Otro hallazgo imaginario: "El Pithecanthropus Erectus"

 

Otro hallazgo imaginario:
El Pithecanthropus Erectus (“Hombre de Java”)
Otro de los grandes “hallazgos” que marcó un hito en la historia de la antropología, fue el del conocido Pithecanthropus Erectus.

 

Su historia comienza allá por 1890 cuando un notable personaje, el joven Eugene Dubois dejaba una sólida y segura perspectiva de práctica médica en Holanda para acoplarse como médico del ejército colonial holandés que iría en búsqueda del “eslabón intermedio” en la lejana Isla de Java, Oceanía.

Dubois, según nos informa el antropólogo Donald Johanson, “apenas sabía nada de fósiles” y “nunca había visto de cerca un fósil homínido”[1], pero suplía esta falencia con un admirable espíritu de aventura y con un entusiasmo a toda prueba, producto seguramente de su condición de ferviente darwinista. Al llegar allí, encontró en poco tiempo lo que sigue: tres muelas y un trozo de cráneo; veinte metros más allá un fémur (retengamos esto); y sin ninguna otra razón –obviamente– dio por sentado que eran del mismo individuo a quien bautizó con el nombre de su “Pithecanthropus Erectus”. Repitamos: tres muelas, un trozo de cráneo y veinte metros más allá un fémur.

La mayoría de los antropólogos de la época y de la primera mitad del siglo, consideró que el fémur en cuestión era muy similar al humano pero que tanto la bóveda craneal como las muelas eran claramente simiescas[2]. Dubois, sin embargo, se empecinó en asociar a toda costa los tres hallazgos.

Las celebridades de la antropología comenzaron a dudar de dicha asociación, como fue el caso de Alfred Romer, para quien “el hallazgo original consistía meramente de una bóveda craneal con la que estaban más o menos dudosamente asociados un fémur y varios dientes… Si el fémur está correctamente asociado –decía–, el Pithecanthropus Erectus había ya logrado una postura erecta”[3].

Aun más explícito respecto a esta asociación entre el fémur (o “los fémures”, porque Dubois encontró otros más tarde) y el resto de los fósiles, fue el conocido antropólogo francés Camille Arambourg: “los seis fémures recogidos por Dubois son en efecto, desde todo punto de vista idénticos a los de los hombres actuales y sus dimensiones corresponden a individuos de talla relativamente elevada (1,60 – 1,70 m.), lo que no guarda relación con la pequeñez constante de los cráneos de Pitecantropo y sus caracteres arcaicos… (es posible) que dichos huesos (los fémures) provengan de depósitos más recientes… y por el momento es aconsejable no tomarlos en cuenta”[4].

Pero hay dos cosas que no se dijeron: la primera es que Dubois, el gran descubridor del Pitecántropo, encontró también en las cercanías del lugar del hallazgo, en Wadjack y en la misma capa geológica, dos cráneos enteros, perfectamente humanos que ocultó cuidadosamente durante treinta años y que recién reveló en 1922 cuando un hallazgo semejante estaba a punto de ser anunciado[5]. ¿Por qué? La respuesta es obvia: porque nunca podría un antepasado coexistir con su descendiente. Además ¿qué razón valedera habría entonces para atribuir el fémur –que es humano– al Pitecantropo y no a estos verdaderos hombres?

La segunda y aun más importante es que a partir de 1935 y hasta su muerte acaecida en 1940, el mismo Dubois, ya acorralado por sus críticos, se vio obligado a confesar que la mayoría de los restos fósiles encontrados por él y que llevaban el nombre de “Hombre de Java” ¡no eran sino restos de un simio de gran tamaño![6], abandonando así la posición anterior de que se trataba de un semi-hombre o un semi-simio. En fin: un intervalo lúcido o un arrepentimiento tardío que los científicos se cuidaron de no hacerlo circular.

La historia del Hombre de Java, sin embargo, se siguió repitiendo hasta el cansancio y hasta el día de continuamos pensando que se trataba de un fósil “serio”. Basta con investigar un poco en internet para que nos salgan miles de páginas con la referencia al supuesto “hallazgo” del eslabón perdido, cuando hasta el mismo “descubridor” tuvo que confesar su falsedad…


Nos valemos en este post de la juiciosa obra del médico argentino Raúl Leguizamón (cfr. Raúl Leguizamón, Fósiles polémicos, Nueva Hispanidad, Buenos Aires 2002, 160 pp.) que resumimos aquí. Tanto las citas utilizadas como el modo de aplicarlas, corresponden a este opúsculo; véanse también del mismo autor La ciencia contra la Fe, Nueva Hispanidad, Buenos Aires 2001; 52 pp. y En torno al origen de la vida, Nueva Hispanidad, Buenos Aires 2001, 140 pp.

El Dr. Raúl Leguizamón se doctoró en medicina en la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina). Cursó además estudios en universidades de EE.UU., Alemania y Japón. Durante veintidós años ejerció como anatomopatólogo del Hospital San Roque, de la ciudad de Córdoba, de cuya Comisión de Bioética fue miembro. Ha sido docente de Histología, Embriología y Genética y de Anatomía Patológica en la Universidad Nacional de Córdoba, y desde el año 2003 dirige el Instituto Creacionista de la Universidad Autónoma de Guadalajara (Méjico). Ha dado conferencias y publicado libros sobre temas de su especialidad, destacándose en particular por denunciar los errores del evolucionismo en cualquiera de sus modalidades, incluida la sedicente católica.


 

[1] Donald Johanson y Maitland Edey, El primer antepasado del hombre, Planeta, 1982, p. 27.

[2] Valeriano Anderez, Hacia el Origen del Hombre, Univ. Pontificia, Comillas, Santander, 1956, p. 144 y ssgtes.

[3] Alfred Romer, Vertebrate Paleontology, Univ. of Chicago Press, 1966, p. 226.

[4] Camille Arambourg, La Génesis de la Humanidad, Eudeba, 1977, p. 121.

[5] Herbert Wend, Tras las Huellas de Adán, Noguer, Barcelona, 1958, p. 315.

[6] William Howell, Mankind in the Making, Doubleday Press, N. York, 1967, p. 155. Citado por Duane Gish, Evolution, the Fossils say No, Creation Life Pub., California, 1979 p. 125. También Ref. 19, p. 119 y Ref. 28, p. 147.