Aprovechar el tiempo

 

La parábola de los talentos (cf Mt 25,14-30) nos invita a aprovechar el tiempo que nos queda antes de la segunda venida del Señor y, en todo caso, antes de nuestro definitivo encuentro con Él en la muerte. Si pensamos que la llegada del Señor está muy lejos podemos sucumbir a la tentación de la indolencia, de la pereza. Pero, a su vuelta, el Señor va a pedirnos cuenta de nuestra vida, de lo que hemos hecho con ella. Los dos siervos que han obrado con responsabilidad son llamados a participar del gozo con su señor. En cambio, el siervo inútil debe permanecer afuera.

Una importante tarea que se nos ha confiado es el trabajo: “La Iglesia halla ya en las primeras páginas del libro del Génesis la fuente de su convicción según la cual el trabajo constituye una dimensión fundamental de la existencia humana sobre la tierra”, recordaba san Juan Pablo II en la encíclica Laborem  exercens (n. 4). El trabajo tiene su origen en el orden creador de Dios y, aunque por el pecado original se convirtió en fatiga y dolor, ha sido asumido por Cristo para redimirlo. Citando a San Josemaría Escrivá, Benedicto XVI enseña que “al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no solo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora” (31.3.2007).

Toda actividad humana ha de ser, pues, ocasión para desarrollar los talentos personales poniéndolos al servicio del bien común en espíritu de justicia y de solidaridad. Servimos a Dios en medio de la actividad cotidiana y no al margen de ella. No puede existir para un cristiano una disociación entre el trabajo, la vida de familia, las relaciones sociales y el cultivo de la vida espiritual. Todo está unido, porque somos, en la globalidad de nuestro ser personal, destinatarios de la llamada divina a ser santos, a hacer fructificar en nuestra existencia los dones de la gracia.

Naturalmente, la parábola de los talentos no avala una burda “teología de la prosperidad” que identifique sin más éxito mundano con bendición divina. La riqueza es, en sí misma, un bien; pero un bien secundario. La riqueza se convertiría en un obstáculo si se antepusiese a Dios y al servicio del prójimo, erigiéndose en una especie de ídolo capaz de impulsar todas las energías de nuestro egoísmo. La codicia no solo nos hará perder el alma sino que, a largo plazo, como podemos constatar tantas veces, supone una auténtica amenaza para el verdadero desarrollo económico (cf Benedicto XVI, Caritas in veritate, 32).

El Señor hará justicia; es decir, pedirá cuentas. Al siervo inútil le recrimina no solo su pereza, sino también su soberbia: “Le llama siervo malo, porque calumnió al Señor; perezoso, porque no quiso duplicar el talento, y le condena tanto por la soberbia como por la pereza”, comenta San Jerónimo. El siervo inútil calumnia al Señor porque pretende justificar su pereza disfrazándola de prudencia: “Señor, sabía que eres exigente, que siegas donde no siembras y recoges donde no esparces; tuve miedo y fui a esconder tu talento bajo tierra” (Mt 25,24-25).

En la espera activa del Día del Señor (cf 1 Tes 5,1-6) debemos sembrar, siendo útiles a nuestros prójimos con nuestra palabra y con nuestro testimonio, para que Él pueda cosechar al fin de los tiempos.

 

Guillermo Juan Morado.