20.08.14

Habló perdonando a los milicianos, y uno dijo: basta, o acabará por convertirnos

De los asesinados el jueves 20 de agosto, han sido beatificados 13: ocho de los 74 religiosos fusilados esa madrugada en Lleida -tres mercedarios, dos sacerdotes hijos de la Sagrada Familia -Pedro Sadurní Reventós y Juan Cuscó Oliver-, un sacerdote de la diócesis de Urgell -Pau Segalà Solè- y dos sacerdotes carmelitas -su hermano Francesc (de la Asunción) Segalà Solè y Jaume (Silveri de San Luis Gonzaga) Perucho Fontarro-; un sacerdote operario -Cristòfol Baqués Almirall- y un lasaliano -el hermano Celestino Antonio, al que trataron de hacer pasar por espía- en la provincia de Barcelona; un sacerdote secular -Magí Albaigés Escoda- en Tarragona; un escolapio en Castellón; y una seglar -María Climent Mateu- en Xàtiva (Valencia).

Al ver que llevaban a matar a sus compañeros, dijo que era religioso para ir con ellos

Tomás Campo Marín, de 57 años y burgalés de Mahamud, tomó el hábito mercedario en El Olivar (Teruel) en 1895 y se ordenó sacerdote en 1902. Estuvo muchos años en Mallorca, pasando en 1920 a Barcelona; de 1926 a 1930 fue coadjutor en la parroquia de El Puig (Valencia). De nuevo fue a Mallorca como comendador hasta que le nombraron vicario en Lleida en agosto de 1935.

Serapio Sanz Iranzo, de 56 años, ingresó en El Olivar —era natural de la vecina población turolense de Muniesa— en 1901 y pasó casi toda su vida como hermano mercedario en el convento de Lleida.

Francisco Llagostera Bonet, de 53 años y tarraconense de Valli, fue seminarista en Tarragona y se ordenó sacerdote en 1911, pero en 1923 se fue a vestir el hábito mercedario. Había llegado en mayo de 1936 al convento de Lleida, que ya tras las elecciones de febrero tuvieron que abandonar varias noches sus habitantes, porque se les amenazaba de muerte y con quemarlo.

Los tres mercedarios se refugiaron el 22 de julio de 1936 en casa del señor Amorós, en el número 38 de la calle San Antonio, frente al convento. Mal aconsejados —la Generalidad de Cataluña había ordenado encarcelar a sacerdotes y religiosos—, se entregaron, creyendo que la cárcel les protegería. Allí los llevó, tras la petición hecha por la señora Amorós en una comisaría, el señor Juan Ribelles, con un coche de la Generalidad.

Estuvieron 28 días en el departamento 7 y pronto se dieron cuenta de su error, al ver cada noche cómo sacaban presos para matarlos. Animaron a los jóvenes: por ejemplo el padre Campo dejó de fumar para no molestarles. Francisco Grau los recuerda «orando y dirigiendo la plegaria de los encerrados en la misma celda, animando a todos, serenando nuestros ánimos y ayudando a bien morir. No solo asumieron su muerte, esperaron el martirio con gozo». En una ocasión «un preso exigió que no se rezara en voz alta en la celda, y el padre Tomás replicó enérgicamente que había que rezar sin miedo de nadie, porque era el modo de demostrar la fe cristiana, pues solo por eso estábamos presos. Hablaba del martirio con frecuencia y exhortaba al martirio por Cristo. Era un verdadero padre», recuerdan los hermanos Puértolas.

En la noche del 19 la cárcel estuvo a oscuras y en silencio hasta las 23.30, cuando se oyó ruido de cadenas y cerrojos, y a los milicianos entrar en las celdas leyendo nombres y atando a los presos de dos en dos por los sobacos. Llamaron a los dos padres mercedarios. Al ver fray Serapio que se los llevaban, dijo que él también quería correr su suerte, pues era igualmente religioso. Un miliciano, allí presente, aseveró que así era, porque en el Colegio de La Merced, siendo niño, le había dado un bofetón; bofetón que ahora le devolvió ostentosamente, sin que el hermano se inmutase lo más mínimo. Los tres se despidieron de los compañeros de calabozo, abrazándolos y musitándoles: «Adiós, hermanos, hasta la eternidad». Los hacinaron en camiones, en grupos de cinco parejas, hacia la 1 de la madrugada. A la 1.15 pasaron el cementerio, llegando al cruce de las carreteras de Tarragona y Barcelona. Entonces dos centenares de milicianos les obligaron a retroceder hasta el cementerio. Los presos iban cantando el Ave Maris Stella y el Magnificat, vitoreaban a Cristo Rey e invocaban a María. Los tiraron desde los camiones, a culatazos y empujones. Atados de dos en dos, en grupos de catorce, fueron puestos ante el muro interior del cementerio y fusilados a la luz de los focos de un camión. Cuando se oía la orden de «apunten», los presos gritaban: «¡Viva Cristo Rey! ¡Madre mía!». Se cuenta del padre Campo que entonó el Cantemos al amor de los amores. Pasó un miliciano dando el tiro de gracia, pero ni se molestaron en enterrarlos. Al día siguiente los empleados del cementerio los echaron en una fosa común.

Nos han tocado tiempos difíciles, nuestra fe será más meritoria

El escolapio Maties (de San Agustín) Cardona Meseguer, de 33 años y castellonense de Vallibona, llevaba ordenado sacerdote desde abril de 1936 y estaba en el Colegio de Sant Antoni de Barcelona cuando estalló la guerra. Con otros, el 19 de julio pasó al taller vecino y por la noche salió, como los demás, por la calle del Salvador en busca de refugio en una casa amiga; se dirigió a la de una tía, donde permaneció solo algunos días, y se trasladó a la casa de su buen amigo y familiar, el señor Jost Godes. También permaneció allí poco tiempo. Pensando que Vallibona, su pueblo natal, sería más seguro, se dirigió allí el 30 de julio. Acogido por su hermana Dolores, permaneció con ella hasta el 17 de agosto, día en que fue arrestado. No aceptó que hicieran gestiones para pasar a Francia, diciendo que se había puesto en las manos de Dios.

En Vallibona el 11 de agosto las imágenes de la iglesia fueron quemadas. El alcalde había sugerido a la hermana y a su esposo que buscaran un lugar más seguro donde esconder al padre Maties. Se pensó en la hacienda Casa Cardona, propiedad de un tío suyo, situada fuera del pueblo, y Cardona se dirigió a ella en las primeras horas del 17 de agosto. Apenas había salido, cuando se presentaron en casa de su hermana algunos milicianos que iban a arrestarlo. Hicieron un registro. Varias horas después regresaron y consiguieron que les indicara el lugar en que estaba escondido, tras haberla amenazado de muerte y prometerle que salvarían la vida de su hermano. Al detenerle, le registraron, momento en que besó su breviario, y «arrebatándoselo el más furioso de los dos emisarios y arrojándolo al hogar, comentó: “Esto es mejor quemarlo”». Los captores le insistieron para que fuera a saludar a su hermana, lo que hizo desde lejos, y al asomarse ella, le lanzó su ancho sombrero de paja: «Para recuerdo. ¡Consérvalo!».

En el comité estaban también detenidos el sacerdote Manuel Meseguer y José Quero, a quien le dijo Cardona aprovechando una salida de los milicianos: «Don José, si no nos vemos, hasta el Cielo». Por la tarde encerraron a los dos sacerdotes en la cárcel, con un colchón y permiso para recibir visitas y comida. Cardona dijo un día a su hermana: «No llores. Estoy tranquilo y contento. Me hallo dispuesto a dar con gozo mi vida por Dios. Nos han tocado en suerte tiempos difíciles. Nuestra fe será más meritoria». A las siete del día 20, tres hombres con pañuelo rojo al cuello se llevaron a los dos sacerdotes en coche al Pigró del Coll. El padre Maties habló a los milicianos perdonándoles, hasta que uno de ellos dijo: «Basta ya. A la tarea. Este acabará por convertirnos». Se dice que el padre Maties quiso ser fusilado con los brazos en cruz. Su cadáver fue encontrado en la cuneta, acribillado en la frente, con los brazos extendidos.

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