Evangelización, proselitismo y cómo san Olav convirtió a los noruegos

 

¿Cómo llevar a nuestros hermanos a Jesucristo? ¿Cómo anunciarles más eficazmente que Dios les ama tanto que se ha hecho hombre para salvarlos? En definitiva, ¿cómo evangelizar?

Pregunta que se han hecho todos los cristianos desde los tiempos apostólicos: cuando uno se sabe amado por Jesús y trata, según su limitada capacidad, de corresponder a ese amor, nace el deseo de compartir ese amor con quienes nos rodean, de hacerles partícipes de ese tesoro. Ya lo decía Santo Tomás: el bien es difusivo por naturaleza.

El Papa Francisco ha vuelto en repetidas ocasiones esta cuestión clave que siempre acompañará a la Iglesia en su caminar por la historia para afirmar la siguiente idea: “La Iglesia no crece por proselitismo, crece por atracción; la atracción testimonial de este gozo que anuncia Jesucristo”.

Evidentemente, la evangelización no es obra humana, sino obra de la gracia, y en consecuencia el protagonismo no es nuestro, sino del mismo Dios. Estamos pues hablando aquí de nuestro modo de actuar en relación a la transmisión de la fe, algo de gran relevancia pero que no deja de ser secundario ante la acción de la gracia, verdadera protagonista, que actúa como Dios quiere, a menudo por caminos que, humanamente, pueden parecer imposibles o ilógicos. Así, planes muy racionales y detallados pueden quedar sin ningún fruto y acciones imperfectas y aparentemente fracasadas pueden ser utilizadas por Dios para que muchos reciban y acojan el don de la fe. Sentada esta premisa, fundamental, me permito compartir algunas reflexiones personales a raíz de las palabras del Papa.

El Papa Francisco critica el proselitismo, que considera una falsa y estéril vía para evangelizar. Hay que ver, en primer lugar, qué entiende el Papa por proselitismo. El diccionario de la Real Academia lo define como “celo por ganar prosélitos”, donde prosélito es la “persona incorporada a una religión”. En este sentido, celo porque quienes nos rodean conozcan y amen a Jesucristo, nada se le puede reprochar al proselitismo. Si por el contrario se considera que el proselitismo es, como se afirma en el Youcat, “aprovecharse de la pobreza intelectual o física de otros para atraerlos a la propia fe“, parece claro que todo cristiano debe rechazar este proselitismo.

Otra cuestión es la dicotomía que presenta el Papa: proselitismo o testimonio. Parece que todo se reduzca a elegir entre una u otra. Estas dicotomías son didácticas, pues centran la atención en dos rasgos contrapuestos, pero son también una simplificación que deja fuera muchos otros aspectos y no refleja la riqueza de la realidad. Chesterton mostró cómo precisamente en la Iglesia católica las aparentes contradicciones encuentran su lugar y son reconciliadas: lo católico no es elegir esto o lo otro, sino esto y lo otro, incluso aunque parezca una paradoja insoluble. Así la Iglesia puede ser festiva y grave a un tiempo, espiritual y carnal, hablar con lenguaje jurídico o con lenguaje poético…

Otro tanto ocurre con la evangelización: todo sirve, todo puede ser tomado por Dios como instrumento imperfecto a través del cual hacernos el regalo de su gracia. Proselitismo (entendido como la Real Academia) y testimonio, sí, pero también oración, y liturgia, y leyes, y arte, y cultura, y martirio, y labor asistencial, y…  

Además, si uno atiende un poco a la historia de la Iglesia, se llevará algunas sorpresas. Me pasó a mí cuando, leyendo el libro del historiador francés Paul Veyne sobre la época de Constantino, descubrí que el número de católicos en el siglo IV no era muy grande y además estaba bastante estancado (para Veyne es prueba de que la actuación de Constantino es sincera, pues si se hubiera movido únicamente por cálculos humanos no hubiera apostado por los minoritarios cristianos). Los paganos se asombraban al ver cómo los cristianos se amaban entre sí, como indican los Hechos de los Apóstoles, pero lo cierto es que esa evangelización basada principalmente en el ejemplo se había estancado tras casi tres siglos de testimonio. Por contra, la conversión de Constantino y las leyes que dieron libertad a la Iglesia en primer lugar, y más adelante la convirtieron en religión oficial del Imperio, fueron el catalizador para que la fe fuera abrazada por millones de almas.

Otro ejemplo histórico que no encaja en nuestra visión actual de que la evangelización funciona siempre y de modo único a través del testimonio es el de la llegada del Evangelio a Noruega. Recuerdo aún la sorpresa que me causó cuando leí un artículo de la profesora, antigua ministra de asuntos exteriores noruega y en varias ocasiones cabeza de la delegación vaticana ante instituciones internacionales, Janne Haaland-Matlary, en el que explicaba la evangelización de su país, que no encaja precisamente con lo que hoy en día esperaríamos, pero de la que Dios también se valió y bendijo. Un lugar especialmente salvaje y refractario a la buena nueva cristiana, donde periódicamente llegaban pacíficos monjes que eran, también periódicamente, asesinados sin piedad en su totalidad. Veamos algunos párrafos extraídos del escrito de Janne Haaland-Matlary:

“En torno a 1010 encontramos a Olav Haraldsson, posteriormente san Olav, cuyo nombre significa “orientado a la guerra, el pillaje y el vandalismo en el mar”. Se encuentra en la costa española, en Gibraltar. Allí, según nos cuenta la saga, tiene el sueño de que debe volver a Noruega para introducir el cristianismo, la “nueva fe”.

[…]

Fue bautizado en 1012 por el obispo de Rouen y volvió a Noruega para cristianizar el país y llevarlo bajo su mando.

[…]

Olav sabía –y aquí está la clave- que la introducción del cristianismo no era competencia de la esfera privada, sino que, al contrario, era cuestión de sidaskipti, de cambiar los sitten o usos y costumbres morales de la sociedad.

[…]

Como era de esperar, no fue una empresa muy popular. Olav navegó de fiordo en fiordo por toda la costa noruega, luchando en todas partes con los jefes locales. En la mayoría de los lugares habían conservado las costumbres y sacrificios paganos. Olav les dio un ultimátum: o cambiaban de bando, o sus granjas arderían. Asedió a quienes optaron por la guerra, y concedió privilegios a quienes eligieran la “nueva fe” y se dejaran bautizar. Evidentemente, no se hacía énfasis en la conversión interior –eso llegaría posteriormente, cuando los sacerdotes que habían recibido su educación en el extranjero se establecieron en Noruega-, sino en el cambio de los usos, la ética, es decir, de la ley de la sociedad. Supuso muchas controversias, ya que la práctica común del infanticidio estaba muy arraigada, igual que el privilegio masculino de la libertad sexual. La enseñanza cristiana sobre fidelidad corporal parecía absurda, igual que la indisolubilidad del matrimonio.

[…]

La ley que Olav luchó físicamente por introducir en cada ting de Noruega e Islandia fue la verdadera base de la sociedad y allanó el camino para la llegada, aproximadamente un siglo después, del trabajo del cardenal Breakespear. El autor noruego Sigrid Undset comenta que, desde entonces, la ley cristiana se conoció como “ley de san Olav”, y se hacía preceder de las siguientes palabras: “Ante la fuente de nuestra ley nos arrodillaremos hacia el este y rezaremos al santo Cristo por la paz y prosperidad, para que nuestra tierra siga bien y nos mantengamos leales a nuestro rey, y con él a Cristo, amigo de todos”.

O sea, que por supuesto, y de modo ordinario, es el testimonio del enamorado de Cristo el que atrae, pero en algunas ocasiones tampoco se pueden descartar métodos un poco más expeditivos (al menos si se trata de lidiar con los bárbaros escandinavos).