Tocqueville contra la mentalidad contraceptiva

 

Las pretensiones de la administración Obama de imponer que las empresas estadounidenses cubran seguros para sus empleados que incluyan contraceptivos, esterilizaciones y abortos ha levantado un lógico rechazo entre numerosas personas, asociaciones y en las mismas empresas, algunas de las cuales no han dudado en llevar a la administración a los tribunales. El debate se ha centrado en si obligar a instituciones católicas a pagar por unos servicios que atentan contra sus convicciones es una violación de la libertad religiosa, pero nadie se ha cuestionado si tiene sentido que el Estado promueva una mentalidad contraceptiva.

Nadie (que yo sepa) hasta que S. Adam Seagrave, profesor de ciencias políticas en la Universidad de Northern Illinois ha escrito un interesante artículo titulado A Tocquevillian Argument against Contraception en Public Discourse.

El artículo no pretende agotar los argumentos, sino que tan sólo se limita a señalar que, en base a la obra de Alexis de Tocqueville, hay argumentos para defender que el Estado debería disuadir, y en ningún caso favorecer, una mentalidad contraceptiva que ha dado como resultado unas tasas de fertilidad bajo mínimos y una drástica reducción del número de hijos por familia en Occidente.

Empieza Adam Seagrave recordando que para Tocqueville la búsqueda del propio interés “contiene el peligroso potencial de corromper las sociedades políticas democráticas desde su interior”, a no ser que sea educado para convertirse en un interés propio “bien entendido”, esto es, que reconozca la relación integral entre los propios intereses y los de los demás con quienes compartimos nuestra vida. Evidentemente, esta buena comprensión no puede ser perfecta, el pecado original, esa evidencia, sigue actuando y nuestra naturaleza está dañada. Pero como no está corrompida por completo, somos susceptibles de mejora. La insistencia en trabajar las virtudes para dar forma a una “segunda naturaleza” nos muestran un camino que compartió el mundo clásico con el cristiano, aunque en el caso del segundo con la ayuda, determinante, de la gracia.

Pero volviendo a Tocqueville, el pensador francés señala que uno de los medios, que él ve actuando en Estados Unidos, para superar un estrecho interés propio es la participación en las comunidades políticas locales o en otras asociaciones voluntarias. Por el contrario, una sociedad en la que prevalece el individualismo y en la que la gente se preocupa sólo de sí misma, será una sociedad en la que la aparición del despotismo y la tiranía es sólo una cuestión de tiempo.

Desde esta perspectiva no es de extrañar la gran importancia que Tocqueville da a la familia. La vida en familia contribuye decisivamente a mitigar nuestro egoísmo natural y obliga a sus miembros a pensar continuamente en los intereses de los demás, más allá de los propios. Esto es así entre esposos, pero sobre todo en relación a los hijos. Como escribe Adam Seagrave: “la paternidad o maternidad implica la entrega incondicional de uno mismo sin esperar nada a cambio y es por consiguiente más contraria a la autorreferencialidad propia de nuestra naturaleza caída  que cualquier otra relación humana. Hasta cierto punto, además, su efecto es acumulativo: cuantos más niños tiene una pareja, menos centrados en sí mismos tenderán a ser”.

Parece evidente que, desde estas reflexiones tocquevillianas, el formar una familia y el tener hijos son de gran importancia para la tarea de formar el tipo de ciudadanos que generan una sociedad libre y vigorosa. En consecuencia, un Estado decente debería promover estas actitudes o, al menos, no debería promocionar la mentalidad contraria, una mentalidad que relativiza la importancia de la familia y promueve la contracepción. A menos, claro está, que el Estado aspire a instalar su despotismo en esa sociedad, incluso un despotismo light y envuelto en apariencias de libertad.

Leyendo estas reflexiones, y a tenor de los trágicos sucesos de estos días, uno no puede dejar de pensar que Tocqueville tenía razón y que una sociedad en la que se tienen muy pocos hijos y lo normal parece ser mirar únicamente por tu propio interés, sin complicarse la vida, es una sociedad débil condenada a una forma de tiranía u otra.