¿Cuántos de vosotros sabíais que San Josemaría era profeta además de santo?

Prácticamente todo el mundo católico conoce la vida de San Josemaría Escrivá de Balaguer. Los vídeos con sus charlas a los miembros de la Obra están en youtube. Sus obras están al alcance de cualquiera. Lo que no tantos conocen, más bien pocos, es que al final de su vida el santo y fundador del Opus Dei envió  a los fieles de la Prelatura tres cartas importantes que se las conoce por las Tres Campanadas. 

Las cartas no estaban destinadas al publico en general, sino a un uso restringido de los miembros de la Obra. Sin embargo, dado que hoy es un santo de toda la Iglesia, creo que es necesario contribuir a su difusión. ¿Por qué? Por dos razones:

1- Describen la situación de la Iglesia en el postconcilio.

2- Describen la situación de la Iglesia hoy.

Obviamente no son palabra de Dios en el sentido que tiene la Escritura. Pero sí son palabras de profeta, de un hombre que se sumió en la gracia divina para ser instrumento de salvación de muchos. El pueblo de Dios tiene derecho a conocerlas. Los textos completos de dos de las campanadas están en la red. Es fácil encontrarlos mediante Google. Ya he usado párrafos de la tercera campanada en algunos posts de los últimos meses. Este está dedicado a citar textos de la primera. Pero recomiendo que se lea entera.

Un último consejo. Mis comentarios a las palabras de San Josemaría son solo algo de paja que separa los lingotes de oro. Podéis pasar tranquilamente sin leerlos. Os basta con leer al santo y profeta:

Tiempo de prueba son siempre los días que el cristiano ha de pasar en esta tierra. Tiempo destinado, por la misericordia de Dios, para acrisolar nuestra fe y preparar nuestra alma para la vida eterna.

Tiempo de dura prueba es el que atravesamos nosotros ahora, cuando la Iglesia misma parece como si estuviese influida por las cosas malas del mundo, por ese deslizamiento que todo lo subvierte, que todo lo cuartea, sofocando el sentido sobrenatural de la vida cristiana.

Llevo años advirtiéndoos de los síntomas y de las causas de esta fiebre contagiosa que se ha introducido en la Iglesia, y que está poniendo en peligro la salvación de tantas almas.

La salvación de muchas almas está en peligro, decía el santo. ¿Qué no diría hoy, cuando vemos lo que ha avanzado la secularización dentro de la propia Iglesia?

No es tiempo para el sopor; no es momento de siesta, hay que perseverar despiertos, en una continua vigilia de oración y de siembra.

¡Alerta y rezando!, que nadie se considere inmune del contagio, porque presentan la enfermedad como salud y, a los focos de infección, se les trata como profetas de una nueva vitalidad.

Ay de aquellos que llaman profetas a los que arrancan al catolicismo del alma de millones de fieles, vendiéndoles como cosa del Espíritu Santo lo que es la profanación de una Tradición bimilenaria. Toca rezar, rezar y rezar.

Convenceos, y suscitad en los demás el convencimiento, de que los cristianos hemos de navegar contra corriente. No os dejéis llevar por falsas ilusiones. Pensadlo bien: contra corriente anduvo Jesús, contra corriente fueron Pedro y los otros primeros, y cuantos - a lo largo de los siglos - han querido ser constantes discípulos del Maestro. Tened, pues, la firme persuasión de que no es la doctrina de Jesús la que se debe adaptar a los tiempos, sino que son los tiempos los que han de abrirse a la luz del Salvador. Hoy, en la Iglesia, parece imperar el criterio contrario: y son fácilmente verificables los frutos ácidos de ese deslizamiento. Desde dentro y desde arriba se permite el acceso del diablo a la viña del Señor, por las, puertas que le abren, con increíble ligereza, quienes deberían ser los custodios celosos.

Como bien decía San Agustín: ”El mal pastor lleva a la muerte incluso a las ovejas fuertes” (Sermón 46, sobre los pastores). Se ha pretendido y se pretende que el mundo sea luz de la Iglesia en vez de la Iglesia luz del mundo. Y se abre la puerta a los pecdos del mundo para que sean aceptados, y considerados invencibles, entre los propios fieles, ignorando el poder de la gracia y la obra del Espíritu Santo en las almas. 

En situaciones como las que padecemos, las verdades eternas han de quedar firmemente asentadas en nuestra alma, orientando nuestra conducta. Para que las verdades eternas estén con esta firmeza, hemos de ser hombres o mujeres de vida interior. Por eso, hijos míos, desde el comienzo de nuestra Obra, no me he cansado de enseñar lo mismo: la única arma que poseemos es la oración, rezar de día y de noche. Y ahora os vuelvo a repetir lo mismo: ¡rezad!, ¡rezad!, que hace mucha falta. Estoy persuadido de que esa corrupción creciente que se ve en el mundo, se debe a que muchos en la Iglesia han dejado de rezar.

La verdad nos hace libres. La oración nos hace firmes. Recemos para estar firmes en la verdad que nos liberad del mal que acosa al mundo y a la Iglesia. Y alimentemos nuestra alma con la sana doctrina, la cual nos puede hacer salvos (1 Tim 4,16).

No podemos dejar de insistir. No buscamos nada para cada uno de nosotros, por interés personal; buscamos la santidad, que es buscar a Dios. Y Él espera que se lo recordemos con insistencia. Se están causando voluntariamente heridas en su Cuerpo, que va a ser muy difícil restañar. 

¡Santidad o muerte!

Cuidadme los actos de culto, de modo especial los sacerdotes. El que no diese categoría a una simple inclinación de cabeza, no ya como manifestación elemental de respeto, sino de amor, no merecería llamarse cristiano. 

Tenganlo en cuenta aquellos que ni siquiera se arrodillan durante la consagración.

La Santa Misa es el centro y la raíz de nuestra vida interior, es el momento supremo para adorar, para romper en acción de gracias, para invocar, para desagraviar. Algunos se afanan todo lo posible por arrancar, del dogma, la certeza de esa renovación incruenta del Sacrificio divino del Calvario. ¡Razón de más para que nosotros cuidemos con especial tesón vivir la Misa bien identificados con Cristo Señor Nuestro, que es el Sacerdote principal y la Víctima!

Tenganlo en cuenta aquellos que han convertido la Misa en un show, en un entretenimiento a imagen y semejante de los entretenimientos mundanos. La Misa, estimados hermanos, es la actualización de lo que ocurrió en el Calvario. Sí, también es acción de gracias, es alabanza y adoración. Pero una vez el sacerdote pronuncia las palabras de la consagración, lo que está presente en el altar es el Cordero de Dios que se ofrece al Padre como sacrificio por nuestros pecados.

Petición, adoración y desagravio, hijos míos. Es hora de reparar al Señor. Desagraviadle, porque es el momento de quererle. Siempre es la hora de amarle, pero en estos tiempos, cuando se hace tanta ostentación de presuntuosa indiferencia, de mal comportamiento, cuando se pretende ahogar el trato personal entre Dios y la criatura con la excusa de un superficial comunitarismo; en estos tiempos, hijos, hemos de acercamos más aún al Señor para decirle: Dios mío, te quiero; Dios mío, te pido perdón.

Adora, ama, pide perdón a Dios. Ofrécete a Él.

Cultivemos un fuerte espíritu de expiación, también porque hay mucho que reparar dentro del ambiente eclesiástico. Debemos pedir perdón, en primer lugar, por nuestras debilidades personales y por tantas acciones delictuosas que se cometen contra Dios, contra sus Sacramentos, contra su doctrina, contra su moral. Por esa confusión que padecemos, por esas torpezas que se facilitan, corrompiendo a las almas muchas veces casi desde la infancia.

Ahora que tenemos todo eso delante de nuestros ojos, ahora que vemos como se ataca a la doctrina en nombre de una falsa misericordia, ¿no habremos de seguir el consejo del santo?

Pongámosle delante, al Señor, el número de almas que se pierden y que no se perderían si no se les hubiese metido en la ocasión; almas que abandonan las prácticas religiosas, porque ahora se difunde impunemente propaganda de toda clase de falsedades, y resulta en cambio muy difícil defender la ortodoxia sin ser tachados —dentro de la misma Iglesia, esto es lo más triste— de extremistas o exagerados. Se desprecia, hijos míos, a los que quieren permanecer constantes en la fe, y se alaba a los apóstatas y a los herejes, escandalizando a las almas sencillas, que se sienten confundidas y turbadas.

¿Osará alguien decir que eso que fue escrito hace cuarenta años no es el pan nuestro de cada día hoy? Tened consuelo los que sois defendidos por el santo y profeta aunque se os tilde con esos calificativos. No estáis solos. Él, y tantos como él, interceden en el cielo por vosotros.

Comprendemos claramente que la fidelidad a Jesucristo exige permanecer en continua vigilia, porque no cabe confiar en nuestras pobres fuerzas. Hemos de luchar siempre, hasta el último instante de nuestro paso por la tierra: éste es nuestro destino. Luchar, no sólo en nuestro interior, sino también por fuera, oponiéndonos a esa presión destructora, peleando denodadamente contra el demonio, porque Satanás no descansa en su labor devastadora: él fue homicida desde el principio (Ioann. VIII, 44). No es lógico desentenderse de esa contienda, hijas e hijos míos. Nos hemos negado a tantas cosas lícitas y nobles por servir a la Iglesia, por salvar almas. Tenemos más deber y más derecho que otros, tenemos más responsabilidad.

Ojo, no basta con la lucha interior, con el combate contra el pecado en nuestras vidas. Hay dar la cara afuera. Pero nadie puede pretender dar la batalla exterior si no está en el camino de la santidad. No perdamos un año más de nuestras vidas sin entender eso y ponerlo por obra, en gracia de Dios.

En una palabra, vigilar, hijos, es luchar, para ser buenos cristianos. La situación actual de la Iglesia impone, con más responsabilidad que nunca, la correspondencia sincera a nuestra vocación. Precisamente ahora es más indispensable la fidelidad, el procurar vivir cara a Dios, sabiendo que arrastramos defectos, pero que esto no nos autoriza a desertar. 

¿Eres pecador lleno de defectos? Yo también. Probablemente más que tú. Pero desertar es de cobardes. Y estamos llamados “a combatir por la fe, que, una vez para siempre, ha sido dada a los santos” (Jud 3).

La lucha tiene un frente dentro de nosotros mismos, el frente de nuestras pasiones. Vigila quien pelea interiormente, para apartarse decididamente de la ocasión de pecado, de lo que puede debilitar la fe, desvanecer la esperanza o desmejorar el Amor. Es fuerte, y bien estimulada por el diablo, la presión que todo hombre padece para alejarle de la consideración de su destino eterno. 

No seremos buenos soldados de la milicia de Cristo en el mundo si no somos buenos soldados armados de la gracia de Dios para derrotar el pecado en nuestras vidas. Y Cristo necesita buenos soldados en la guerra a la que tenemos que asistir.

Fijaos que se fomenta un clima mundial, para centrar todo en el hombre; un ambiente de materialismo, desconocedor de la vocación trascendente del hombre, que sofoca cruelmente la libertad de la persona humana o, al menos, confunde la libertad con el libertinaje, comercializando las pasiones. Causa pena contemplar masas enteras de gente que se dejan conducir por el dictado de unos pocos, que les imponen sus dogmas, sus mitos e incluso todo un ritual desacralizado.

Pena, sí, mucha pena, enorme causa ver que tantas almas van camino de la perdición. Porque quien ama a Dios, ama lo que Dios ama. Y Dios ama al pecador, no queriendo que se pierda sino que se arrepienta. ¿Cómo permanecer impasibles si estamos rodeados de personas, incluso familiares y amigos, a los que no llega la luz del evangelio y viven en las tinieblas del error y del pecado?

Es preciso enfrentarse contra esta tendencia, con los resortes de la doctrina cristiana, en una perseverante y universal catequesis. Es, hijos míos, un elemental compromiso de caridad para la conciencia de un católico. 

¿Quiénes son aquellos perversos que llaman a la Iglesia a dejar a un lado la doctrina para hacer una pastoral a imagen y semejanza de lo que el mundo quiere? Es necesario, como dice el profeta, enfrentarse a ellos. Y eso, aunque os digan lo contrario, es caridad.

Resulta muy penoso observar que -cuando más urge al mundo una clara predicación- abunden eclesiásticos que ceden, ante los ídolos que fabrica el paganismo, y abandonan la lucha interior, tratando de justificar la propia infidelidad con falsos y engañosos motivos. Lo malo es que se quedan dentro de la Iglesia oficialmente, provocando la agitación.

Aquellos que amáis a la Iglesia, que amáis las almas, ¿no veis como abundan esos eclesiásticos hoy en día? ¿no veis que se han quedado dentro? ¿no veis lo que hacen? Si no veis, pedid a Dios que os abra los ojos.

Por eso, es muy necesario que aumente el número de discípulos de Jesucristo que sientan la importancia de entregar la vida, día a día, por la salvación de las almas, decididos a no retroceder ante las exigencias de su vocación a la santidad. Sin este esfuerzo de auténtica e interior fidelidad, decidme ¿qué servicio prestaría la Iglesia a los hombres?

¡Qué cosa más linda es desgastarse y entregar la vida por la salvación de las almas! No basta con querer salvarse uno mismo. La santidad no es un talento que se entierra, sino un don que se ofrece para salvar a los demás.

Hemos llegado a la mitad de esta primera campanada de San Josemaría. Habrá más. Meditemos sus palabras y, sobre todo, pidamos al Señor el don de ponerlas por obra. Que la Madre Inmaculada nos obtenga por su intercesión la gracia de ser fieles hijos suyos, siervos de Cristo.

Laus Deo Virginique Matri

Luis Fernando Pérez Bustamante