Insistiremos sin cesar en hablar del poder de la gracia

En el contexto de la nueva evangelización, de la alegría del evangelio, del llamado del papa Francisco a salir a las periferias, es necesario saber con qué contamos para que la labor que realicemos dé el fruto que solo puede producir Dios

Si el Señor nos llama a ser pescadores de hombres, tenemos que saber cuál es nuestra caña de pescar, cuáles nuestras redes, cuál nuestra barca. 

Pues bien, por más que les pese a algunos, nunca hablaremos suficiente de la gracia de Dios. Y por más que les pese a otros muchos, nunca nos cansaremos de escribir sobre la misma. Eso implicará que nos repetiremos, que citaremos los mismos versículos bíblicos, las mismas citas de santos, padres y doctores de la Iglesia, así como del magisterio pontificio. Así debe ser, pues sería muy pretencioso por nuestra parte creer que podemos predicar mejor sobre la gracia, siquiera sea por escrito, usando nuestro propio lenguaje en vez del de la Escritura y aquellos que nos han precedido en la fe como maestros.

Podemos seguir, sin ir más lejos, el ejemplo de Jesucristo:

Desde entonces comenzó Jesús a predicar y a decir: Convertios, porque se acerca el reino de Dios.

Marco 4,17

y no he venido yo a llamar a los justos, sino a los pecadores a penitencia.

Luc 5,32

Y el de San Pedro:

Pedro les contestó: Arrepentios y bautizaos en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo.

Hech 2,38

Y el de San Pablo:

… anuncié primeramente a los que están en Damasco, y Jerusalén, y por toda la tierra de Judea, y a los gentiles, que se arrepintiesen y se convirtiesen a Dios, haciendo obras dignas de arrepentimiento.

Hech 25,20

Parece claro que debemos predicar el arrepentimiento. Pero ¿de qué se arrepentirá aquel que no tiene conciencia de pecado o de la gravedad del pecado? 

¿Cuántos saben esto?

Pero ahora, libres del pecado y hechos esclavos de Dios, tenéis por fruto la santificación y por fin la vida eterna. Pues el salario del pecado es la muerte; pero el don de Dios es la vida eterna en nuestro Señor Jesucristo.

Rom 6,22-23

Y aunque la conciencia es el primer vicario de Cristo y pocos podrán alegar ignorancia invencible respecto a su condición pecadora, ¿cómo podrán arrepentirse si no somos instrumentos dóciles en manos de Dios para convencerles de su absoluta necesidad de implorar el perdón?

El primer fruto de la gracia es, pues, convencer al hombre de su condición pecadora y la necesidad del arrepentimiento. Y el verdadero pescador de hombres no esconderá esa realidad a aquellos que son objetos de su pesca. Al contrario, la sacará a la luz, la sacará fuera del agua. No para juzgarla, sino para sanarla. Ese es el gran error de aquellos que piden que callemos ante los pecados de los hombres. Acusan al que hace tal cosa de ser justiciero. Pero, insistamos, no se trata de señalar el pecado para condenación sino justo para lo contrario.

Pero Dios no pretende solo que el hombre se reconozca pecador y busque su perdón. Dios exige la santidad.

Como hijos de obediencia, no os conforméis a las concupiscencias que primero teníais en vuestra ignorancia, antes, conforme a la santidad del que os llamó, sed santos en todo, porque escrito está: “Sed santos, porque santo soy yo”.

1 Ped 1,14-16

Y la exige porque la concede. 

Y poderoso es Dios para acrecentar en vosotros todo género de gracias, para que, teniendo siempre y en todo lo bastante, abundéis en toda obra buena,

2ª Cor 9,8

Lejos de nosotros esa doctrina luterana por la cual el hombre justificado queda prácticamente incapaz de obrar mejor que el hombre no redimido. La justificación y santificación, que emanan de la gracia, no son meros decretos legales. Son la obra continua de Dios en el alma humana, de manera que sus hijos se comportan como verdaderos hijos de Dios y no como esclavos de la mundanidad y el pecado.

Efectivamente, 

Dios es el que obra en vosotros el querer y el obrar según su beneplácito.

Fil 2,13

Por tanto, no hay excusa para no andar en santidad. Lo que sí hay es paciencia cuasi infinita de Dios para que procedamos a arrepentirnos.

No retrasa el Señor la promesa, como algunos creen; es que pacientemente os aguarda, no queriendo que nadie perezca, sino que todos vengan a penitencia.

2ª Ped 3,9

Ningún pescador de hombres engañe a sus “peces” con la idea de que se puede estar en comunión con Dios y seguir con una vida de pecado

Si dijéremos que vivimos en comunión con El y andamos en tinieblas, mentiríamos y no obraríamos según verdad. 

1Jn 1,6

Ahora bien, como todavía no somos perfectos, debemos reconocer nuestros pecados para que Dios nos perdone y nos limpie:

Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos y la verdad no estaría en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es El para perdonarnos y limpiarnos de toda iniquidad.

1 Jn 1,8-9

El Señor no nos deja solos en el camino hacia la santidad. Hay gracia en la oración. Hay gracia en los sacramentos de su Iglesia. Hay gracia en la intercesión de los santos, muy especialmente de María, Madre de gracia, Madre de misericordia. Y sobre todo, hay gracia en la inhabitación del Espíritu Santo en el hombre redimido. En verdad se dice que somos templos de Dios. 

¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros

1ª Cor 3,16

¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis?  Habéis sido comprados a precio. Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo.

1ª Cor 6,19

Nadie se agobie. Nadie se sienta abrumado por la llamada a la santidad. Llevamos el yugo de Cristo. Y como dijo San Agustín:

Cualquier otra carga te oprime y te abruma, mas la carga de Cristo te alivia el peso. Cualquiera otra carga tiene peso, pero la de Cristo tiene alas. Si a un pájaro le quitas las alas, parece que le alivias el peso, pero cuanto más le quites este peso, tanto más le atas a la tierra. Ves en el suelo al que quisiste aliviar de un peso; restitúyele el peso de sus alas y verás como vuela”
San Agustín, Serm. 126, 12.

Ese es el tesoro que debemos ofrecer a aquellos que viven todavía en tinieblas. Atados al suelo por el peso del pecado, les ofrecemos las alas de Cristo para que vuelen con nosotros hacia el Padre celestial. Y así lo haremos si hemos sido llamados a ser “cooperadores de Dios” (1ª Cor 3,9).

Santidad o muerte.

 

Luis Fernando Pérez Bustamante