La adoración, la obediencia del ser

 

Es muy bello el relato de San Mateo de la visita de los Magos a Jesús recién nacido (cf Mt 2,1-12). Los que tenían que saber no saben y los que quizá no estaban en disposición de conocer tanto - unos paganos - , buscan a Jesús, lo encuentran, lo adoran y le ofrecen sus dones.

Los oficialmente sabios – los sumos sacerdotes y los escribas del país -  se sobresaltaron ante la noticia del nacimiento del Rey de los judíos. Estaba todo escrito, pues así lo había dicho el profeta: “En Belén de Judea”, pero no salieron de sus casas. Lo sabían, pero no lo creían. Lo sabían, pero como si no lo supiesen. Tenían, de ese acontecimiento, una idea puramente nocional, distante del compromiso, ajena a la implicación de la vida.

Los Magos, no. Los Magos no eran expertos en las Escrituras, ni conocían a los profetas. No disponían, podríamos decir, del Libro de la Escritura, pero sí del Libro de la Naturaleza. Quizá eran astrónomos, habituados a escudriñar las señales que emite el gran Libro de la Creación. Ellos, los más lejanos, habían sido los primeros en haber visto salir su estrella. Ellos fueron también, casi, los primeros que se sintieron movidos a venir a adorarlo.

Pero, a la vez, los Magos son humildes. Preguntan a quienes, aunque sea solo nocionalmente, saben. Y de los expertos que no salen de casa brota, no obstante, una indicación precisa: “En Belén de Judea”.

La estrella los fue guiando hacia el lugar adecuado, hacia la Persona adecuada, hacia Dios, hacia Jesús. Y esa búsqueda, y esa docilidad, les llenó de una inmensa alegría. Quien busca la verdad y la encuentra se llena de gozo. Porque ningún otro interés, ningún afán de poder, ningún cálculo político – a diferencia de Herodes –,  les había movido en su intento de encontrar aquello, a aquel, que buscaban.

La alegría es como un preludio de la visión: “Vieron al niño con María, su madre”. Y esa visión no les desconcierta, no les sobresalta. Lo que ven es algo muy normal: al niño con su madre. El texto no dice que hubiesen entrado en un palacio y que viesen a una reina coronada de oro al lado de un rey recién nacido, en una cuna adornada con piedras preciosas. No, vieron al niño con María, su madre.

Al encontrar a quien buscaban, no dudan. Porque la duda es, en el fondo, incompatible con el encuentro: “y cayendo de rodillas lo adoraron”. Estos hombres, los Magos, habían hecho el esfuerzo de hallar la verdad y, una vez hallada, se rinden ante ella. Y no solo con una aquiescencia del alma, con un homenaje de la “res cogitans”, de su intelecto avezado, sino también con el tributo del cuerpo, con la oración del cuerpo: “cayendo de rodillas”.

De un modo muy exacto Romano Guardini ha escrito que la adoración es “la obediencia del ser”. Lo que somos, la aceptación de lo que somos, jamás es más real ni consciente, ni libre, que cuando nos reconocemos como criaturas. Adorar es darnos cuenta, con el cuerpo y el alma, de que Dios es Dios y nosotros somos, nada más y nada menos, que criaturas suyas. Tocamos así la verdad más profunda acerca de nosotros mismos: Dios es Dios y nosotros somos hombres. Y nuestra grandeza radica en la capacidad de adorarle. Dios es grande y nosotros pequeños. Pero en reconocerlo así radica nuestra grandeza. La adoración, añade también Guardini, es “verdad realizada”.

Y vienen los dones: el oro, el incienso y la mirra. Estos dones son como una expresión concreta de la adoración a Cristo. En cierto modo, la verdad, nuestra conciencia de la verdad, siempre se expresa sacramentalmente y dice, con ayuda de lo creado, que Jesús es Rey, que Jesús es Dios, y que Jesús es hombre, pero no abocado definitivamente a la muerte, aunque haya de pasar por la muerte.

Necesitamos la libertad de espíritu de los Magos, la docilidad a la hora de seguir las pistas que Dios no deja de darnos, para encontrarnos con Él, con Dios, con Jesús. Sin sobresaltarnos por su inesperada cercanía. Sin escandalizarnos de ella. No es un programa imposible para quien busque.

 

Guillermo Juan Morado.