¿Queremos ser santos?

 Cuando llega un día tan señalado, espiritual y litúrgicamente hablando como es el primero de noviembre, siempre recordamos, porque lo merecen, a todos nuestros hermanos en la fe a los que se les ha otorgado el título de “santo” porque lo fueron en vida y porque, tras la muerte, se ha podido demostrar la intervención, la suya, en la solución de determinado problema humano. Decimos, entonces, que se cumplen los requisitos para que un creyente católico sea santo y, en efecto, se le inscribe en el Libro a tal menester creado.

Santos, a lo largo de historia, ha habido muchos. No hay más que leer cualquier calendario debidamente preparado (no los mundanos, precisamente) para darnos cuenta que cada día hay muchas personas a las que se les ha considerado tales y podemos recordarlos a fin de servir, además, de ejemplo para nosotros. Y es que se santo, como puede verse, no es imposible.

Sin embargo… ¿de verdad queremos ser santos?

San Josemaría, en sus “Conversaciones” aporta ciertas pistas acerca de qué significa ser santos. Nos dice, en el número 62 de tal libro esto:

“Querer alcanzar la santidad —a pesar de los errores y de las miserias personales, que durarán mientras vivamos— significa esforzarse, con la gracia de Dios, en vivir la caridad, plenitud de la ley y vínculo de la perfección. La caridad no es algo abstracto; quiere decir entrega real y total al servicio de Dios y de todos los hombres; de ese Dios, que nos habla en el silencio de la oración y en el rumor del mundo; de esos hombres, cuya existencia se entrecruza con la nuestra”.

Y luego, en el número 856 de “Forja”, esto otro: 

“La santidad —cuando es verdadera— se desborda del vaso, para llenar otros corazones, otras almas, de esa sobreabundancia.

Los hijos de Dios nos santificamos, santificando. ¿Cunde a tu alrededor la vida cristiana? Piénsalo a diario.”

Algo, pues, sabemos sobre lo que significa la santidad, sobre lo que es ser santo.

Pero nosotros, los discípulos de Cristo, sabemos a Quien  debemos imitar y cuál es el camino hacia la santidad porque nos marca la senda, comportamiento, hechos y doctrina del Hijo de Dios, por la que tenemos que caminar para llegar al definitivo Reino de Dios.

De muchas maneras se puede definir la palabra “Santo”. Por ejemplo, es santa aquella persona que ha amado a Dios sobre todas las cosas, cumpliendo, así, su voluntad

Por tanto, por la forma del amor, a nadie le está vedado ser santo sino, al contrario, favorecida tal posibilidad porque depende de nuestra voluntad cumplir tal mandamiento divino. Y hay muchos creyentes católicos a los que se les ha reconocido tal manifestación del amor.

Pero, ¿de verdad eso queremos que nos convenga?

Es bien cierto que ante la situación de la fe por la que pasa nuestra sociedad, bien podemos exclamar, con San Josemaría (ya citado arriba el llamado santo de lo ordinario), lo que éste dice en el nº 301 de su libro “Camino”: “Un secreto. —Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos. —Dios quiere un puñado de hombres “suyos” en cada actividad humana. —Después… “pax Christi in regno Christi” —la paz de Cristo en el reino de Cristo”.

Por su parte, el emérito Benedicto XVI, al referirse a un día como el de hoy, pero en 2007, dejó dicho que el cristiano “ya es santo, pues el Bautismo le une a Jesús y a su misterio pascual, pero al mismo tiempo tiene que llegar a ser santo, conformándose con Él cada vez más íntimamente”. Entonces “A veces se piensa que la santidad es un privilegio reservado a unos pocos elegidos. En realidad, ¡llegar a ser santo es la tarea de cada cristiano, es más podríamos decir, de cada hombre!”.

Realidad de Cristo, por tanto, es que los hijos de Dios formamos parte del Cuerpo de Aquel (imagen, ésta, dotada de mucha fuerza, porque representa todo el depósito de la fe en la que vivimos y existimos)

Por otra parte, refiere el evangelista Mateo una expresión de Jesucristo que centra, muy bien, la cuestión de la santidad porque supone, en realidad, un buen punto de partida para la consideración por la cual a determinados creyentes se les acaba elevando a los altares: “sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48) que es, más exactamente, una parte de lo que sigue al Sermón del Monte en el que predicó acerca de las Bienaventuranzas. Y es buscando tal perfección como, con errores incluidos, los santos han acabado siendo santos.

Tenían (tenemos) que ser, pues, perfectos, aunque sabemos que no es, tal realidad espiritual, nada fácil de conseguir. Por eso, vale la pena recordar lo que en el Génesis (17,1) dice Dios: “Anda en mi presencia y sé perfecto” porque, al menos, nos dice que tenían que tener presente, siempre, a Dios en sus vidas y tal presencia la transformaron en fruto y así poder decirse de tales creyentes lo que San Josemaría dice y que no es otra cosa que “Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo” (número 2 de “Camino”). Y, así, tal aceptación de lo que fue la existencia del Hijo de Dios se vio reflejada en las circunstancias de los que, con el tiempo, serían santos.

Sin embargo, y abundando sobre este importantísimo tema y para que tengamos conciencia de lo que la santidad supone, el Concilio Vaticano II, en la Constitución Lumen gentium (11) dejó dicho que “Todos los fieles, cualesquiera que sean su estado y condición, están llamados por Dios, cada uno en su camino, a la perfección de la santidad, para lo que el mismo Padre es perfecto”. Entonces, “A todos los cristianos nos pertenece, por propia vocación, buscar el reino de Dios, tratado y ordenado según Dios los asuntos temporales” (Ibídem, 31). Y eso es lo que hicieron los santos aunque bien sabían que, como dejó escrito san Pablo en la Segunda Epístola a los de Corinto (4,7) “Llevamos este tesoro en vasos de barro para que aparezca que la extraordinaria grandeza del poder es de Dios y que no viene de nosotros“. Perseveraron y, en cierto sentido y ya en vida, vencieron a la tendencia muy humana de huir de lo que nos cuesta esfuerzo, entrega o trabajo.

Ordenar la vida según Dios es lo que, fundamentalmente, les acercó a la santidad, lo que les procuró el Amor del Padre y lo que, al fin y al cabo, les hizo ser santos. Y eso es lo que, a nosotros mismos, nos acerca al Padre y nos puede convertir en santos, hacer que convirtamos nuestro corazón en tal sentido.

Todo responde, de todas formas,  a la voluntad de Dios, como bien recogen las Sagradas Escrituras:

“Sed santos para mí, porque yo, Dios, soy santo, y os he separado de las gentes para que seáis míos”, en Lev 20,26.

“Pero el que guarda sus palabras, en ese la caridad de Dios es verdaderamente perfecto. En esto conocemos que estamos en Él”, en 1Jn 2,5.

“Por cuanto que en Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante Él en caridad”, en Ef 1,4.

Ser santos, pues, como vemos, no es algo de otra galaxia sino de un comportamiento acorde con la voluntad de Dios. Otra cosa, bien distinta, es que queramos apurar tal cáliz de Verdad.

Eleuterio Fernández Guzmán