29.09.14

Pío XII sobre Francisco Castelló: "será modelo de los jóvenes del mundo"


Ocho de los asesinados el 29 de septiembre de 1936 han sido declarados beatos: tres jesuitas y un capuchino -Santiago (de Rafelbuñol) Mestre Iborra, martirizado con sus ocho hermanos- en Valencia, tres salesianos -Francisco y Virgilio Edreira, más José Villanova- en Madrid y un laico alicantino en Lleida.

A uno de los jesuitas lo denunció un residente del asilo donde se había escondido

Darío Hernández Morató, valenciano de Buñol y de 56 años, decidió su vocación religiosa con 16 e ingresó en la Compañía de Jesús en 1896, haciendo sus últimos votos en 1915 y ordenándose sacerdote. Fue prepósito de la casa profesa de la Compañía de Jesús en Valencia. Cuando la República disolvió la compañía, la comunidad se dividió en dos grupos o caetus, a los que el padre Hernández dirigió y apoyó espiritualmente. Durante la guerra pasó de un refugio a otro porque era expresamente buscado, hasta que a comienzos de septiembre fue apresado y llevado a la cárcel. Procuró dar ánimo y consolar a los demás presos con él. Fue llevado al Picadero de Paterna y fusilado.

Con él fusilaron a Vicente Sales Genovés, de 55 años y de El Grao de Valencia, que profesó en 1915 como hermano coadjutor, haciendo sus últimos votos en 1926. Fue portero en el noviciado de Gandía y luego en la casa profesa de Valencia, ciudad en la que fue arrestado. A la hora de morir gritó vivas a Cristo Rey.

Pablo Bori Puig, de 72 años, se ordenó sacerdote en Tarragona en 1888, y tras tres años en una parroquia, ingresó en la Compañía de Jesús (1891), donde hizo los últimos votos en 1904. Estuvo en las casas de Barcelona, Veruela (Zaragoza) y Gandía. Fue procurador del Sanatorio de Fontilles y, con la República y la expulsión de los jesuitas, fue director espiritual de los jesuitas dispersos. Se quedó a vivir en Valencia, dando ejercicios espirituales. Durante la guerra se refugió en el Asilo de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, pero fue denunciado por uno de los asilados y asesinado en el distrito de Benimaclet.

Aunque ninguna causa de beatificación de mártires jesuitas ha llegado a feliz término -ahora hay una en proceso-, estos tres, como el resto de jesuitas mártires beatificados, han llegado a los altares gracias a que una diócesis -en este caso la de Valencia- los incluyeron en sus causas (la de la beatificiación de 2001 en concreto).

“No soy fascista. Si ser católico es un delito, acepto muy a gusto ser delincuente”

Francisco de Paula Castelló Aleu, alicantino de 22 años, último de los hijos —sus hermanas se llamaban Teresina y María— de un obrero industrial y una maestra; quedó enseguida huérfano de padre y desde los 15 años también de madre. Estudió la enseñanza media en Lleida con los maristas. Después terminó Ingeniería Química en Sarrià en 1934, con 19 años. Su título de ingeniero químico será reconocido en febrero de 1936 por la Universidad de Oviedo. Militó en la Federación de Jóvenes Cristianos de Cataluña y a título personal repartía pan, ropa o dinero y daba catequesis en el barrio del Canyeret. Ayudaba a los obreros de la industria química Cros, en la que era jefe de sección, según se detalla en el libro Cantando hacia la muerte: «Por la noche, testifican los empleados, nos reunía en su gabinete de trabajo a varios obreros y nos daba lecciones de química, física, matemáticas y otros conocimientos, de cuyas explicaciones procuraba sacar siempre alguna moraleja o finalidad apologética».

Los desprecios no le frenaron para seguir repartiendo prensa católica el día establecido por los obispos (29 de junio, incluso en 1936), ni para protestar por una blasfemia escuchada de un mando militar (ingresó en el Ejército el 1 de julio de 1936): «Ruego al señor oficial que se limite a su obligación y se abstenga de herir los sentimientos de los creyentes. Se lo ruego en virtud de las propias leyes de la República. Yo soy católico y me siento ofendido». Siendo soldado, evitó que fuera pasado por las armas un centenar de civiles desarmados que estaban ya ante las ametralladoras, en los primeros días de la guerra: «¿Qué vais a hacer? ¿Vais a dar un espectáculo de sangre? Es mejor que los llevéis a la prisión y que sean juzgados y así pagará el realmente culpable». Él mismo fue detenido el 20 de julio y el 12 de septiembre será trasladado del castillo a la cárcel provincial. Un familiar, destacado revolucionario, le ofreció una vía de salvación, firmando una renuncia a sus creencias: «Si has venido para que dé un paso atrás pierdes el tiempo», respondió, advirtiendo que se negaría cien veces si otras tantas le repetía la oferta.

Así intervino ante el tribunal que le condenó a muerte el 29 de septiembre:

Presidente: ¿Qué respondes a las pruebas que te acusan de fascista?

Francisco: Yo no soy fascista. Nunca he militado en partido político alguno.

Fiscal: Tenemos pruebas. En tu casa y en el despacho de la fábrica donde trabajas se han encontrado libros que demuestran tu contacto con dos naciones fascistas.

Francisco: En mi casa y en los laboratorios de la fábrica no habéis podido encontrar otra cosa que libros de estudio. Por mi condición de químico estudiaba el italiano y el alemán, imprescindibles en esta ciencia. Como quiera que en Lérida no hay profesores que enseñen estos idiomas, seguía lecciones por radio. Las emisoras respectivas, a semejanza de otras, me enviaban folletos y textos. No me movía otro afán que el de perfeccionarme en mi profesión.

Fiscal: En fin, terminemos: ¿eres católico?

Francisco: Sí, eso sí. ¡Soy católico!

El fiscal pidió la pena de muerte, «que Francisco escuchó con la sonrisa en los labios y sus ojos despedían una luz rebosante de felicidad, como si le hubieran anunciado la gloria; desde luego lo era para él. Al decirle el presidente que podía defenderse, contestó: «No hace falta. ¿Para qué? Si el ser católico es un delito, acepto muy a gusto ser delincuente, ya que la mayor felicidad que puede encontrar una persona en este mundo es morir por Cristo. Y si mil vidas tuviera, las daría, sin dudar un momento, por él. Agradezco, por consiguiente, la posibilidad que me ofrecéis de asegurar la eterna salvación». La sentencia se ejecutó la misma medianoche del 29, en las puertas del cementerio. Frente al paredón, Francisco dijo: «¡Un momento, por favor! Os perdono a todos. ¡Hasta la eternidad!».

Entre la condena en el salón de actos municipal y la ejecución, animó a otros cinco condenados:

—Bueno, chicos; lo que hemos de hacer cada cual es prepararnos y encomendar nuestra alma a Dios, pues el tiempo se hará corto y aún falta despedirnos de la familia.

Sacó lápiz y papel y, sirviéndole de mesa el banco de piedra adosado al muro del calabozo, inició la escritura de unas cartas, empezando por una para su novia y terminando con su director espiritual («padre»), con tal calma que en la última aprovechó para hacer un croquis para resolver un problema industrial sobre unas válvulas.

“Estimada Mariona:

Nuestras vidas se unieron y Dios ha querido separarlas. A él ofrezco con toda la sinceridad posible el amor que te tengo; mi amor intenso, puro y sincero. Siento tu desgracia, no la mía. Debes estar orgullosa: dos hermanos y tu prometido. ¡Pobre Mariona mía! Me acontece una cosa extraña. No puedo sentir aflicción alguna por mi muerte. Una alegría extraña, interna, intensa, fuerte, me invade todo. Me siento envuelto en ideas alegres como un presentimiento de la Gloria. Quisiera hablarte de lo mucho que te he amado y de la ternura que te reservaba, de lo felices que hubiéramos sido. Pero para mí todo eso es secundario. He de dar un gran paso. Una sola cosa he de decirte: cásate si puedes. Yo desde el Cielo bendeciré tu unión y tus hijos. No quiero que llores, no lo quiero. Debes estar orgullosa de mí. Te amo. No tengo tiempo para más.

Francisco.

Estimadas:

Acaban de leerme la pena de muerte. Nunca he estado más tranquilo que ahora. Tengo la seguridad que esta noche estaré con mis padres en el Cielo. Allí os espero a vosotras. La providencia de Dios ha querido escogerme […]. He tenido una suerte inmensa que no sé cómo agradecer a Dios […]. Voy con gusto a la muerte […]. No quiero de ninguna manera que me lloréis. Es lo único que os pido. Estoy muy muy contento. Teresina: sé valiente. ¡No llores! Yo soy el que ha tenido una suerte inmensa que no sé cómo agradecer a Dios […]. Perdona las penas y sufrimientos que te he causado involuntariamente. Yo siempre te he querido mucho. No quiero que llores, ¿sabes? María: ¡pobre hermanita mía! Tú también serás valiente y no te herirá este golpe de la vida. Si Dios te da hijos dales un beso de mi parte, de su tío que los querrá desde el Cielo. A mi cuñado un fuerte abrazo. De él espero que será vuestra ayuda en esta vida y sabrá sustituirme. Tía: en este momento siento un agradecimiento profundo por todo lo que usted ha hecho por nosotros.

Dentro de unos años nos encontraremos en el Cielo.

Querido Padre:

Le escribo estas letras estando condenado a muerte y faltando unas horas para ser fusilado. Estoy tranquilo y contento, muy contento. Espero poder estar en la Gloria dentro de poco rato.”

El papa Pío XII —que sucedió a Pío XI el 2 de marzo de 1939—, leyó estas cartas y comentó: «Será este joven uno de los primeros mártires de España y el modelo de los jóvenes de Acción Católica del mundo. Así saben morir nuestros hijos de la noble España».

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