13.08.14

Los novísimos

En Cristo brilla
la esperanza de nuestra feliz resurrección;
y así, aunque la certeza de morir nos entristece,
nos consuela la promesa de la futura inmortalidad.
Porque la vida de los que en Ti creemos, Señor,
no termina, se transforma;
y al deshacerse nuestra morada terrenal,
adquirimos una mansión eterna en el cielo

Prefacio de Difuntos.

El más allá desde aquí mismo.

Esto es, y significa, el título de esta nueva serie que ahora mismo comenzamos y que, con temor y temblor, queremos que llegue a buen fin que no es otro que la comprensión del más allá y la aceptación de la necesidad de preparación que, para alcanzar el mismo, debemos tener y procurarnos.

Empecemos, pues, y que sea lo que Dios quiera.

En el Credo afirmamos que creemos en la “resurrección de los muertos y la vida eterna”. Es, además, lo último que afirmamos tener por cierto y verdadero y es uno de los pilares de nuestra fe.

Sin embargo, antes de tal momento (el de resucitar) hay mucho camino por recorrer. Nuestra vida eterna depende de lo que haya sido la que llevamos aquí, en este valle de lágrimas.

Lo escatológico, aquello que nos muestra lo que ha de venir después de esta vida terrena no es, digamos, algo que tenga que ver, exclusivamente, con el más allá sino que tiene sus raíces en el ahora mismo que estamos viviendo. Por eso existe, por así decirlo, una escatología de andar por casa que es lo mismo que decir que lo que ha de venir tiene mucho que ver con lo que ya es y lo que será en un futuro inmediato o más lejano.

Por otra parte, tiene mucho que ver con el tema objeto de este texto aquello que se deriva de lo propiamente escatológico pues en las Sagradas Escrituras encontramos referencias más que numerosas de estos cruciales temas espirituales. Por ejemplo, en el Eclesiástico (7, 36) se dice en concreto lo siguiente: “Acuérdate de tus novísimos y no pecarás jamás". Y aunque en otras versiones se recoge esto otro: “Acuérdate de tu fin” todo apunta hacia lo mismo: no podemos hacer como si no existiera algo más allá de esta vida y, por lo tanto, tenemos que proceder de la forma que mejor, aunque esto sea egoísta decirlo, nos convenga y que no es otra que cumpliendo la voluntad de Dios.

Existen, pues, el cielo, el infierno y, también, el purgatorio y de los mismos no podemos olvidarnos porque sea difícil, en primer lugar, entenderlos y, en segundo lugar, hacernos una idea de dónde iremos a parar.

Estos temas, aún lo apenas dicho, deberían ser considerados por un católico como esenciales para su vida y de los cuales nunca debería hacer dejación de conocimiento. Hacer y actuar de tal forma supone una manifestación de ceguera espiritual que sólo puede traer malas consecuencias para quien así actúe.

Sin embargo se trata de temas de los que se habla poco. Aunque el que esto escribe no asiste, claro está, a todas las celebraciones eucarísticas que, por ejemplo, se llevan a cabo en España, no es poco cierto ha de ser que si en las que asiste poco se dice de tales temas es fácil deducir que exactamente pase igual en las demás.

A este respecto, San Juan Pablo II en su “Cruzando el umbral de la Esperanza” dejó escrito algo que, tristemente, es cierto y que no es otra cosa que “El hombre en una cierta medida está perdido, se han perdido también los predicadores, los catequistas, los educadores, porque han perdido el coraje de ‘amenazar con el infierno’. Y quizá hasta quien los escuche haya dejado de tenerle miedo” porque, en realidad, hacer tal tipo de amenaza responde a lo recogido arriba en el Eclesiástico al respecto de que pensando en nuestro fin (lo que está más allá de esta vida) no deberíamos pecar.

Dice, también, el emérito Benedicto XVI, que “quizá hoy en la Iglesia se habla demasiado poco del pecado, del Paraíso y del Infierno” porque “quien no conoce el Juicio definitivo no conoce la posibilidad del fracaso y la necesidad de la redención. Quien no trabaja buscando el Paraíso, no trabaja siquiera para el bien de los hombres en la tierra".

No parece, pues, que sea poco real esto que aquí se trae sino, muy al contrario, algo que debería reformarse por bien de todos los que sabiendo que este mundo termina en algún momento determinado deberían saber qué les espera luego.

A este respecto dice San Josemaría en “Surco” (879) que

“La muerte llegará inexorable. Por lo tanto, ¡qué hueca vanidad centrar la existencia en esta vida! Mira cómo padecen tantas y tantos. A unos, porque se acaba, les duele dejarla; a otros, porque dura, les aburre… No cabe, en ningún caso, el errado sentido de justificar nuestro paso por la tierra como un fin. Hay que salirse de esa lógica, y anclarse en la otra: en la eterna. Se necesita un cambio total: un vaciarse de sí mismo, de los motivos egocéntricos, que son caducos, para renacer en Cristo, que es eterno”.

Se habla, pues, poco, pero ¿por qué?

Quizá sea por miedo al momento mismo de la muerte porque no se ha comprendido que no es el final sino el principio de la vida eterna; quizá por mantener un lenguaje políticamente correcto en el que no gusta lo que se entiende como malo o negativo para la persona; quizá por un exceso de hedonismo o quizá por tantas otras cosas que no tienen en cuenta lo que de verdad nos importa.

Existe, pues, tanto el Cielo como el Infierno y también el Purgatorio y deberían estar en nuestro comportamiento como algo de lo porvenir porque estando seguros de que llegará el momento de rendir cuentas a Dios de nuestra vida no seamos ahora tan ciegos de no querer ver lo que es evidente que se tiene que ver.

Mucho, por otra parte, de nuestra vida, tiene que ver con lo escatológico. Así, nuestra ansia de acaparar bienes en este mundo olvidando que la polilla lo corroe todo. Jesús lo dice más que bien cuando, en el Evangelio de San Mateo, dice (6, 19)

“No amontonéis riquezas en la tierra, donde se echan a perder, porque la polilla y el moho las destruyen, y donde los ladrones asaltan y roban”.

En realidad, a continuación, el Hijo de Dios da muestras de conocer qué es lo que, en verdad, nos conviene (Mt 6, 20) al decir

“Acumulad tesoros en el cielo, donde no se echan a perder, la polilla o el mono no los destruyen, ni hay ladrones que asaltan o roban”.

Por tanto, no da igual lo que hagamos en la vida que ahora estamos viviendo. Si muchos pueden tener por buena la especie según la cual Dios, que ama a todos sus hijos, nos perdona y, en cuanto a la vida eterna, a todos nos mide por igual (esto en el sentido de no tener importancia nuestro comportamiento terreno) no es poco cierto que el Creador, que es bueno, también es justo y su justicia ha de tener en cuenta, para retribuirlas en nuestro Juicio partícula, las acciones y omisiones en las que hayamos caído.

En realidad, lo escatológico no es, digamos, una cuestión suscitada en el Nuevo Testamento por lo puesto en boca de Cristo. Ya en el Antiguo Testamento es tema importante que se trata tanto desde el punto de vista de la propia existencia de la eternidad como de lo que recibiremos según hayamos sido aquí. Así, en el libro de la Sabiduría se nos dice (2, 23, 24. 3, 1-7) que

“Porque Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su mismo ser; pero la muerte entró en el mundo por envidia del diablo, y la experimentan sus secuaces.

En cambio, la vida de los justos está en manos de Dios y ningún tormento les afectará. Los insensatos pensaban que habían muerto; su tránsito les parecía una desgracia y su partida de entre nosotros, un desastre; pero ellos están el apaz. Aunque la gente pensaba que eran castigados, ellos tenían total esperanza en la inmortalidad. Tras pequeñas correcciones, recibirán grandes beneficios, pues Dios los puso a prueba y lo shalló dignos de sí; los probo como oro en crisol y los aceptó como sacrificio de holocausto. En el día del juicio resplandecerán y se propagarán como el fuego en un rastrojo”.


Aquí vemos, mucho antes de que Jesús añadiese verdad sobre tal tema, la realidad misma como ha de ser: la muerte y la vida eternas, cada una de ellas según haya sido la conducta del hijo de Dios. El tiempo intermedio, el purgatorio (“tras pequeñas correcciones”) que terminará con el premio de la vida eterna (o con la muerte también eterna) tras el Juicio, el Final, propio del tiempo de nuestra resurrección.

Abunda, también, el salmo 49 en el tema de la resurrección cuando escribe el salmista (49, 16) que

“Pero Dios rescata mi vida,
me saca de las garras de la muere, y me toma consigo”.

En realidad, como dice José Bortolini (en Conocer y rezar los Salmos, San Pablo, 2002) “Aquello que el hombre no puede conseguir con dinero (rescatar la propia vida de la muerte), Dios lo concede gratuitamente a los que no son ‘hombres satisfechos’” que sería lo mismo que decir que a los que se saben poco ante Dios y muestran un ser de naturaleza y realidad humilde.

Todo, pues, está más que escrito y, por eso, se trata de una Escatología de andar por casa pues lo del porvenir, lo que ha de venir tras la muerte, lo construimos aquí mismo, en esta vida y en este valle de lágrimas.

Escatología final: La resurrección de la carne

La resurrección de la carne

Los que hicieron el bien saldrán y resucitarán para la vida; pero los que obraron el mal resucitarán para la condenación

Jn 5, 29

La resurrección, la nuestra, supone, por una parte, la confirmación de la promesa y la voluntad de Dios y, por otra parte, la confirmación (vía juicio del Creador) de nuestro proceder. Y de ahí que la vida eterna se sustente en lo que somos o hemos sido y que nada de ello haya tenido poca importancia sino que ha sido, en todo caso, acumulativa y decisiva.

Nuestra resurrección no puede ser un gozar “algo más” de Dios tras la escatología intermedia sino, forzosamente, un perfeccionamiento en la visión del Creador y, eso siempre, la confirmación de la bendición que recayó sobre nosotros a lo largo de nuestra vida y, si es el caso, tras la correspondiente purificación acaecida sobre nuestras almas en el Purificatorio o Purgatorio

Así, como dice el P. Cándido Pozo, en su libro ya citado “Teología del Más allá” (p. 78) “la Resurrección aporta no sólo un gozo accidental al bienaventurado, sino una más íntima posesión de Dios”.

Es bien cierto, por tanto, que nacemos pero que, también, morimos (y esto ya ha sido tratado aquí). Es un principio y realidad de la vida del ser humano que no podemos olvidar y que, sobre todo, no debemos esconder: estamos hechos para otra vida, la eterna y, por eso mismo, morir es, por así decirlo, un paso necesario para subir a la Casa del Padre y gozar de su Reino Eterno.

Tal es así, que el apóstol de los gentiles escribió que “para mí la vida es Cristo y morir una ganancia” (Flp 1, 21) y mostraba, a la perfección, lo que un discípulo del Mesías debe entender acerca de esta vida y de la que tiene que venir. Vale la pena, pues, reconocerse en el mundo como hijos de Dios y actuar, en consecuencia, sabiendo que Cristo nos está preparando estancias en la Casa de su Padre (cf. Jn 14, 2) y que, cuando sea la voluntad del Creador, allí estaremos de acuerdo a nuestro ser en este mundo (Cristo dijo que “El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará”, en Mc 16, 16).

¿Pero qué sentido tiene para el cristiano la muerte?

Por muy brusco que pueda parecer decirlo de esta manera, el discípulo de Cristo sabe que es llamado por Dios y que, por eso mismo, anhela ir con el Padre. No es que quiera morirse ahora mismo para estar en el definitivo Reino de Dios sino que acepta ser llamado cuando tenga que ser llamado. Por eso San Pablo escribió, en la Epístola a los Filipenses (1, 23) “Deseo partir y estar con Cristo”. Y esto lo dice quien entregó su vida, sin querer acortarla por nada, al servicio de la predicación y del Reino de Dios que trajo Cristo. Morir, sí pero mientras tanto, servir.

Padres de la Iglesia como San Ignacio de Antioquía  entendieron a la perfección el sentido de la muerte para un cristiano que no es horror o miedo sino, al contrario, gozo de querer estar donde siempre es siempre, siempre, siempre. Así, dijo que “Mi deseo terreno ha desaparecido…; hay en mí un agua viva que murmura y que dice desde dentro de mí ‘ven al Padre’” pues se sentía llamado, tras una vida de donación de sí a los demás y a Dios, a habitar las praderas del Reino.

Pero muchos otros han entendido el sentido de la muerte como debe entenderla un hijo de Dios. Así, por ejemplo, Santa Teresa de Jesús, cuando expresó

“Yo quiero ver a Dios y para verlo es necesario morir”.

U otra Teresa, ahora del Niño Jesús, Teresita, que expresó que

“Yo no muero, entro en la vida”.

Por eso, bien podemos decir que la muerte, para un cristiano, es el fin de una etapa para la que fue creado por Dios: el de peregrinación por el valle de lágrimas que suele ser la vida. Por eso la Iglesia católica nos anima a prepararnos para un momento tan importante como el de la muerte y poder. La preparación se pide, por ejemplo, desde las Letanías de los santos cuando se pide que “De la muerte repentina e imprevista líbranos Señor” pues nos impide estar debidamente preparados para tan crucial momento de nuestra vida-muerte. Y es que por eso nos recomienda Tomás de Kempis  (Imitación de Cristo 1, 23) lo siguiente:

“Habrías de ordenarte en toda cosa como si luego hubieses de morir. Si tuvieses buena conciencia no temería mucho la muerte. Mejor sería huir de los pecados que de la muerte. Si hoy estás aparejado, ¿cómo lo estarás mañana?

Por lo tanto, recomienda no pecar porque es una forma de asegurar la no muerte espiritual que es, en definitiva la que debería importarnos porque el cuerpo, como sabemos, se convierte en polvo que es, exactamente, de donde vino para ser creado por Dios.

Decimos, pues, que creemos en la resurrección de la carne. Pero, antes de seguir, conviene decir que la reencarnación y la resurrección no son lo mismo. Y esto, que es de una claridad meridiana parece no ser entendido por personas que dicen profesar la fe católica. Debido al batiburrillo religioso que en occidente se ha difundido con la premisa del “todo vale” más de un católico ha asumido que, en realidad, la reencarnación es posible. Sin embargo ya decía la Epístola a los Hebreos (9, 27) que “está establecido que los hombres mueran una sola vez”. Tampoco podemos olvidar aquello tan maravillo que expresa el Salmo 77 cuando, en un momento determinado dice, refiriéndose a Dios, que

“Él sentía lástima,
perdonaba la culpa y no los destruía;
una y otra vez reprimió su cólera
y no despertaba todo su furor,
acordándose de que eran de carne,
un aliento fugaz que no torna”.

Dice, pues, el Salmo, que el ser humano, cuando muere no vuelve a la vida terrena porque “no torna”. Y lo dice con toda claridad y, ante esto, no cabe duda alguna para un católico que se precie de serlo.

A este respecto, dice el el número 1013 del Catecismo de la Iglesia Católica dice que

La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino. Cuando ha tenido fin “el único curso de nuestra vida terrena” (LG 48), ya no volveremos a otras vidas terrenas. “Está establecido que los hombres mueran una sola vez” (Hb 9, 27). No hay “reencarnación” después de la muerte.

Es más, la  Constitución Lumen Gentium  (48) (Vaticano II) nos informa de lo que llama “el único plazo de nuestra vida terrena” y que tampoco es creación de tal documento sino que tiene su razón de ser en la Epístola a los Hebreos que, en un momento determinado (9, 27) dice que “está establecido que los hombres mueran una sola vez”. Y esto, lo que lisa y llanamente quiere decir, es que Dios ha establecido que así sea.

Por tanto aquello que entendemos ser doctrina de la resurrección final no puede admitir aquello que tiene que ver con la teoría de reencarnación mediante la cual el alma humana, cuando ha muerto el cuerpo, emigra a otro cuerpo y lo hace varias veces hasta que se ha purificado.

Podemos preguntarnos, entonces, por qué el cristiano, aquí católico, no cree en la reencarnación, porque no debe creer…

Como respuesta traemos aquí la intervención del teólogo Michael F. Hull el cual en una videoconferencia de fecha 29 de abril de 2003 y en el marco de una que lo fue de teología organizada por la Congregación vaticana para el Clero, dijo esto:

“La integridad de la persona humana (cuerpo y alma en la vida presente y la futura) ha sido y sigue siendo uno de los aspectos de la revelación divina más difíciles de entender. Son todavía actuales las palabras de san Agustín: ‘Ninguna doctrina de la fe cristiana es negada con tanta pasión y obstinación como la resurrección de la carne’ (’Enarrationes in Psalmos’, Ps. 88, ser. 2, § 5). Dicha doctrina, afirmada constantemente por la Escritura y la Tradición, se encuentra expresada de la manera más sublime en el capítulo 15 de la Primera carta de San Pablo a los Corintios. Y es declarada continuamente por los cristianos cuando pronuncian el Credo de Nicea: ‘Creo en la resurrección de la carne’. Es una expresión de la fe en las promesas de Dios.

A menudo, aun sin el auxilio de la gracia, la razón humana llega a vislumbrar la inmortalidad del alma, pero no alcanza a concebir la unidad esencial de la persona humana, creada según la ‘imago Dei’. Por ello, a menudo, la razón no iluminada y el paganismo han visto «a través de un cristal, borrosamente» el reflejo de la vida eterna revelada por Cristo y confirmada por su misma resurrección corporal de los muertos, pero no pueden ver ‘la dispensación del misterio escondido desde siglos en Dios, creador del universo’ (Ef 3,9). La noción equivocada de la metempsícosis (Platón y Pitágoras) y la reencarnación (hinduismo y budismo) afirma una transmigración natural de las almas humanas de un cuerpo a otro. La reencarnación, que es afirmada por muchas religiones orientales, la teosofía y el espiritismo, es muy distinta de la resurrección de la fe cristiana, según la cual la persona será reintegrada, cuerpo y alma, el último día para su salvación o su condena.

Antes de la parusía, el alma del individuo, entra inmediatamente, con el juicio particular, en la bienaventuranza eterna del cielo (quizá después de un período de purgatorio necesario para las delicias del cielo) o en el tormento eterno del infierno (Benedicto XII, ‘Benedictus Deus’). En el momento de la parusía, el cuerpo se reunirá con su alma en el juicio universal. Cada cuerpo resucitado será unido entonces con su alma, y todos experimentarán entonces la identidad, la integridad y la inmortalidad. Los justos seguirán gozando de la visión beatífica en sus cuerpos y almas unificados y también de la impasibilidad, la gloria, la agilidad y la sutileza. Los injustos, sin estas últimas características, seguirán en el castigo eterno como personas totales.

La resurrección del cuerpo niega cualquier idea de reencarnación porque el retorno de Cristo no fue una vuelta a la vida terrenal ni una migración de su alma a otro cuerpo. La resurrección del cuerpo es el cumplimiento de las promesas de Dios en el Antiguo y el Nuevo Testamento. La resurrección del cuerpo del Señor es la primicia de la resurrección. ‘Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que por Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo. Pero cada cual en su rango: Cristo como primicia; luego los de Cristo en su venida’ (1 Cor 15,21–23). La reencarnación nos encierra en un círculo eterno de desarraigo corporal, sin otra certidumbre más que la renovación del alma. La fe cristiana promete una resurrección de la persona humana, cuerpo y alma, gracias a la intervención del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, para la perpetuidad del paraíso.

En la carta apostólica Tertio millennio adveniente (14 de noviembre de 1994), escribe Juan Pablo II: ‘¿Cómo podemos imaginar la vida después de la muerte? Algunos han propuesto varias formas de reencarnación: según la vida anterior, cada uno recibirá una vida nueva bajo una forma superior o inferior, hasta alcanzar la purificación. Esta creencia, profundamente arraigada en algunas religiones orientales, indica de por sí que el hombre se rebela al carácter definitivo de la muerte, porque está convencido de que su naturaleza es esencialmente espiritual e inmortal. La revelación cristiana excluye la reencarnación y habla de una realización que el hombre está llamado a alcanzar durante una sola vida terrenal’ (n°’ 9).”

Por lo tanto, se entiende claramente que la reencarnación no es posible sea tenida por posible por un católico. Y es que, además, como bien dice San Pablo, si Cristo no resucitó (y nosotros, en consecuencia, no resucitaremos) nuestra fe es vana ( cf. 1 Cor 15, 14) y bien sabemos que de vana no tiene nada.

Volvamos, ahora y tras el tema de la reencarnación a lo que verdaderamente importa para un cristiano y que es la resurrección de la carne pues, como dice el Catecismo de la Iglesia católica (n. 989)

Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que Él los resucitará en el último día (cf. Jn 6, 39-40). Como la suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad:

‘Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros’ (Rm 8, 11; cf. 1 Ts 4, 14; 1 Co 6, 14; 2 Co 4, 14; Flp 3, 10-11).

Pues bien, a este respecto es interesante, como planteamiento siquiera al tema de la resurrección de la carne, plantear tres preguntas que deben estar en la mente de todo cristiano, aquí católico, a la hora de tratar el tema del que tratamos:

¿Quién resucitará?

Lo dice expresamente el evangelista San Juan en el versículo 29 del capítulo 5 de su Evangelio:

“Los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación".

Nos cabe, pues, a cada uno, encontrarnos en uno u otro grupo de personas pero la resurrección es propia de todo ser humano. Nadie, pues, quedará excluido aunque cada cual tendrá el destino que le corresponda según sus merecimientos en vida.

¿Cómo?

En realidad, aunque Cristo resucitó con su propio cuerpo (”Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo“, en Lc 24,39) no volvió el Mesías a una vida terrenal sino que subió a la Casa del Padre donde espera su retorno en la Parusía. Pues del mismo modo, en Cristo “todos resucitarán con su propio cuerpo, que tienen ahora“, pero este cuerpo será “transfigurado en cuerpo de gloria” (Flp. 3,21) o, lo que es lo mismo, en “Cuerpo espiritual” (1 Co 15,44)

Es difícil, lógicamente, imaginar cómo será tal momento. Sin embargo, no es poco cierto que nuestra participación en la Santa Misa nos ofrece la posibilidad de que tal momento sea un principio de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo. Así lo dice San Irineo de Lyón cuando escribe que

“Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y una celestial, así nuestros cuerpos que participan en la Eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección”.

¿Cuándo?

Solemos pensar en términos de tiempos humanos. Sin embargo, no sabemos cuándo será tan glorioso momento. Sin embargo, dice San Juan  (Jn 6, 39-40. 44-45) que será en el “último día” o, lo que es lo mismo, en la  Parusía de Cristo. Así lo confirma San Pablo cuando en la Primera Epístola a los de Tesalónica escribe (4, 16) que

“El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar".

Podemos decir que la resurrección de la carne es una realidad espiritual que ha sido considerada desde el principio de los tiempos sagrados. Es decir, en el Antiguo Testamento ya se contempla tal verdad.

2 Mac. 7, 9

“Al llegar a su último suspiro dijo: ‘Tú criminal nos privas de la vida presente, pero el Rey del mundo a nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará a un vida eterna’”.

2 Mac. 7, 14.

“Es preferible morir a manos de hombres con la esperanza que Dios otorga de ser resucitados de nuevo por él…”.

2 Mac. 7, 23.

“…el Creador del mundo, el que modeló al hombre en su nacimiento y proyectó el origen de todas las cosas, os devolverá el espíritu y la vida con misericordia,….”

2 Mac. 7, 29.

“…acepta la muerte para que vuelva yo a encontrarte con tus hermanos en el tiempo de la misericordia”.

2 Mac. 12, 44.

“…pues de no esperar que los soldados caídos resucitarían, habría sido superfluo y necio rogar por los muertos”.

Dan. 12, 2.

“Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para el oprobio, para el horror eterno”.

Y otro tanto, mucho mayor, podemos decir al respecto de lo que el Nuevo Testamento recoge acerca de la resurrección de la carne y que ha salido del corazón de Cristo y que aquí mismo ya se ha aportado.

Y, lógicamente, la doctrina católica, que tiene a la resurrección de la carne como un dogma de fe, ha establecido, a lo largo de los siglos, la realidad de la misma. He aquí algunos de los principales símbolos y declaraciones dogmáticas:

Símbolo de San Epifanio

“Condenamos también a los que no confiesen la resurrección de los muertos”..

Fe de Dámaso

“Purificados por su muerte y sangre (de Cristo) seremos resucitados por Él el último día en esta misma carne con que ahora vivimos”.

Símbolo del Concilio I de Toledo

“Creemos en la resurrección de la carne. Si alguno dijere o creyere que los cuerpos humanos no resucitarán después de la muerte, sea anatema”.

Símbolo de San Atanasio.

“A cuyo advenimiento (de Cristo) todos los hombres deberán resucitar con sus propios cuerpos, y darán razón de sus propios actos”.

Profesión de fe del Concilio XI de Toledo.

“Confesamos que se hará la resurrección de la carne de todos los muertos. Creemos que resucitaremos, no en una carne aérea o en cualquiera otro carne (como algunos deliran), sino en esta misma en que vivimos, subsistimos y nos movemos”.

Profesión de fe impuesta a los valdenses por Inocencio III.

“Creemos de corazón y confesamos con la boca la resurrección de esta misma carne que ahora tenemos, y no otra”.

Conclio IV de Letrán.

“Firmemente creemos y confesamos que todos resucitarán con sus propios cuerpos, los mismos que tienen ahora, a fin de recibir cada uno según sus obras”.

Concilio Vaticano II (Gaudium et spes, p I, c I, n. 22).

El cristiano,

“asociado al misterio pascual, configurado a la muerte de Cristo, saldrá al encuentro de la resurrección fortalecido por la esperanza”.

Según aquí puede verse, y según sostiene el P. Antonio Royo Marín (Op. c., p. 575)

“A través de estos símbolos de la fe y definiciones dogmáticas, la Iglesia nos enseña tres cosas fundamentales:

1ª. Al fin del mundo todos los muertos resucitarán.

2ª. Esta resurrección será universal, o sea, de todos los hombres sin excepción.

3ª. Todos los hombres resucitarán con los mismos cuerpos que tuvieron en estas vida, y no otros.”

Estamos, pues, de acuerdo en que la resurrección de la carne se verificará el último día, cuando Cristo venga en gloria al mundo a juzgar a vivos y a muertos. Y se cumplirá, así, todo lo que a tal respecto se había escrito a lo largo de los siglos y en las Sagradas Escrituras. Aunque también sabemos que todo eso supone, para nuestras pobres mentes, un misterio demasiado elevado pero que aceptamos por fe y fidelidad a Dios Todopoderoso que como, en efecto, todo lo puede, también confirmará su voluntad procurando la unión de cuerpo y alma en tal instante crucial de nuestra vida futura.

Eleuterio Fernández Guzmán