27.08.14

A sus verdugos: Os perdono a todos, no sabéis el bien que me vais a hacer


Entre los asesinados el jueves 27 de agosto de 1936 han sido beatificados nueve: dos dominicos -José María López Carrillo y Pedro Ibáñez Alonso, que habían sido misioneros en China- y un capuchino -Quirino Díez del Blanco (padre Gregorio de La Mata)- en Madrid; otro sacerdote de la misma congregación en Dènia (Alicante); dos sacerdotes diocesanos en la provincia de Valencia; un sacerdote agustino -Florencio Alonso Ruiz-, un paúl en Asturias y un marista -Casimiro González García (el hermano Crisanto)- en la provincia de Lleida.

Perdonó con agradecimiento a sus asesinos

En Dènia (Alicante), el sacerdote capuchino Alejandro Mas Ginestar (padre Pedro de Benisa), de 59 años y natural de esa localidad alicantina, fue fusilado en La Alberca. Profesó en 1894 y recibió la ordenación sacerdotal en 1900. Estaba empeñado en la pastoral juvenil y en la catequesis de los niños; era predicador y confesor. Cuando se vio forzado a abandonar el Convento de la Magdalena de Massamagrell (Valencia), se refugió primero en casa de unos amigos y después en casa de una hermana suya en Vergel (Alicante). Lo detuvieron el día 26, y ya de noche se lo llevaron en coche. Murió perdonando y agradeciendo: «Os perdono a todos: no sabéis el bien que me vais a hacer».

Le habían expulsado el Viernes Santo y le insistieron en que renegara de Cristo

Ramón Martí Soriano, de 33 años y valenciano de Burjassot, fue ordenado sacerdote en 1926. Era coadjutor de Vallada (Valencia), donde se ocupó de la catequesis y de cuidar de los enfermos, atendiendo personalmente a un enfermo de lepra con el mayor sigilo, y haciendo de enfermero con el anciano párroco, de carácter difícil y de salud mental endeble. El Viernes Santo de 1936 le expulsaron del pueblo por haber animado a los fieles a perseverar hasta el martirio. Al estallar la guerra estaba en Burjassot, en la casa de una hermana casada, y siguió atendiendo a las hermanas trinitarias, de las que era capellán, hasta que se dispersaron. Pasaba los días en oración, vistiendo su sotana y serenando a sus familiares. El 27 de agosto fueron a buscarlo cuatro milicianos. Los recibió asegurándoles que no renegaría de Dios ni de su religión, y que podían matarlo si ser sacerdote era delito. Se despidió de su familia y fue llevado al comité. Se le propuso renegar de Jesucristo y así salvarse. Él se negó. Aquella noche insistieron en que renegara. Él dijo que no. Fue llevado a la carretera de Godella a Bétera y allí fusilado.

El párroco de Turís ofreció su vida y perdonó a sus asesinos

Fernando González Añón, de 50 años y valenciano de Turís, fue ordenado sacerdote en 1913. Tras varios destinos, en 1931 fue trasladado a su pueblo, donde impulsó el culto al Santísimo Sacramento y a la Virgen de los Dolores, patrona de la parroquia, y también la catequesis y la labor apostólica con los pobres y enfermos. Poco antes de julio de 1936 fue detenido por el ayuntamiento, por no consentir los atropellos cometidos con la iglesia y otros lugares sagrados de Turís. En la fiesta de la Inmaculada de 1934, día en que -treinta años antes, en 1904- fueron martirizados los seglares católicos de Valencia, Salvador Perles y Juan Perpiñá, hizo un ofrecimiento a la Virgen que repitió en estos días: «Madre de Dios de los Dolores, si queréis mi sangre para salvar a Turís, tomadla». El 27 de agosto de 1936, pistoleros a sueldo de paisanos suyos, le obligaron a dejar la casa rectoral y lo mataron en la carretera, en el término municipal de Picasent. Uno de los que se ufanaban de haber asesinado al párroco decía: «Después de unos tiros en el vientre, revolcándose por el suelo, aún gritaba: “Perdónalos, Señor. ¡Viva Cristo Rey!”». Se sabe también que sus últimas palabras fueron: «¡Señor mío y Dios mío!».

Superando el miedo, fue a predicar en la fiesta del Carmen

El paúl asesinado en Soto del Barco (Asturias) era Pelayo-José Granado Prieto, de 41 años y conquense de Santa María de los Llanos. Había hecho los votos en la Congregación de la Misión en 1916, y tras estudiar en Hortaleza (Madrid), se ordenó sacerdote en 1923, trabajando desde ese año en Écija y desde 1935 en Gijón, donde reconocía con frecuencia: «¡Tengo un miedo a este Gijón!». El 15 de julio alguien le sugirió que dijera a su superior que era imprudente salir a predicar un sermón para el día del Carmen, a lo que él se negó. Según relató el padre Lozano:
“Una noche, en un cafetucho, supe por los milicianos venidos del frente de Luarca después de una gran derrota, que, a causa del avance de las tropas nacionales, el pueblo en que había predicado el padre Granado había sido evacuado forzosamente por los rojos, y que de allí se habían traído a un cura, cuyas señas coincidían con las de nuestro buen hermano. Avisado por el párroco, el padre Granado, con sus hábitos sacerdotales, pues no había llevado ningún traje a prevención, se dispuso a ocultarse. Salió de casa en compañía del mismo párroco, que ya se había vestido de aldeano, y a través de los campos se dirigieron a una casita aislada.

—Vaya usted a aquella casita —le dijo el Párroco—, que yo iré a esconderme en otra.

Como un mendigo, con la zozobra y la ansiedad pintadas en su rostro, nuestro hermano llamó a las puertas de aquella casa que no conocía, mendigando cobijo. Triste y sangrante realidad. Los que el Sr. Cura creía amigos, como tantos otros, en las horas de bonanza, se negaron a recibirle. Tenían miedo de verse comprometidos. El pobre padre tuvo que volverse a la casa rectoral. Ninguna más conocía en el pueblo, adonde había ido por primera vez. Estaba sola la hermana del Sr. Párroco. Sola y atemorizada, se siente desfallecer, cuando ve llegar al que para seguridad suya había despedido hacía un momento. Lo recibió como las circunstancias lo permitieron, y se dispuso a esconderle. Todo inútil. Apenas habían recorrido la casa en busca de algún escondite seguro, una turba de forajidos comenzó a golpear la puerta, entre amenazas y blasfemias. Venían a por el párroco y el fraile.

A pesar de que la mujer logró ahuyentar a los perseguidores, que fueron a buscar una autorización del comité, el religioso no quiso marcharse: Horas después los energúmenos, en mayor número, exaltados con el documento ridículo en las manos y perfectamente armados, entraban en la casa arrollando a su defensora, se echaban sobre el pobre padre desamparado y lo cargaban en una camioneta, para llevarle como un cordero al lugar del suplicio. Se desconoce cómo murió".

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