IV. La razón y la fe

 

El acto de creer

«Creer es pensar con asentimiento»[1]. Esta definición de San Agustín fue asumida por Santo Tomás, al afirmar que la fe sobrenatural como acto, que brota  de la correspondiente virtud teologal, cualidad permanente o hábito sobrenatural, es una acción del entendimiento. En este sentido de la fe como acto de la virtud, se puede decir que: «Creer es un acto del entendimiento, que asiente a una verdad divina por el imperio de la voluntad movida por Dios»[2].

La fe se distingue de la razón científica, porque  no tiene la intrínseca evidencia del contenido de la ciencia. También su certeza es distinta de la certeza de la razón histórica, que  se apoya en testimonio humano. Asimismo, no es idéntica al sentimiento religioso, porque no se apoya ni en la imaginación ni en la sensibilidad. Tampoco es una opinión, porque en la fe hay total certeza. Ni es como la visión beatífica, cuyo objeto se ve claramente, y en la fe lo conocido es de modo mediático y oscuro. Con la fe, se dice en la Escritura: «ahora vemos por un espejo y oscuramente, pero entonces veremos cara a cara»[3].

 

Racionalidad de la fe

La fe es racional, pero, por su carácter sobrenatural,  trasciende toda razón o inteligencia natural. Por un lado, todo lo creído, el objeto de la fe, es sobrenatural: «Las verdades de fe exceden la razón humana; no caen, pues, dentro de la contemplación del hombre, si Dios no las revela. A unos, como a los apóstoles y a los profetas, les son reveladas por Dios inmediatamente, y a otros les son propuestas por Dios mediante los predicadores de la fe por Él enviados».

Por otro, también es sobrenatural el acto interior de creer, porque: «El hombre, para asentir a las verdades de fe, es elevado sobre su propia naturaleza, y ello no puede explicarse sin un principio sobrenatural que le mueva interiormente, que es Dios». La gracia de Dios mueve a la voluntad para que el entendimiento acepte el contenido sobrenatural de la revelación.

Además de la moción interior de la gracia, puede hablarse de otra causa que interviene en el asentimiento de la fe, aunque por si misma es insuficiente. Esta causa es «inductiva exteriormente, como el milagro presenciado o la persuasión del hombre que le induce a la fe. Ninguno de estos motivos es causa suficiente, pues viendo un mismo milagro y oyendo la misma predicación, unos creen y otros no creen»[4].

Los milagros y la predicación exterior son causas exteriores inductivas  de la fe, que concurren a creer, son causas insuficientes. Se necesita una causa interior suficiente, que pueda elevar al hombre sobre su naturaleza, dada la trascendencia del objeto al que se refiere la fe. Esta causa interior no puede ser, por ello, ninguna de las facultades humanas. Es un principio interior sobrenatural, la gracia divina, infundida por Dios individualmente para que se dé el asentimiento de la fe.

Según lo dicho, hay que concluir que: «La fe es engendrada y nutrida mediante la persuasión exterior que la ciencia produce. Más la causa principal y propia de la fe es la moción interior a asentir»[5]. La  gracia de Dios es la que mueve a la voluntad humana. «El creer depende, ciertamente, de la voluntad del hombre; pero es necesario que la voluntad humana sea preparada por Dios mediante la gracia para que pueda ser elevada sobre la naturaleza»[6].

Explicaba Benedicto XVI, en su catequesis sobre la fe, que con la revelación, Dios  desvela en parte su misterio ––lo necesario para nuestra salvación––, que siempre está más allá de nuestra razón y de todas las vías para llegar a Él. Con los contenidos de la fe, Dios: «se hace accesible», pero además: «a nosotros se nos hace capaces de escuchar su Palabra y de recibir su verdad. He aquí entonces la maravilla de la fe: Dios, en su amor, crea en nosotros —a través de la obra del Espíritu Santo— las condiciones adecuadas para que podamos reconocer su Palabra. Dios mismo, en su voluntad de manifestarse, de entrar en contacto con nosotros, de hacerse presente en nuestra historia, nos hace capaces de escucharle y de acogerle»[7].

 

 

 

Confirmaciones de la inteligibildad de la fe

Si la fe es una actividad del pensamiento, el creer no es un acto irracional.  La fe tiene una racionalidad propia. Santo Tomás lo confirma con dos razones. La primera, por ser un acto de la inteligencia humana. «Creer es inmediatamente acto del entendimiento, porque su objeto es la verdad, que propiamente pertenece a éste; en consecuencia, es necesario que la fe, principio propio de este acto, esté en el entendimiento como en sujeto»[8].

Con el acto de fe, la razón del hombre no queda rebajada ni anulada. Con la aceptación de su presupuesto filosófico o racional,  la veracidad Dios, cuya existencia también demuestra la metafísica, la inteligencia humana realiza un acto propiamente humano, porque reconoce la infinita grandeza de Dios. Vive la humildad metafísica al admitir que la Verdad es otro nombre de Dios como el del Ser y Bondad infinita.

La segunda razón, que prueba que  la fe  tiene una racionalidad, o inteligibilidad propia, es porque es, más concretamente, un acto de pensar, que constituye un pensamiento o juicio. Como cualquier otro acto judicativo implica un asentimiento, o certeza, el aspecto subjetivo de todo juicio, que consiste en la adhesión individual a su verdad.

Diferencias entre los saberes de la fe y de la ciencia

Entre la racionabilidad o inteligibilidad  del saber de la fe y de la ciencia se advierten dos diferencias. La primera es que la certeza de la fe no está determinada por el objeto, ni conocido inmediatamente, como en el caso de los primeros principios, ni tampoco por medio de otros, mediatamente, tal como se da en la demostración. Es la voluntad, dispuesta por la gracia de Dios, la que mueve al asentimiento firme.

Aunque no exista indagación directa, la fe es un conocimiento perfecto como el científico, y en este sentido está alejada de la opinión, que es imperfecto. De ahí que:  «Es esencial a la ciencia que aquello que se conoce se juzgue imposible ser de otro modo, mientras que de la esencia de la opinión es juzgar que aquello que uno conoce puede ser de otra manera. Ahora bien, lo que se admite por fe, dada la certeza de la misma, se considera imposible pueda ser de otra manera»[9].

La fe proporciona un conocimiento perfecto, aunque en el acto de fe, el pensamiento o indagación propia no se ha obtenido del acto de la propia visión intelectual, sino de un acto de la voluntad actuada por la moción divina de la gracia. Comporta una certeza perfecta, e incluso, por su origen mayor que la de la ciencia Incluso, es más cierta y firme que cualquier otra certeza natural. «La fe es absolutamente más cierta, mientras las otras certezas pueden serlo más relativamente en orden a nosotros»[10].

La segunda diferencia entre la fe y la ciencia es que en esta última  no hay dudas sobre el conocimiento de sus objetos, y si, en cambio, en la fe, de manera que se puede dar la llamada duda de la fe. «Esa duda no es de parte de la causa de la fe sino respecto de nosotros, en cuanto nuestro entendimiento no alcanza plenamente las verdades de fe»[11].

 Lo que dice la fe es más cierto que lo que la razón humana puede alcanzar con cualquier certeza científica. Santo Tomás lo explica con este claro ejemplo comparativo: «Como uno de poca ciencia está más cierto de lo que oye a un sabio que de lo que juzga por su propia razón. Con mayor motivo el hombre está más cierto de lo que oye de Dios, que no puede engañarse, que de lo que ve con su propia razón, que puede engañarse»[12].

 

Las relaciones entre la razón y la fe

San Agustín relacionaba la fe y la razón desde una concepción amplia y unitaria de sabiduría cristiana, que englobaba la religión y la filosofía, sin vincularlas, ni identificarlas. Aunque afirmaba la superioridad de la fe sobre la razón, no había trazado los límites entre lo natural y lo sobrenatural. En cambio, Santo Tomás, sin dejar de asumir esta definición agustiniana de fe,   pudo establecer  la neta distinción entre razón y fe, entre la filosofía y la teología y mantener a la vez la primacía de la fe.

Con unos presupuestos del mismo San Agustín, el Aquinate establece tres principios que le sirven para fijar siempre las relaciones entre lo sobrenatural y lo natural.

El primer principio capital y directivo lo enuncia así: «La gracia no anula la naturaleza, sino que la perfecciona»[13]. La gracia se armoniza,  sin violentarla, con la naturaleza. Completa su bondad y la sana en sus imperfecciones.

En el segundo principio, se establece, por ello, que: «La gracia presupone la naturaleza, al modo como una perfección presuponen lo que es perfectible»[14]. Todo, menos el mal en sí mismo, es sanado y elevado por la gracia e incluso es apto para constituirse en instrumento de la salvación. La gracia no anula la naturaleza y la presupone.

Se sigue de ello el tercer principio: la gracia restaura a la naturaleza en su misma orden. La gracia perfecciona no sólo sobrenaturalmente, elevándola en un plano inmensamente superior, sino también en su misma línea natural. El hombre, en su situación de naturaleza afectada por el pecado original:  «Necesita del auxilio de la gracia, que cure su naturaleza»[15].

 

 Relación armónica

En el  espíritu o en el entendimiento, la fe sobrenatural se armoniza con la razón natural. La fe guarda una relación armónica con la razón. La armonía, o la correspondencia mutua,  de la razón y la fe, o entre la teología filosófica o natural y la teología sobrenatural, se funda en la existencia de un doble orden de verdades referentes a Dios: verdades accesibles a la razón humana, y verdades que, siendo también racionales, sobrepasan capacidad de la razón del hombre[16].

            Una verdad que sobrepase la capacidad de la razón humana es, por ejemplo,  que Dios es uno y trino. Un ejemplo de verdad sobre Dios, que puede ser alcanzada por la razón natural, es la existencia y la unidad de Dios, que incluso demostraron los filósofos  de la antigüedad clásica, siguiendo la luz natural de la razón.

            La razón humana no puede llegar por sí misma hasta las verdades sobrenaturales, porque nuestro conocimiento en esta vida tiene su origen en los sentidos y no puede captar todo lo que está fuera de su ámbito. Puede así conocer algo actuando intelectualmente en lo sensible. Lo obtenido son verdades naturales, que  tienen su principio sólo en la razón humana.

No es posible, por tanto, inferir verdades sobrenaturales sobre Dios por medio de lo sensible. Las que se obtienen se refieren a Dios de manera limitada, únicamente en lo que se infiere de su relación con el mundo.

Lo sensible, efecto de Dios, no lleva al descubrimiento de las verdades sobrenaturales, o las que se refieren a su substancia o interioridad, porque los seres sensibles no tienen suficiente entidad o perfección para conducirnos a ver en ellos  lo que la substancia divina es, puesto que son efectos inadecuados a la entidad o perfección de su causa. Lo sensible no lleva a las verdades sobrenaturales, pero, sí, y, sin esfuerzo, al conocimiento de que Dios existe y otras verdades, que tienen relación con lo creado, y, que, son, por tanto, verdades naturales.

Se sigue del diferente origen de las verdades naturales y de las verdades sobrenaturales una primera consecuencia de esta distinción: no se pueden reducir las verdades sobrenaturales a verdades naturales. Una segunda es que no se puede rechazar como falso todo lo se que afirma de Dios, aunque la razón humana no lo haya podido  descubrirlo, como hace el llamado racionalismo teológico, que elimina las verdades sobrenaturales.

El entendimiento humano, además,  no sólo es insuficiente frente a las verdades sobrenaturales, sino que es también insuficiente en el conocimiento de las cosas sensibles. Se ignoran muchas propiedades estas cosas, y las más de las veces  no se pueden conocer perfectamente las conocidas. De la insuficiencia y dificultad  de la razón humana para descubrir la inteligibilidad de las substancias imperfectas creadas, se sigue que todavía tendrá una insuficiencia y dificultad muchísimo mayor para conocer la substancia perfectísima de Dios. Sostener lo contrario, no es, por tanto, racional.

 

Creer con el corazón

A diferencia de estas tesis de Santo Tomás, en nuestros días es frecuente, como ha notado el papa Francisco, considerar que: «creer sería algo parecido a una experiencia de enamoramiento, entendida como algo subjetivo, que no se puede proponer como verdad válida para todos». La fe, al igual que el amor, se concibiría como experiencias que pertenecen al orden del sentimiento, no como algo que tenga relación con la razón o la verdad.

Es cierto que el amor implica afectividad. Es sentimiento, pero no se reduce a él, porque el amor tiene que abrirse y encaminarse hacia la persona amada para unirse a ella de un modo duradero. Se requiere así una voluntad libre que la quiera, que la ame con amor de donación. Para ello, se necesita de la razón y de la verdad.

Por consiguiente, como explica el Papa: «Sólo en cuanto está fundado en la verdad, el amor puede perdurar en el tiempo, superar la fugacidad del instante y permanecer firme para dar consistencia a un camino en común». El amor verdadero: «unifica todos los elementos de la persona y se convierte en una luz nueva hacia una vida grande y plena». El amor sin la verdad ni consigue superar el aislamiento o soledad de su sujeto, ni vencer al tiempo presente, ni la construcción de una vida fructífera.

El amor necesita de la verdad, pero también la verdad necesita del amor. «Amor y verdad no se pueden separar. Sin amor, la verdad se vuelve fría, impersonal, opresiva para la vida concreta de la persona». La luz de la verdad  se amplia con el amor. «El amor es experiencia de verdad, que él mismo abre nuestros ojos para ver toda la realidad de modo nuevo, en unión con la persona amada».

Podría decirse, por consiguiente, que el amor es un conocimiento, tiene su «verdad». El amor: «lleva consigo una lógica nueva. Se trata de un modo relacional de ver el mundo, que se convierte en conocimiento compartido, visión en la visión de otro o visión común de todas las cosas».

Algo semejante ocurre con  la fe. «La razón creyente y el amor (…) se hacen uno solo para llegar a contemplar a Dios, cuando el entendimiento se hace «entendimiento de un amor iluminado»[17], un amor que es fuente de conocimiento.                                    

            Esta descripción de la relación ente la fe y el amor, permite comprender la expresión de San Pablo: «Con el corazón se cree»[18]. Por  corazón, en el lenguaje bíblico, hay que entender: «el centro del hombre, donde se entrelazan todas sus dimensiones: el cuerpo y el espíritu, la interioridad de la persona y su apertura al mundo y a los otros, el entendimiento, la voluntad, la afectividad»[19].

            Al igual, que,  como decía el aviador y escritor francés de la primera mitad del siglo XX, Antoine de Saint-Exupéry, «sólo se ve bien con el corazón»[20], se posee el saber de la fe con el corazón, con el amor de caridad. Siempre se conoce realmente cuando se ama.

            Con el corazón se consigue la unidad en la verdad, que no le parece posible al hombre de nuestros días, porque le «resulta muy difícil concebir una unidad en la misma verdad». Además, le «da la impresión de que una unión de este tipo se opone a la libertad de pensamiento y a la autonomía del sujeto»[21].

En cambio, la experiencia de la verdad y del amor en el  corazón, revela  que: «en el amor es posible tener una visión común, que amando aprendemos a ver la realidad con los ojos del otro, y que eso no nos empobrece, sino que enriquece nuestra mirada»[22].

            Otro Papa, San Juan XXIII, al conferir al Ateneo Pontificio Angelicum, en Roma, el título de Pontificia Universidad de Santo Tomás, el 7 de marzo de 1963, visitó personalmente este prestigioso centro universitario de los dominicos. Después de destacar el valor del pensamiento del Aquinate, lo sintetizó con una expresión, que resumiría esta doctrina: «Sapientia Cordis»[23].

 

Eudaldo Forment

 


 
[1] SAN AGUSTíN, De praedestinatione sanctorum, c. 2.
[2] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, II-II, q. 2, a. 9.

[3] 1 Cor 13, 12.

[4] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, II-II q. 6 a. 1 in c.
[5] Ibíd., II-II q. 6 a. 1 ad 1.
[6] Ibíd., II-II q. 6 a. 1 ad 3.

[7] Benedicto XVI, Audiencia general, 17 octubre de 2012.

[8] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, II-II q. 4 a. 2 in c.

[9] Ibid., II-II q. 1 a. 5 ad  4.

[10] Ibid., II-II, q. 4 a. 8 in c.
[11] Ibid., II-II, q. 4 a. 8 ad 1. Si en la fe se puede dar la llamada duda de la fe, lo es por parte del hombre, no en sí misma o absolutamente. Es una tentación y debe tratarse como todas las tentaciones.
[12] Ibid., II-II, q. 4 a. 8, ad 2..
[13] Ibíd.,  I, q.1 a.8, ad 2.
[14] Ibíd., I, q.2, a.2 ,ad 1.

[15] Ibíd., I-II, q.109, a.3,  in c.

[16] Cf. IDEM, Suma contra los gentiles, I, c. 3.
[17] PAPA FRANCISCO, Lumen fidei, II, n. 27.
[18] Rm 10,10.
[19] PAPA FRANCISCO, Lumen fidei, II, n. 26
[20] ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY. Le petit prince, Paris, Gallimard, 1997, p. 72.
[21] PAPA FRANCISCO, Lumen fidei, II, n. 20.
[22] Ibíd., n. 47.
[23] Cf. JAIME BOFILL, «La nueva universidad de Santo Tomás de Aquino in urbe», en Cristiandad (Barcelona), 385 (1963), p. 60.