Silvano, desde Athos (IV)

 

Acompaño esta cuarta entrega de los textos del monje Silvano de Athos con una fotografía del religioso, que es considerado como santo por las Iglesias ortodoxas.

¡Santifica, Señor, a todos los pueblos de la tierra por tu Santo Espíritu! Y tu voluntad será cumplida, en la tierra y en el cielo, porque te ha sido dado todo el poder. 

Mi corazón sufre por los hombres que no conocen a Dios. Aquel que abandona a su Creador, ¿cómo enfrentará al Juicio universal? ¿Adónde podrá huir para ocultarse de la Faz del Altísimo? Yo ruego a Dios constantemente por todos para que sean salvados y se regocijen eternamente con los ángeles y los santos. Bienaventurada el alma humilde, porque Dios la ama. Los cielos y la tierra alaban a los santos por su humildad; el Señor les concede estar con Él en la gloria. “Allí donde yo estoy, allí estará mi servidor". 

El Espíritu Santo nos enseña a amar a todos los hombres, a tener compasión de los pecadores y a rogar por su salvación. 

Señor, guíanos y reúnenos como una madre muy tierna con sus pequeños. Enseña a todo hombre tu Venida, revela el poder de tu ayuda y restaura el alma de tus fieles. 

Nosotros no podemos contener la plenitud de tu Amor; las cosas terrestres oscurecen nuestro espíritu: ¡Ilumínanos! 

La oración nos conserva la paz y, conservándola obtenemos la salvación. Tal es la enseñanza de Serafín de Sarov. Mientras vivió, el Señor, -a causa de este gran orante-, protegió a Rusia. Después de él nos ha sido dado el Padre Juan de Cronstadt. Su oración, como una columna, se elevó hasta el cielo. Nosotros no sólo hemos escuchado hablar de él; sino que él ha vivido ahora y lo hemos visto orar con nuestros ojos. Recuerdo cómo lo rodeaba el pueblo y pedía su bendición cuando, después de la liturgia, dejaba la iglesia. Aún en medio de tal gentío, su alma permanecía fija en Dios y no perdía la paz. Él amaba a los hombres y no cesaba de rogar por ellos: “Señor, envía tu paz a todos los pueblos, da a tus servidores tu Santo Espíritu, para que los encienda con su Amor y les enseñe toda la verdad. Señor, haz que tu gracia repose sobre tu pueblo; da tu gracia a todos los hombres para que te conozcan en la caridad y digan como los apóstoles sobre el monte Tabor: “¡Que bien se está aquí, Señor, contigo!". 

Así oraba sin cesar por los hombres, y así conservaba la paz de su alma. Nosotros, al contrario, la perdemos porque no amamos a los hombres. 

San Païsi rogaba por su discípulo, que había abandonado a Cristo. Fue entonces que el Señor se le apareció y le dijo, queriendo consolarlo: “Païsi, ¿ruegas por aquel que ha renegado de mí?” Pero el santo no por eso dejó de orar y llorar por el errante. “¡Oh Païsi, -le dijo entonces el Señor-, me has igualado en el Amor!" 

El alma llena de la paz del Espíritu Santo irradia esa paz y la derrama sobre los otros; pero quien tiene en sí el espíritu de malicia segrega el mal. 

Muchos ignoran cuán grande es la misericordia de Dios; no se arrepienten de sus pecados y no quieren hacer penitencia. Y mi alma está triste y llora por ellos, porque veo su condenación. 
Todos aquellos que han vivido con humildad, obediencia y castidad han alcanzado el Reino del Cielo. Ellos ven a nuestro Señor Jesucristo, escuchan los cantos de los querubines y han olvidado la tierra. Nosotros, en cambio, estamos atados a cosas de la tierra y llevados como polvo al viento. 

En su amor por Dios, los santos soportaron toda pena, recibieron el poder de hacer milagros, curaron enfermos y resucitaron muertos, llamaron a la lluvia del cielo; yo, al contrario, quisiera adquirir sólo la Humildad y el Amor de Cristo, no ofender a ninguna persona y rogar por todos como por mí mismo. 

Si la gracia del Espíritu Santo habita en el corazón de un hombre, aunque sea ínfimamente, este hombre llora por todos los hombres; y tiene todavía más piedad de aquellos que no conocen a Dios o que se le resisten. Ruega por ellos día y noche a fin de que se conviertan y reconozcan a Dios. Cristo rogó por los que lo crucificaron: “Padre, perdónalos, no saben lo que hacen". Santiago, también, rogó por sus perseguidores para que Dios no les impute ese pecado… Es necesario rogar por nuestros enemigos si queremos conservar la gracia, porque quien no tiene compasión del pecador no tiene en sí la gracia del Espíritu Santo. 

Yo traje al monasterio solamente mis pecados, y no sé por qué el Señor me concedió el don de una tal gracia en el Santo Espíritu, a mí tan joven y pecador, que mi cuerpo y mi alma se colmaron de ella, y mi cuerpo experimentó el deseo de sufrir por Cristo. 

Nuestro cuerpo tiene necesidad de respirar y de ser alimentado para vivir; Dios y la gracia del Espíritu Santo son el alimento del alma. Como el sol da luz y vida a las flores del campo, así el Espíritu Santo ilumina al alma; y así como las flores se vuelven hacia el sol, así el alma se vuelve hacia Dios. Ella es bienaventurada en Él, y en su gozo anuncia una felicidad semejante a todos los hombres. El Señor nos ha creado para estar con Él en el cielo, en el Amor. 
El Señor es la Luz e ilumina a sus servidores; pero aquel que es esclavo del enemigo vive en las tinieblas. 

¡Que el Señor sea bendito y también su misericordia! Él nos ha dado su Espíritu Santo para que nos enseñe el bien y nos da la fuerza para vencer nuestros pecados. En su intenso amor, nos da su gracia -que debemos conservar y cuidar fielmente-. Porque el hombre sin la gracia es espiritualmente ciego. 

Es ciego el hombre que almacena los tesoros de este mundo. Quien conoce las Bienaventuranzas del Espíritu Santo sabe bien que no son comparables a las cosas de la tierra, y entonces, los goces de aquí abajo, ya no lo atraen más. Es Dios quien lo atrae; en Él encuentra calma y paz. En un profundo sufrimiento, llora por los hombres que no conocen a Dios. 

En la plenitud del Amor de Dios, el alma tiembla y ruega por el mundo entero; ruega por todos los hombres para que conozcan a su Creador y Padre del cielo y se regocijen en su gracia y en su amor. 

Guarda la gracia de Dios, porque todo lo que cumplimos en Dios está bien hecho, es amor y gozo. En Dios el alma está en calma, camina como a través de un bello jardín donde habitan el Señor y la Madre de Dios. Por la gracia el hombre llega a ser espiritualmente igual a los ángeles, pero sin ella, no es más que una tierra pecadora. Y así como los ángeles aman y sirven a Dios, así lo hace también el hombre constituido en la gracia. 

Nuestro combate es duro y furioso, pero sólo para los orgullosos y soberbios; al contrario, es fácil para los humildes que aman al Señor. Él les da un arma poderosa: la gracia del Santo Espíritu. Nuestros enemigos temen esta arma porque ella los quema. Tal es el camino más corto y más fácil para salvarnos: la obediencia y la castidad; no juzgar, preservar el corazón y el espíritu de los malos pensamientos, estimar que todos los hombres son buenos y que el Señor los ama. 

La necesidad enseña a orar. Un día, un soldado vino a mi encuentro; él era de Salónica. Yo había decidido hacerle el bien, y hablamos juntos de la oración. Le dije: “Ora para que no haya tantos sufrimientos, tantas miserias en el mundo". “Me puse a orar durante la guerra -respondió él-, cuando las balas silbaban y explotaban las bombas; gritaba hacia Dios y le pedía su protección, y efectivamente el Señor me ha protegido". Yo reconocí en sus palabras y en su comportamiento que él oraba con su corazón y cómo estaba sumergido en Dios en la oración. 

Si quieres orar en tu corazón y no eres capaz, conténtate con decir la oración con los labios y ten el espíritu atento a lo que dices. El Señor, poco a poco, te dará la gracia de la oración interior y entonces podrás orar sin distracción. No busques realizar la oración de corazón por medios técnicos; perjudicarás tu corazón y, finalmente, orarás sólo de labios. Reconoce el orden de la vida espiritual: Dios da sus dones al alma humilde y sincera. Sé obediente, conserva la medida en todo, en la comida, la palabra, en toda ocasión; es entonces que el Señor mismo te dará la gracia de la oración interior.