teólogo Francisco de Vi­toria, San Juan de Avila, Diego Laínez (primer sucesor de Igna­cio de Loyola al frente de la Compañía de Jesús), el gran poeta espiritual Fray Luis de León, Santa Teresa de Avila (cumbre de la mística), Arias Montano (cumbre de la ciencia bíblica), José de Acosta (cumbre de la misionología). Toda una constelación nacida del alma lúcida y santa de Isabel.

Todas estas estrellas resplandecientes del genio judío católico se habían preservado maravillosamente de la involución judaizante que la Inquisición de Isabel (y del Papa) había recibido la misión de combatir; de conformidad con uno de los cánones del concilio de occidente celebrado en Elvira (Granada) hacia el año 300, pre­cisamente en España, que exigía a los cristianos el rechazo de las «bendiciones judías» bajo pena de excomunión.

Por consiguiente, descalificar hoy a Isabel, inspiradora de esas estrellas judío-católicas, es descalificarlas por su no judaísmo y abrir la puerta, por la amenaza de una Inquisición al revés, al catolicismo judaizante que monseñor Lustiger reivindica con fuer­za, casi con violencia, en su libre* ya mencionado. Ahí está, proba­blemente, la segunda causa, el fondo totalmente religioso, de la intervención del arzobispo de París en el asunto que tratamos.

Los indios

Cuarta acusación: la imputación esta vez es del no historiador monseñor Lustiger. Otro error de su libró en esta frase: «Religiosos pelearon contra los príncipes españoles, a veces hasta la muerte, por defender a los indios»[1]. Todos los historiadores especialistas no españoles, desde Pierre Chaunu a Marcel Bataillon, a Lewis Hanke, no han cesado de destacar esta gran evidencia: la preocupación constante mostrada por la monarquía española para a defensa de los indios. Y si la imputación apunta también al «príncipe español» Isabel, entonces, el error es mayúsculo.

Como bien lo saben los cardenales suramericanos partidarios de la beatificación de la reina de Castilla, la dilección totalmente cristiana respecto a los indios es, en primer lugar, la de Isabel. Una dilección de una pureza turbadora que legará a sus descendientes. En las primeras instrucciones que da a Cristóbal Colón en 1493, se lee: «Los indias deben ser tratados bien y amorosamente, sin que se les cause el menor perjuicio. De tal forma que se establezca con ellos mucha conversación y familiaridad».

Además, «bajo pena de muerte», Isabel exige la devolución a las Antillas, y libres, de los indios enviados por Colón a España para ser vendidos como esclavos. Además, destituye a Colón a pesar de los poderes que inicialmente se le habían garantizado. Estipula que los indios realizarán su trabajo «como personas libres que son y no como esclavos». En fin, redacta su testamento en el que pide a su marido, el rey Fernando, y a su hija, Juana, ya madre del futuro Carlos V, «que no se permita que los indígenas... sufran el menor agravio en sus personas y en sus bienes. Sino que, al contrario, se ordene que sean tratados con justicia y humanidad y se reparen las injusticias que pudieran haber padecido».

Es en estas exigencias del «príncipe español» en las que se inspirarán explícitamente los religiosos, grandes protectores de los indios, Las Casas como Vasco de Quiroga; y no al contrario. El alma lúcida y santa de Isabel ha cristianizado, aún, decisivamente uno de los grandes momentos de la historia.

Isabel salvó a la Iglesia

Isabel hizo aún más, si eso es posible. Pero de esto, curiosa­mente, nadie habla. Sobre todo en Roma y en el arzobispado de París. Ya que Isabel, por su acción personal, ha salvado nada menos que la Iglesia católica. ¿Qué hubiera sido de esta Iglesia católica si no hubiera habido en el siglo XVI la roca de la Iglesia española? La roca, por ejemplo, de los jesuitas que detendrán y harán retroceder la Reforma en toda Europa, dominándola por la fidelidad, la energía y la inteligencia. Tan sólo un hecho: cuando la monarquía francesa, en 1561, en el Coloquio de Poissy, quiere oponer una defensa católica a la retórica hugonote, no encuentra nadie al norte de los Pirineos para replicar al calvinista Théodore de Bèze. Tiene que recurrir para ello al jesuita Diego Laínez, hijo converso de Isabel la Católica.

Afortunadamente, España está llena de otros Laínez, como Maldonado y Mariana, que asumirán la enseñanza de la teología en París. Con gran admiración de nuestro Montaigne.

Esta roca de la Iglesia católica de España, esta plenitud de talentos y de voluntades, fue Isabel quien las levantó y alimentó. Con la primera Reforma católica que precedió en casi un siglo a la del Concilio de Trento y en medio siglo la aparición de la Reforma protestante. Esta primera Reforma fue Isabel, seglar, mu­jer y reina, quien la hizo. Dejando de lado a la Roma impotente, que hoy le devuelve el favor. Con la dirección de la Reforma reli­giosa que creó cerca de ella, confiada principalmente al obispo Martín Ponce de León en 1493. Y, para lo cual, exigió y recibió de Roma plenos poderes, incluyendo religiosos[2].

Jiménez de Cisneros, al que eligió como confesar, realizó con éxito la reforma de su inmensa diócesis de Toledo y de la gran orden franciscana, a partir de 1498. Por la promoción de los estudios del clero, objetivo primordial de la fundación, poco des­pués de la Universidad de Alcalá de Henares, centro de la cultura renaciente. Por la brillante renovación bíblica, al que se le debe la iniciativa histórica, incluso antes de la Reforma protestante. La orden benedictina fue reformada por García de Cisneros, abad de Montserrat; la orden dominicana por Pascual de Ampudia, futuro obispo de Burgos; la orden de los agustinos por su vicario general Juan de Sevilla, etc. Hasta el punto que un alemán, compatriota de Lutero, que visitaba España a finales del siglo XV, el doctor Hieronymus Münzer, otorgó a Fernando el Católico, marido de Isabel, el título de «nuevo Carlomagno», por .la profundidad de su acción reformadora en la Iglesia.

De esta Reforma católica de España, en menos de un siglo, surgen nada menos que la obra maestra de la caridad con San Juan de Dios y sus hermanos; la obra maestra del apostolado con Ignacio de Loyola y sus jesuitas; las obras maestras de la contem­plación y la mística con Santa Teresa y San Juan de la Cruz y sus carmelitas.

La Juana de Arco española

De todo esto, menospreciado por Roma, son los B'nai Brith los que, hoy, se han constituido en jueces represores. En una es­pecie de nuevo proceso de brujería condenando a la Juana de Arco española, como nuestra Juana lo fue por otros hombres de Igle­sia. Isabel, como Juana, desde entonces, herética y relapsa. Por­que Isabel, como Juana, fue capaz de buena y santa guerra por la reconquista de su nación.

Al final de este breve proceso de rehabilitación, invoquemos a Santa Isabel la Católica. A la que canonizamos de corazón, tam­bién como laicos, ya que en Roma nadie se atreve a hacerlo. No afirmamos con ello, por otra parte, nada original, ya que sus con­temporáneos la canonizaron explícitamente. «La santa reina cató­lica doña Isabel», escribió de ella, por ejemplo, su propio médico, doctor Toledo, que sabía a que atenerse.

Modelo, por tanto, como Juana, no superado, de laico católico. De virtudes cristianas heroicas en todo, de espíritu, de corazón y de alma. Pues como joven, mujer, madre, reina, Isabel fue, sin fallas, ejemplar. Modelo absoluto de esa Cristiandad que, también, constituye nuestros orígenes y de la que nadie nos obligará a prescindir.

Cumbre de la ascensión espiritual

Entonces, para vencer nuestra tristeza ante el insulto que se ha hecho a Isabel, sigámosla en los meses de su última y dolorosísima enfermedad, durante la cual no dejó de cumplir sus obli­gaciones de soberana. Estaba en plena madurez, pues no tenía más que cincuenta y tres años.

«La prueba depuró su carácter y su virtud –escribe su gran biógrafo Azcona–, lanzándola, más que nunca en su vida, hacia las cumbres de la ascensión espiritual... Asimiló y practicó toda la doctrina evangélica del desprendimiento, de la abnegación y del sacrificio hasta el Calvario, iluminada por la fuerza de la fe: "En la fe –escribía–, estoy preparada para la muerte, que recibiré como un don muy especial y excelente del Señor"... Desde lo alto de las montañas de Granada abrazaba con su mirada todos sus reinos, esforzándose en encontrar la pureza del culto, la pureza del respeto hada la Eucaristía y la extirpación de todos los vicios. De la ciudad mora salen hacia todos los lugares de sus Estados peticiones angustiosas de oración y de sacrificio hacia la Cristian­dad... El alma de Isabel vibra intensamente, viviendo en lo más íntimo la realidad sin miramientos de su catolicidad... Su testa­mento, de una grandeza sobrehumana, invoca a Dios y a los san­tos, hace profesión de fe, recomienda su alma, constituyendo una obra literaria y técnica (de gobierno) de una perfección maravillo­sa. Que permanecerá para siempre, infletrie, en la historia re­ligiosa, política y jurídica de todos los tiempos»[3].

Condenados al silencio, amordazados, los promotores de su beatificación lo habían dicho magníficamente: Isabel es «un mo­delo para las adolescentes, las mujeres, las madres y los jefes de gobierno». Es decir, para todos aquellos y todas aquellas que en la actual depravación, necesitan al máximo este modelo católico que se nos ha ofrecido para «iluminación del alma»[4]. Este mo­delo, ocasión, pues, de la más pertinente beatificación, que se han esforzado en apagar. No nos queda más que, con una invencible esperanza en Roma, esperar a la rectificación.


 
[1] Jean-Marie Lustiger, op. cit., pág. 452
[2] Padre T. de Azcona, op. cit., págs. 591 y sigs., 736, 737, 739, X.
[3] Ídem.
[4] Ídem.