10.09.14

 

Se las prometían muy felices. Salían a la mar con alegría y mucho viento a favor. Estaban convencidos de que surcarían las aguas con prestancia y ligereza. Nada de calmas chichas que dejan los barcos cual si hubieran echado el ancla. Pronto estarían llenando las bodegas de pescado robado al líquido elemento.

La tripulación estaba entusiasmada. Se creían los mejores marinos del mundo mundial. Sí, había algunos que advertían que tanta confianza en las capacidades propias podían quedar en nada si la naturaleza hacía de las suyas y recomendaron no alejarse demasiado de la costa, pero fueron acusados de agoreros y cobardes.

Una vez en alta mar, cuando ya no había tiempo de dar marcha atrás, las cosas se complicaron. El viento aumentó su intensidad, las olas empezaron a zarandear el barco cual si fuera una cáscara de nuez y, para colmo, parecía que el capitán estaba empeñado en tomas las decisiones equivocadas.

Los prudentes levantaron entonces la voz. Dijeron: “¿no os lo advertimos? Solo vosotros, necios, erais incapaces de ver que se acercaba una galerna“. Pero la reacción del resto fue echarles la culpa de la calamidad que amenazaba con hundir el barco y a todos los que en él estaban. En vez de trabajar unidos para mantenerlo a flote, acabaron enzarzándose en una pelea.

Entonces un joven, recién salido de la adolescencia, encargado de asistir al clérigo anciano obeso y borrachín que “atendía” espiritualmente a los marineros, apareció en cubierta con un custodia de hierro, oxidada y llena de mugre, pero con el mejor tesoro en ella. Y dijo: “o clamamos a Cristo o nos hundimos“.

Muchos se rieron de él: “¿Acaso eso que llevas entre manos puede parar las olas?“; otros dijeron que no podían perder el tiempo rezando mientras el barco estaba en claro peligro de naufragio. Y no pocos simplemente optaron por no mirar siquiera a la cara del chaval y al rostro de Aquél a quien portaba. Pero entonces el clérigo anciano, obeso y borrachín, conmovido por la valentía de su acólito, apareció en cubierta y cual si hubiera recibido la fuerza de un ángel, clamó a gran voz: “Miserables despojos humanos. Estáis a punto de presentaros ante el Señor y osáis mofaros del único de nosotros que ha pensado en Él para sacarnos de la locura en la que nuestra soberbia nos ha metido“.

Nunca habían visto antes semejante brillo en su mirada. De su cuerpo andrajoso y malherido por el pecado emanaba una fuerza que no podía ser igualada por la tormenta que les llevaba al abismo.

Todos, sin excepción, doblaron sus rodillas en tierra ante el chaval que mantenía en alto la Custodia: “Señor, sálvanos que perecemos” (Mat 8,25). Y el Señor repitió el milagro del Mar de Galilea. Por la poca fe de aquellos hombres y por la gran fe del joven fiel y del sacerdote converso,”increpó a los vientos y al mar y sobrevino una gran calma” (Mt 8,26).

Una vez salvos, el clérigo se acercó al chaval y le preguntó: “¿Cómo se te ha ocurrido hacer eso?“. El crío dijo: “Mientras rezaba, me acordé de la visita del ángel del Señor a san Pablo en el barco que le llevaba a Italia y que estaba a punto de naufragar y me dije: `Aquí a mi lado tengo a alguien más grande que un ángel´“. Y añadió: “ahora le toca a usted salvarles de algo más peligroso que la muerte física“.

La totalidad de la tripulación se confesó con el clérigo anciano, obeso y borrachín antes de regresar a tierra. Y ninguna de esas almas se perdió, pues todas recordaron durante el resto de sus vidas al joven portando entre sus brazos a Aquel a quien los vientos oyen y las aguas obedecen. Fue mayor el milagro de su redención que el de la salvación del naufragio.

Mayor es la barca de Pedro que aquel barco. No hay tormenta, pasada o que llegue en el futuro, que la pueda hundir. Ni siquiera las miserias, soberbias y peleas de quienes estamos en ella. Siempre habrá un joven y un viejo converso dispuestos a despertar a Cristo a tiempo. Igual pasa con tu vida. Si crees que estás a punto de naufragar, ya estás tardando en acercarte a adorarle e implorar que te salve.
 

Luis Fernando Pérez Bustamante