Silvano, desde Athos (III)

Tercer post de la selección de textos de la obra de Silvano (s. XX), monje del Monte Athos, centro de espiritualidad monástica ortodoxa más importante del mundo:

El Señor nos ama, pero nos envía sufrimientos para que reconozcamos nuestra impotencia y lleguemos a ser humildes. Ciertamente, si alguien sufre por pobreza o enfermedad, pero no soporta su mal con humildad, sufre inútilmente. El humilde, al contrario, está siempre contento, porque Dios es su riqueza y su gozo. 

¿Puede el Espíritu de Cristo desear el mal a alguien? ¿Somos llamados por Dios para esto? El Espíritu Santo es como una madre que ama a su hijo y comulga con sus sentimientos. Se hace conocer en la oración humilde, sufre con nosotros y perdona, cura e instruye. Quien por el contrario, no ama a sus enemigos y no reza por ellos, se atormenta a sí mismo y atormenta a los otros, y no conocerá jamás a Dios. 

Quien ama verdaderamente a Dios ora sin interrupción; ha experimentado la gracia en la oración. Por supuesto tenemos las iglesias para rezar y los libros litúrgicos, pero que tu oración interior esté constantemente contigo. 

En las iglesias se celebra el culto, y allí habita el Espíritu Santo. Pero que tu alma también sea la iglesia de Dios; para el que ora sin cesar, el mundo entero es una iglesia… Pero no es así con todos. Muchos hombres oran con los labios y prefieren orar con la ayuda de libros; por supuesto que el Señor acepta su oración. Él ha tenido piedad de todos aquellos que oran. Pero aquel que, orando, piensa en otra cosa no será escuchado por el Señor. 

Quien pierde la humildad perderá igualmente la gracia y el amor de Dios; la oración se apaga en él. Pero quien ha sobrellevado las pasiones y abraza la humildad obtiene de Dios su gracia; ora por sus enemigos como por sí mismo, ora por el mundo entero con lágrimas de fuego. 

Cuando recibí la gracia del Espíritu Santo, supe que Dios había perdonado mis pecados. Su gracia me dio un testimonio de ello, y pensé no tener necesidad de nada más. Pero no se debe pensar así; aunque nuestros pecados hayan sido ya perdonados, nos será necesario recordarlos toda la vida, en la compunción y el arrepentimiento.

Un alma humilde y experimentada agradecerá constantemente al Señor su gracia y si Dios la transporta todos los días al Cielo y le hace ver su gloria, dirá: “Señor, me muestras tu gloria, pero dame también las lágrimas y la fuerza para agradecerte; a Ti la alabanza en el Cielo y sobre la tierra; a mí, al contrario, las lágrimas por mis pecados". El Señor me ha hecho comprender, en su amor y misericordia, que debemos llorar nuestros pecados durante toda nuestra vida. Nada es más grande que alcanzar la humildad de Cristo. El humilde vive ciego y contento, todo es bueno en su corazón. Sólo los humildes ven al Señor en su Espíritu. La humildad es la luz en la cual vemos a Dios que es la Luz. “En tu luz veremos la Luz", dice el salmo.

El Señor me enseñó a guardar mi espíritu del infierno y a no desesperar nunca. Sí, es así que el alma se reviste de humildad, pero ésta todavía no es la verdadera humildad. La verdadera humildad es indescriptible… ¡Rueguen por mí, oh todos los Santos, para que mi alma se revista de la Humildad de Cristo, pues tanto la deseo! Pero no puedo alcanzarla, y por eso la busco llorando como un niño pequeño que ha perdido a su madre. 

¡Oh Humildad de Cristo! Te he conocido, pero no puedo alcanzarte. Tus frutos son sabrosos y dulces, porque no son de este mundo. El Señor ha venido a la tierra para darnos el fuego de su gracia en el Espíritu Santo. El humilde posee este fuego, y el Señor le concede esta gracia. En un alma desalentada y envilecida, este fuego no puede encenderse. 

Los cielos se maravillan del Misterio de la Encarnación: ¡Cómo Él, el Pantocrator, ha descendido a la tierra para rescatar a los pecadores! 

No es difícil mortificar el cuerpo con el ayuno, pero, al contrario, es bien difícil conservar el alma en una continua humildad. María la Egipcia había mortificado su cuerpo en el desierto durante un tiempo, pero fue liberada de las pasiones sólo después de diecisiete años de áspera lucha. Entonces ella gustó del reposo y la paz. 

El orgullo y la vanidad impiden frecuentemente al alma encontrar el camino de la Fe. He aquí un consejo para aquel que duda y no cree: que diga así: “Señor Dios, si existes, ¡ilumíname!” Ya por este humilde deseo y la prontitud en servirlo, el Señor lo iluminará, y él sentirá en su alma la presencia de Dios; su alma sabrá que Dios lo ha perdonado y que lo ama. 

El orgulloso tiene miedo de los demonios o bien ha llegado, él mismo, a ser diabólico; pero nosotros debemos temer la vanidad y el orgullo y no a los demonios. Sin esto, perdemos la gracia. No debemos tener relación con los espíritus malignos, para que nuestra alma no se manche. Quien permanece fiel a la oración será iluminado por el Señor. 

Los santos luchaban fuertemente con los demonios, ayunaban y oraban y vencían al Enemigo por su humildad. Quien es humilde ya ha vencido al Adversario. 

¿Qué hacer para poseer la paz del cuerpo y del alma? Debemos amar a todos los hombres como a nosotros mismos y estar preparados para morir en cualquier momento. En efecto, aquel que tiene presente su muerte en todo momento, llega a ser humilde, se abandona a la voluntad de Dios y desea estar en paz con todos, amar a todos los hombres. 

El alma del humilde es como un mar: si alguien tira una piedra al mar, la superficie del agua es turbada un instante, después la piedra se hunde en el abismo. Así toda pena es consumida en el corazón del humilde, porque allí está la Fuerza de Dios.

¿Dónde estás, alma humilde? ¿Quién habita en ti? ¿A quién podemos compararte? Resplandeces, clara como el sol, pero al arder, no te consumes; al contrario, reanimas todo con tu ardor. A ti te pertenece la tierra de los mansos, según la palabra del Señor. Eres semejante a un jardín de flores con una bella casa en su centro, donde habita Dios. El Cielo y la tierra te aman, y te aman también los santos apóstoles, los profetas, los santos y los bienaventurados; te aman los Ángeles, los Querubines y los Serafines; te ama la purísima Madre del Señor; te ama y se regocija en ti el mismo Señor. Pero el Señor no puede revelarse al orgulloso; ése no conocerá jamás su Rostro, aunque poseyese la ciencia del universo. El corazón del orgulloso no deja lugar para la bendición del Espíritu Santo.