26.09.14

Avisó a sus verdugos de que serían medidos con la medida que usaban


Seis son las personas beatificadas entre las que fueron asesinadas el sábado 26 de septiembre de 1936. En la provincia de Valencia: dos hermanas de la doctrina cristiana sexagenarias -sor María del Calvario y sor Amparo-, un cooperador dominico y un capuchino, en Madrid un amigoniano -el padre León María de Alacuás, y un salesiano -Antonio Cid Rodríguez- en Bilbao.

Un patrón para el Museo de las Artes y las Ciencias

A Rafael Pardo Molina, valenciano de 36 años, las necesidades de su familia le habían impedido consagrarse a Dios hasta los 20 años, y al no poder estudiar optó por ser hermano cooperador en la orden dominicana, trabajando como sacristán. Procuró poner a buen recaudo los utensilios sagrados, para evitar su profanación. Al mismo tiempo maduraba la idea martirial bajo el lema de que lo mejor es «sellar con la propia sangre la fe en Jesucristo». Reclamó ante el ayuntamiento por el expolio de cosas sagradas y la custodia del convento, y consiguió que quedasen protegidos. Denunciado, cambió de refugio, pero fue descubierto, detenido y fusilado en la carretera de Valencia a Nazaret, en el Azud de Oro (Acequia del Oro, en la imagen en amarillo), en la ribera del Turia.

 

Fusilado junto a su padre, su hermano y otros 11 a los que absolvió

Julio Esteve Flors (el padre Buenaventura de Puzol), de 39 años y natural de esa localidad valenciana, era un sacerdote capuchino de la comunidad de Masamagrell, que había hecho la profesión perpetua en 1918. Se doctoró en Roma y allí fue ordenado sacerdote en 1921. Profesor de Filosofía y Derecho Canónico en el Estudiantado Capuchino de Orihuela, además de predicador, llegada la revolución se refugió en la casa paterna en Carcaixent. El 24 de septiembre fue arrestado por orden del comité de Puçol alegando que tenía que prestar declaración. En la noche del día 26 fue llevado al cementerio de Gilet. Había otros 13 presos que iban a ser fusilados con él, entre ellos su padre y su hermano, y a todos ellos se dirigió y les dio la absolución sacramental. Antes de morir avisó a sus verdugos de que serían medidos con la medida que ellos entonces usaban, palabras que tuvieron que recordar al ser juzgados en la posguerra.

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