Con motivo de la fiesta de los Santos Mártires del Siglo XX en España, que se celebró ayer 6 de noviembre, en la diócesis de Málaga celebran la memoria de dos beatos de la Iglesia que dieron la vida por su fe: el antequerano Enrique Vidaurreta, que fue rector del Seminario, y el diácono Juan Duarte, que murió a los 24 años de edad en 1936. Su hermana, la religiosa carmelita Carmen Duarte, conserva vivos 78 años después, los recuerdos de este mártir de la persecución religiosa. Carmen Duarte, quien concedió la entrevista a la Diócesis de Málaga, define a su hermano Juan como “Una joya para toda la Iglesia” y espera viajar pronto a Roma para la canonización de su hermano.

P. ¿Qué recuerdos tiene de su hermano?

R. Éramos seis hermanos, de los que solo quedo yo. Nuestros padres eran muy religiosos. Si me asomaba a ver alguna pelea en la calle, mi padre me hacía entrar y me castigaba. Sin embargo Juan, ocho años mayor que yo, no podía remediarlo: si escuchaba blasfemias en la calle salía y se tenía que callar el que fuera.

P. ¿Cómo era Juan?

R. Era muy bueno, sólo venía a casa en el tiempo de vacaciones, no perdía ocasión de estar en “su seminario”. Cuando estaba en el pueblo, daba catequesis a los niños y los tenía locos de contentos porque les cantaba, jugaba con ellos… En casa, después de la cena, rezábamos el Rosario. Yo solía acostarme y le decía que me avisara cuando fueran a empezar, pero mi sueño era tan profundo que él nunca conseguía despertarme. Cuando las cosas se pusieron más feas, y en 1931 echaron a los seminaristas del Seminario, mi hermano llegó con los pies hinchados de tanto andar por los montes desde la capital. Recuerdo que mi padre salió en su busca, y ya en Pizarra lo encontró. Después de aquello le dijo “Juan, quédate, no vayas, que a ver dónde para esto”, pero él no consintió y dijo “yo me voy a mi Seminario”. Estaba deseando que lo llamara el rector. No vivía para otra cosa más que para el Seminario. Moría por él. Cuando se lo llevaron yo estaba en casa de una bordadora, haciéndole un alba y un amito (un paño rectangular de lino blanco que el sacerdote se colocaba bajo el alba) para cuando se ordenara. De hecho, los milicianos encontraron en mi casa una estampita de la Virgen que llevaba mi nombre, y preguntaron “¿Dónde está esta niña?” Mi madre dijo “No lo sé, salió pero no sé a dónde”. Menos mal, porque si no me madre se hubiera visto con los dos presos… Cuando yo llegué a mi casa él ya no estaba, y mi madre lloraba y lloraba. Ella murió de eso, por la pena que le produjo aquello.

P. ¿Guarda usted rencor o ha perdonado a quienes lo martirizaron?

R. Al principio no los quería ver, pero si él perdonó, yo también, claro. Él decía entre los compañeros que si le llegaba la hora del martirio, no tendría capacidad, pero el Señor se la dio, ¡vaya si se la dio!

P. ¿Usted le reza?

R. Yo le rezo mucho, le pido por la Iglesia, por la familia, por unos sobrinos que han tenido unos chiquillos, por otra que espera otro… por todo.

P. ¿Qué la enamoró a usted del Carmelo?

R. Cuando murió mi hermano, me vino el Carmelo. Yo me decía “¿qué va a ser de mí? Yo no me quedo en el mundo”. Y se lo dije al cura de Yunquera, D. Antonio Segovia, y le dije “me voy al Carmelo”. Y hablé con las madres de Málaga, que me escribieron todo lo que necesitaba para entrar, pero después mi padre me dijo que no le gustaba Málaga porque el hábito era muy gordo y me fuera a enfermar. Don Antonio me dijo entonces “¡Pues en Ronda hay carmelitas!” Y así vine aquí. Mi madre se puso muy mala al poco tiempo (falleció a los tres meses de mi ingreso) pero no dejó a mis hermanas que me avisaran, aunque yo era todavía postulante, para que no me fuera a querer quedar en casa y perdiera mi vocación. Estaba muy feliz de verme religiosa carmelita.

(Ana María Medina – Diócesis de Málaga)