Un amigo de Lolo – Campanada de esperanza al finalizar el año

Presentación

Lolo

 

Yo soy amigo de Lolo. Manuel Lozano Garrido, Beato de la Iglesia católica y periodista vivió su fe desde un punto de vista gozoso como sólo pueden hacerlo los grandes. Y la vivió en el dolor que le infringían sus muchas dolencias físicas. Sentado en una silla de ruedas desde muy joven y ciego los últimos nueve años de su vida, simboliza, por la forma de enfrentarse a su enfermedad, lo que un cristiano, hijo de Dios que se sabe heredero de un gran Reino, puede llegar a demostrar con un ánimo como el que tuvo Lolo.

Sean, las palabras que puedan quedar aquí escritas, un pequeño y sentido homenaje a cristiano tan cabal y tan franco.

Libro de oración

En el libro “Rezar con el Beato Manuel Lozano, Lolo” (Publicado por Editorial Cobel, www.cobelediciones.com ) se hace referencia a una serie de textos del Beato de Linares (Jaén-España) en el que refleja la fe de nuestro amigo. Vamos a traer una selección de los mismos.

En su libro “Las golondrinas nunca saben la hora” hace Manuel Lozano Garrido un ejercicio de esperanza en el inmediato futuro. En el momento o, mejor, para el momento, en el que, por tradición y gozo, se celebra la entrada del nuevo año (que va acompañada por el sonar de doce campanadas) escribe, para tal instante (que dura poco en el tiempo pero puede ser muy extenso en la realidad espiritual de lo por venir) un, a modo, de texto esperanzado que muy bien puede ser tomado como una serie de oraciones a razón de una por cada campanada.

Traemos, hoy, la segunda campanada.

En el preámbulo de 365 días, quiero colocar un ancho sentimiento de aceptación; mi mente y mi corazón como una página en blanco, con la firma muy bien estampada al pie de la cuartilla, para que Tú escribas renglones muy derechos con todos los detalles de tu voluntad. Los labios se morderán para que no entre  una gota de acíbar, pero Tú ya sabes que es que ‘sí’, que lo que quieres es siempre dulce, misericordioso y conveniente”.

Cuando va empezar un año suele ser común que hagamos planes para nuestra vida. Se trata de unos meses y muchos días los que se abren de par en par para que veamos un campo limpio donde aún no ha crecido ni la cizaña ni otra mala hierba. Por eso miramos a Dios para ofrecer lo que pueda ser y, también, para pedir que sea… si nos conviene que sea.

Todo parece nuevo. Es más, todo lo por venir es nuevo porque aún no hemos acertado a verlo. Y por eso sabemos que lo que anhelamos debemos aceptarlo, antes, en nuestro corazón. Y hacerlo con uno que sea el propio de un hijo de Dios.

Tener un corazón de hijo supone mucho. No se trata de un aditamento o un añadido a nuestra vida sino, más bien, de la manifestación de una naturaleza que es la que es porque Quien todo lo puede ha querido que así sea. Y por eso, por eso mismo, vemos en Dios a Quien puede permitir que nuestro ser… sea.

Está más que bien ofrecerse a Dios por completo. Hacer eso supone, de forma inmediata (recordemos los dos mandamientos en los que, Jesús dixit, se resume la Ley los profetas) hacerlo con nuestro prójimo. Y, puestos a aceptar a Dios en nuestra vida, con todo lo que eso supone, debemos hacer otro tanto con aquel que nos rodea, con quien está cerca de nosotros… o lejos, también hermano nuestro.

Debemos, sin embargo, dar un paso más en el ofrecimiento a Dios.

Su Santa Providencia ha de ser el sustento de nuestra vida. Es más, alejarse de ella, no dejar que su voluntad sea nuestra guía es el camino más recto que nos lleva al abismo.

Aceptamos, pues, aceptemos, por tanto, lo que Dios quiere para nosotros. Así actuaremos como fieles hijos que aman a su Padre y no pueden, entonces, defraudarlo ya desde lo mínimo de una existencia de descendencia divina. Dejémonos, así, llevar por la mano siempre amorosa, siempre justa y misericordiosa de Quien nos ama porque nos ha creado.

Se podría decir que con esto tenemos más que suficiente, que nuestra vida, humilde y nada ante Dios, no da para más y que nos basta con creer y agradecer. Pero aún hay más que es la otra cara de una existencia arraigada en el Creador.

Nuestra vida no puede ser algo poco agradable al prójimo de la que se pueda decir que poco parece ser la propia de un hermano y discípulo de Cristo. Al contrario ha de ser la verdad y nos conviene que así sea.

Por eso, nada más que por ser hijos de Dios, sabemos que pase lo que nos pase todo es para bien de nosotros mismos, los que amamos al Creador. Y nosotros, aquellos que tenemos al prójimo por parte del Cuerpo de Cristo, debemos aceptar, de buena gana y no a regañadientes, lo que el Todopoderoso (¡Alabado sea por siempre!) nos envíe porque a eso se le puede llamar llevar una buena filiación divina. Y es, exactamente, eso.

Valga, pues, esta campanada, para agradecer a Dios ser Dios y ser Padre y, además, por permitirnos, ahora mismo, poder decírselo. 

 

Eleuterio Fernández Guzmán