23.08.14

Sagrada Biblia

Dice S. Pablo, en su Epístola a los Romanos, concretamente, en los versículos 14 y 15 del capítulo 2 que, en efecto, cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia, y los juicios contrapuestos de condenación o alabanza. Esto, que en un principio, puede dar la impresión de ser, o tener, un sentido de lógica extensión del mensaje primero del Creador y, por eso, por el hecho mismo de que Pablo lo utilice no debería dársele la mayor importancia, teniendo en cuenta su propio apostolado. Esto, claro, en una primera impresión.

Sin embargo, esta afirmación del convertido, y convencido, Saulo, encierra una verdad que va más allá de esta mención de la Ley natural que, como tal, está en el cada ser de cada persona y que, en este tiempo de verano (o de invierno o de cuando sea) no podemos olvidar.

Lo que nos dice el apóstol es que, al menos, a los que nos consideramos herederos de ese reino de amor, nos ha de “picar” (por así decirlo) esa sana curiosidad de saber dónde podemos encontrar el culmen de la sabiduría de Dios, dónde podemos encontrar el camino, ya trazado, que nos lleve a pacer en las dulces praderas del Reino del Padre.

Aquí, ahora, como en tantas otras ocasiones, hemos de acudir a lo que nos dicen aquellos que conocieron a Jesús o aquellos que recogieron, con el paso de los años, la doctrina del Jristós o enviado, por Dios a comunicarnos, a traernos, la Buena Noticia y, claro, a todo aquello que se recoge en los textos sagrados escritos antes de su advenimiento y que en las vacaciones veraniegas se ofrece con toda su fuerza y desea ser recibido en nuestros corazones sin el agobio propio de los periodos de trabajo, digamos, obligado aunque necesario. Y también, claro está, a lo que aquellos que lo precedieron fueron sembrando la Santa Escritura de huellas de lo que tenía que venir, del Mesías allí anunciado.

Por otra parte, Pedro, aquel que sería el primer Papa de la Iglesia fundada por Cristo, sabía que los discípulos del Mesías debían estar

“siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza” (1 Pe 3, 15)

Y la tal razón la encontramos intacta en cada uno de los textos que nos ofrecen estos más de 70 libros que recogen, en la Antigua y Nueva Alianza, un quicio sobre el que apoyar el edificio de nuestra vida, una piedra angular que no pueda desechar el mundo porque es la que le da forma, la que encierra respuestas a sus dudas, la que brota para hacer sucumbir nuestra falta de esperanza, esa virtud sin la cual nuestra existencia no deja de ser sino un paso vacío por un valle yerto.

La Santa Biblia es, pues, el instrumento espiritual del que podemos valernos para afrontar aquello que nos pasa. No es, sin embargo, un recetario donde se nos indican las proporciones de estas o aquellas virtudes. Sin embargo, a tenor de lo que dice Francisco Varo en su libro “¿Sabes leer la Biblia “ (Planeta Testimonio, 2006, p. 153)

“Un Padre de la Iglesia, san Gregorio Magno, explicaba en el siglo VI al médico Teodoro qué es verdaderamente la Biblia: un carta de Dios dirigida a su criatura”. Ciertamente, es un modo de hablar. Pero se trata de una manera de decir que expresa de modo gráfico y preciso, dentro de su sencillez, qué es la Sagrada Escritura para un cristiano: una carta de Dios”.

Pues bien, en tal “carta” podemos encontrar muchas cosas que nos pueden venir muy bien para conocer mejor, al fin y al cabo, nuestra propia historia como pueblo elegido por Dios para transmitir su Palabra y llevarla allí donde no es conocida o donde, si bien se conocida, no es apreciada en cuanto vale.

Por tanto, vamos a traer de traer, a esta serie de título “Al hilo de la Biblia”, aquello que está unido entre sí por haber sido inspirado por Dios mismo a través del Espíritu Santo y, por eso mismo, a nosotros mismos, por ser sus destinatarios últimos.

Eclesiástico veraz

Eclesiático

Esto está escrito (Sir 1, 11-21; 11, 14-28 )

Sir 1, 11-21

11 El temor del Señor es gloria y motivo de orgullo, es gozo y corona de alegría.
12 El temor del Señor deleita el corazón, da gozo, alegría y larga vida.
13 Todo terminará bien para el que teme al Señor, él será bendecido en el día de su muerte.
14 El principio de la sabiduría es el temor del Señor: ella es creada junto con los fieles en el seno materno.
15 Anidó entre los hombres para siempre y permanecerá fielmente con su descendencia.
16 La plenitud de la sabiduría es el temor del Señor y ella los embriaga con sus frutos:
17 les colma la casa de bienes preciosos y con sus productos llena sus graneros.
18 La corona de la sabiduría es el temor del Señor: ella hace florecer el bienestar y la buena salud.
19 El Señor la vio y la midió, hizo llover la ciencia y el conocimiento, y exaltó la gloria de los que la poseen.
20 La raíz de la sabiduría es el temor del Señor y sus ramas son una larga vida.
21 El temor del Señor aleja los pecados: el que persevera en él aparta la ira divina.

Sir 11, 14-28

14 Bienes y males, vida y muerte, pobreza y riqueza vienen del Señor.
17 el don del Señor permanece con los buenos y su benevolencia les asegura el éxito para siempre.
18 Un hombre se enriquece a fuerza de empeño y ahorro, ¿y qué recompensa le toca?
19 Cuando dice: “Ya puedo descansar, ahora voy a disfrutar de mis bienes”, él no sabe cuánto tiempo pasará hasta que muera y deje sus bienes a otros.
20 Sé fiel a tu obligación, entrégate a ella, y envejece en tu oficio.
21 No admires las obras del pecador: confía en el Señor y persevera en tu trabajo, porque es cosa fácil a los ojos del Señor enriquecer de un solo golpe al indigente.
22 La bendición del Señor es la recompensa de los buenos, y en un instante él hace florecer su bendición.
23 No digas: “¿Qué me hace falta? ¿Qué bienes puedo esperar todavía?”.
24 No digas: “Ya tengo bastante; ¿qué males pueden sobrevenirme aún?”. 25 En los días buenos se olvidan los malos, y en los malos, se olvidan los buenos.
26 Porque es fácil para el Señor, en el día de la muerte, retribuir a cada hombre según su conducta.
27 Una hora de infortunio hace olvidar la dicha, y las obras de un hombre se revelan al fin de su vida.
28 No proclames feliz a nadie antes que llegue su fin, porque sólo al final se conoce bien a un hombre.

Es bien cierto que, por su interés, podríamos haber traído aquí todo el libro del Eclesiástico (también llamado Sirácida) Sin embargo, nos limitamos a hacer lo propio con aquello que se refiere a Dios, al Señor por ser buenas consejos que se nos proporcionan en tales versículos. Pero dejamos el resto como tarea para ser leído.

Pues bien, este Libro es uno de los conocidos como “sapienciales” y fue escrito (de aquí su nombre) por Ben Sirá, en el año 180 a.C. con el objeto de preservar la sabiduría de la fe judía que él entendió asediada por la cultura griega, entonces en expansión. Y es bien cierto que se trata de un Libro sabio como puede leerse de lo apenas aquí traído.

Pues bien, aquello referido al Señor, a Dios, nos sirve perfectamente para ponernos al día en nuestra relación con el Creador.

Así, por ejemplo, puede que se entienda el temor de Dios como algo malo que nos pudiera inducir a manifestar alejamiento de Quien nos ha creado. Sin embargo, este tipo de temor nos induce a comportarnos como quiere el Todopoderoso que nos comportemos.

En realidad, el temor de Dios no ha de entenderse como una emoción que nos perturbe sino como expresión de una voluntad concreta: renunciar al pecado y a los efectos que tiene el pecado en nosotros. Por eso dice el autor de este libro que el temor de Dios, su efectivo ejercicio y práctica por parte de los hijos del Creador, tendrá consecuencias tras nuestra muerte pues será tenido en cuenta como un comportamiento adecuado. Y es que “todo termina bien” para quien así actúa.

Ben Sirá conocía bien su fe judía. Por eso entendía fundamental no olvidar nunca que el temor de Dios era el camino exacto para cumplir con la voluntad de Dios por el camino de no tergiversarla o no olvidarla. Y es quien niega el temor de Dios hace lo propio con el pecado y ya no le importa infringir la norma divina establecida por el Todopoderoso. Entonces, todo aquello que como la carne, el mundo y el demonio pasa a ser aceptado por haber rechazado (por conveniencia egoísta) el santo y necesario temor de Dios.

Pero, por otra parte, este libro sapiencial incide en algo que es muy importante: todo es de Dios, su santa Providencia todo lo provee y debemos estar sometidos a la misma. Por eso todo procede del Señor y aunque pueda parecernos carente de sentido, también lo malo, aquello negativo que nos pasa, ha de ser voluntad de Dios aunque, claro está, lo es por interés nuestro aunque no nos demos cuenta, en principio, de que eso sea así.

Y es que el Creador, que todo lo conoce al respecto de nuestra vida, sabe lo que nos conviene. Por eso debemos perseverar en el cumplimiento de su voluntad y no aceptar en nuestra vida las asechanzas del Maligno y dejarnos caer en sus redes que son el pecado y el alejamiento de Dios.

Dios, que es Quien todo lo creó y mantiene, tiene reservada para nosotros la vida eterna. Pero para alcanzarla no basta con eso, que la haya preparado desde el principio de los tiempos sino que, como dice San Agustín, conviene nuestra intervención, nuestra personal acción de cara a la salvación que nos ganó Jesucristo, Hijo de Dios y hermano nuestro por parte de filiación divina.

Por eso, unos y otros seremos contemplados en el Juicio particular y, luego, en el Final. Y es que Dios, que todo lo sabe, conoce hasta lo más mínimo de nuestras acciones y, sobre todo, de las intenciones personales que las han hecho aparecer en nuestro corazón y, luego, las han hecho efectivas. Y por eso retribuye a cada uno según lo hecho y dicho.

Tengamos, pues, temor de Dios, pues, como decimos, nos puede condenar al fuego eterno, a las penas del infierno. Y actuemos en consecuencia, seamos coherentes y no fariseos.

Eleuterio Fernández Guzmán