17.09.14

 

Bruno Moreno nos ha hecho el regalo de traducir al español una carta de San Jerónimo a San Amando de Burdeos. Dado que el primer santo, autor de la Vulgata, es muy conocido, os diré que el segundo, francés, fue un obispo que se dedicó a evangelizar pueblos paganos y que combatió la herejía del priscilianismo. Dada la sabiduría bíblica de San Jerónimo, era normal que algunos obispos le consultaran asuntos de interpretación de la Sagrada Escritura, necesarios para guiar al pueblo por los caminos de santidad.

San Amando quería saber si podía comulgar una mujer cuyo primer marido había incurrido en el pecado de adulterio y sodomía y se había divorciado de ella, a lo cual siguió un segundo matrimonio de ella. San Jerónimo no deja lugar a las dudas. Citando la Escritura afirma que tal cosa no es posible. Pero llama mucho la atención este pasaje de la carta:

No hace falta que me cuentes historias sobre violencia, la insistencia de una madre, la severidad de un padre, la multitud de parientes, los trucos y la insolencia de los criados o las pérdidas de bienes. Mientras su marido esté vivo, aunque sea adúltero y homosexual, esté manchado por todos los crímenes y se haya divorciado de su esposa movido por sus propias maldades, sigue siendo su marido y no puede casarse con otro. No es el Apóstol quien decide esto por su propia autoridad, sino Cristo que habla a través de él.

Algunos pensarán que San Jerónimo no ejercía caridad cristiana alguna. Más bien hay que pensar que la ejerció en grado sumo. De lo que se trata es de la salvación de las almas. Y las almas no se salvan si viven en pecado mortal sin arrepentirse. Cuando existe un peligro real de condenación eterna, las palabras melifluas y contemporizadoras pueden ser contraproducentes. Si tú ves a tu hijo pequeño arrimar su mano al enchufe de la electricidad, no le dices cantando en plan Mary Poppins: “oh, pequeñín, has de saber que aunque comprendo tu necesidad de pasártelo bien y no tengo la menor intención de permitir que vivas infeliz, quiero que sepas que te conviene no meter tus lindos deditos en esos agujeros“. No, más bien le pegas un grito tremebundo -”¡NIÑO, SAL DE AHÍ AHORA MISMO!“- mientras corres hacia él para evitar que se electrocute.

Es más, si ves que la criatura tiene la tendencia a buscarse una desgracia, tomarás las medidas necesarias en tu casa para que no pueda causársela. Pues bien, mayor desgracia que la condenación eterna no hay. Y la Iglesia tiene el deber de impedir que sus hijos se pierdan.

Todo buen padre- y toda buena madre, que vea que uno de sus hijos ha enfermado gravemente, no se limitará a quedarse a su lado mientras permanece prostrado en la cama. Llamará al médico, le llevará al hospital, se endeudará hasta donde sea necesario para comprar las medicinas y el tratamiento pertinente.

Es por ello que San Jerónimo indica, como padre y como médico, cuál es la medicina necesaria para la salvación de esa mujer:

Así pues, si esta hermana […] desea recibir el Cuerpo de Cristo y no ser considerada una adúltera, debe hacer penitencia. Al menos desde el momento en que emprenda una nueva vida, todas las relaciones conyugales con su segundo marido deben cesar. Sería más correcto llamarlo adúltero que marido.

Como vemos, la llama hermana. No es una mujer ajena a la fe. Ha sido regenerada por las aguas del bautismo. Pero están en claro peligro de condenación por adulterio. Si quiere dejar de ser adúltera, debe dejar de mantener relaciones sexuales con su segunda pareja. Bien, eso es exactamente lo mismo que la Iglesia indica hoy a los divorciados vueltos a casar. Cito de la exhortación apostólica “Familiaris Consortio”:

La reconciliación en el sacramento de la penitencia —que les abriría el camino al sacramento eucarístico— puede darse únicamente a los que, arrepentidos de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo concretamente que cuando el hombre y la mujer, por motivos serios, —como, por ejemplo, la educación de los hijos— no pueden cumplir la obligación de la separación, «asumen el compromiso de vivir en plena continencia, o sea de abstenerse de los actos propios de los esposos»
(FC, 84)

Alguno dirá que eso es imposible. Quien así piense desconoce el poder de la gracia de Dios, que nos hace verdaderamente libres para no vivir en pecado. Pisotean vilmente la misericordia de Dios quienes proponen que se haga uso de ella para justificar una situación de pecado. Pisotean la cruz de Cristo quienes proponen una solución al adulterio que pase por negar su gravedad y no indicar el camino de salvación a los adúlteros.

Ahora que estamos ante un nuevo sínodo donde se tratará este tema, suena con voz de trueno las palabras del santo:

Si encuentra que esto es difícil y que es incapaz de dejar a un hombre al que ha entregado su amor, si pone los placeres sensuales por encima de nuestro Señor, que tenga en cuenta la afirmación del Apóstol: ‘No podéis beber de la copa del Señor y de la copa de los demonios. No podéis participar de la mesa del Señor y de la mesa de los demonios’ (1 Co 10,21). Y también dice: ‘¿Qué unión hay entre la luz y las tinieblas? ¿Qué armonía entre Cristo y Belial?’ (cf. 2Co 6,14-15).

Vamos a ser claros, porque es mucho lo que nos jugamos. ¿De parte de quién están aquellos que proponen que se puede comulgar siendo adúltero? ¿De Cristo o de Belial? No nos sorprendamos de que en un sínodo haya participantes que proponen la mentira, porque eso ha ocurrido infinidad de veces a lo largo de la historia. Pero tengamos muy claro que son herejes. Que buscan que la Iglesia se desvíe doctrinalmente, bajo mil excusas disfrazadas de bondad. Y sepamos igualmente que Dios jamás permitirá que ellos triunfen. Al menos de forma definitiva. En el latrocinio de Éfeso pareció imponerse el error, pero finalmente triunfó la verdad en Calcedonia. Cristo siempre reina en su Iglesia.

San Jerónimo reconoce que la sanación del pecado duele. Pero no queda otro remedio:

Por lo tanto, te ruego que la confortes y la animes a buscar la salvación. La carne que está enferma debe ser cortada y cauterizada. No hay que culpar al tratamiento sino a la herida si el cirujano muestra una severidad misericordiosa que resguarda no resguardando de la verdad y sólo es cruel para hacer el bien.

La Iglesia está para confortar y animar a los fieles a buscar la salvación. Y si tal cosa duele, la solución no es evitar el dolor sino acompañar al que lo sufre. Ese mismo sufrimiento puede ser penitencia por los errores cometidos, no causa de alejamiento de la santidad que nos conduce a Dios. Y tal cosa solo es posible si en verdad predicamos sobre la gracia y su papel de todo cristiano. La solución es gracia sobre gracia, no buenas palabras que tapan la gravedad del pecado. Y mucho menos falsas misericordias que lo encubren y justifican.

Luis Fernando Pérez Bustamante