23.08.14

Protestó mientras quemaban una iglesia, lo encarcelaron y lo mataron


Entre los asesinados el domingo 23 de agosto de 1936, 21 han sido beatificados: 10 maristas y el deán de la catedral, en Toledo; en la provincia de Valencia, tres jesuitas, dos amigonianos (terciarios capuchinos) y un sacerdote del Sagrado Corazón; dos hermanos de las Escuelas Cristianas en la provincia de Teruel; un sacerdote secular en la de Tarragona -Estanislau Sans Hortoneda- y un capuchino en El Pardo (Madrid).

Un jesuita paisano de Rafa Nadal

Los jesuitas asesinados en Tavernes de Valldigna (Valencia) fueron: el hermano Pedro Gelabert Amer (hay página sobre él en la wikipedia en polaco), de 49 años y mallorquín de Manacor, que ingresó en la compañía en 1907 y desempeñaba en Gandía las funciones de mecánico y electricista; el sacerdote Constantino Carbonell Sempere, de 70 años y alicantino de Alcoi, que había ingresado en 1886 y ejercía el cargo de ministro y operario en la residencia de Gandía; y el hermano Ramón Grimaltos Monllor, de 75 años y valenciano de La Pobla Llarga, que ingresó en 1890, y desempeñaba en Gandía las funciones de comprador y despertador y prestaba servicios domésticos. Apresados poco después que el padre Sitjar, le sobrevieron cuatro días.

 “¡Ojalá tuviera yo la suerte de ser perseguido y morir por Cristo!”

Mariano García Méndez (padre Juan María de la Cruz), de 45 años y abulense de San Esteban de los Patos, primero de los quince hijos de una familia de labradores, fue ordenado sacerdote en Ávila en 1916. Con permiso de su obispo, en 1922 se fue de novicio carmelita a Larrea-Amorebieta (Vizcaya), pero tuvo que dejarlo por su escasa salud. En Madrid conoció al padre Zicke, quien le dio a conocer la misión de propagar la devoción al Corazón Misericordioso de Jesús emprendida por el francés Leon Dehon, de modo que el padre Juan María profesó en 1926 en los Sacerdotes del Sagrado Corazón de Jesús. Ya en tiempos de la República, fue a consolar a una mujer que había perdido un hijo misionero mártir en China, y le dijo: «¡Enhorabuena; su hijo es un mártir! ¡Ojalá tuviera yo la misma suerte de ser perseguido y morir por Cristo!». A principios de julio de 1936 fue destinado al Santuario de Garaballa, en Cuenca, recién adquirido por los padres reparadores para seminario. Al estallar la guerra, la comunidad marchó hacia Valencia. El padre Juan María vistió una chaqueta grande prestada, por lo que sería conocido como el padre chaquetón. Un día pasó por delante de la iglesia de los Santos Juanes, que estaba ardiendo. Se metió entre la gente y exclamó en voz alta: «¡Esto es demasiado, no se puede profanar la casa de Dios! ¡Qué crimen! ¡Qué sacrilegio!». Llamaron a un guardia, le arrestaron y le llevaron a la cárcel. El 10 de agosto escribía desde prisión a su superior, padre Lorenzo Philippe: «Aquí me tiene en la Celda 476 de la 4ª galería desde hace tres semanas por protestar por el horrendo espectáculo del incendio y profanación de las iglesias. ¡Dios sea bendito! Hágase su voluntad. Estoy alegre de poder sufrir algo por Él, que tanto sufrió por mí». Trazó un viacrucis en las paredes de la celda, lo que casi le costó pasar a otra de castigo. Le libró el fontanero de la prisión, que lo borró, lo que le supuso pasar también a ser un recluso más, según el relato de Jorge López Teulón. Se manifestó como sacerdote ante todos los presos, ofreciéndose a consolarles y confesarles. Dirigía en voz alta el rezo del rosario en el patio a la hora del recreo. Algunos le recriminaron por ello, pero él les dijo: «Como vamos a morir, lo mejor que nos puede pasar es que muramos rezando». Al acabar, se arrodillaba en el suelo del patio y rezaba el breviario. A las 11 de la mañana reunía a un grupo de presos y entonaba con ellos las letanías de los santos, y los días festivos leía en voz alta los textos de la misa. La noche del 23 de agosto abrieron el cerrojo de su celda y le ordenaron prepararse para salir. Se despidió de sus compañeros: «¡Hasta el Cielo!». Lo llevaron con otros nueve detenidos hasta Silla, a un huerto de olivos en una finca llamada El Sario. Colocados en fila, fueron fusilados a la luz de los focos de un camión.

Delatados por un compañero de la infancia, huyeron casi cien kilómetros

Los hermanos (de familia y en la congregación lasaliana) Vicente Alberich Lluch (hermano Eliseo Vicente), de 30 años, y Nicolás Alberich Lluch (hermano Valeriano Luis), de 38 -ambos castellonenses de Benicarló-, murieron juntos en la localidad turolense de Valderrobres. El mayor tomó el hábito en 1914, y desde 1919 trabajaba en Barcelona. Después del servicio militar, de 1922 a 1925, en Marruecos, trabajó seis años en Cambrils y pasó al Colegio Condal en 1931. El hermano Eliseo tomó el hábito en 1927 y en 1929 fue destinado a Teruel. En 1935, tras el servicio militar, fue destinado a dar clase en la Escuela Nuestra Señora del Carmen de Barcelona. Estallada la guerra, decidieron ir a casa de sus padres en Benicarló. Se refugiaron en una propiedad apartada y solo acudían al pueblo por la noche. Un día se encontraron con un compañero de infancia, que les propuso presentarles al comité. Ellos rehusaron. Contaron en casa lo ocurrido y enseguida les dijeron: «¡Estáis perdidos!». Escaparon y se escondieron en los descampados, pero los milicianos se presentaron en las casas de sus familiares amenazándoles si no entregaban a los «frailes». Sus familiares los encontraron, pero les dijeron que escaparan cuanto antes. Emprendieron a pie camino hacia Teruel, esperando poder pasar al otro lado del frente, pero cerca de Valderrobres —tras andar casi un centenar de kilómetros—, unos milicianos les dieron el alto. En el interrogatorio se dieron cuenta de que eran religiosos. Era el 22 de agosto de 1936. Al día siguiente, a las tres de la tarde, los fusilaron en el Pla de Catalí, mientras daban vivas a Cristo Rey.

“Mátenme, pero no blasfemo". A la tercera fue la vencida

Lorenzo Ilarregui Goñi (Gabriel de Aróstegui), de 56 años y natural de esa localidad navarra, había profesado como capuchino en 1910 y estaba en el convento de El Pardo cuando fue asaltado el 21 de julio. Intentó huir saltando la tapia de la huerta, pero fue detenido por milicianos que, tras insultarlo y maltratarlo, bajo amenaza de muerte, le exigieron blasfemar o «si no lo hacía, le matarían allí mismo»:

—Hagan de mí lo que quieran; mátenme, pero yo no blasfemo.

Como los demás, se salvó en esa ocasión y el 25 de julio fue puesto en libertad, escondiéndose en casa de unos amigos. Diez días después, el comité de un pueblo lo detuvo y condenó a muerte, pero un guardia decidió no ejecutarlo y volvió a ponerlo en libertad. El hermano Gabriel volvió a su trabajo en el colegio del convento, vigilado por milicianos. El 23 de agosto, después de sus faenas, un miliciano lo invitó a salir. Apenas atravesó la puerta, tres milicianos del pueblo dispararon contra él, dejándole desangrarse lentamente a la puerta del seminario, mientras estrechaba entre las manos su gran rosario de fraile.

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