Solženicyn, Charlie Hebdo y el destino de Occidente

La semana pasada tuve la suerte de participar en un interesante debate epistolar entre dos de los catedráticos universitarios que más admiro (omito sus nombres porque era un debate privado). El tema era Charlie Hebdo, civilización occidental, libertad, islamización,… Al final las diferencias resultaron ser de matiz.

A mí, esa discusión me recordó la célebre conferencia de Solženicyn en Harvard, en 1978. La visión que tenía el pensador –y visto lo visto, profeta– sobre Occidente era demoledora. No se atisbaba todavía la Caída del Muro once años después, pero ya Solženicyn veía los problemas de nuestra civilización. Y coincido con él en que la solución existe y es única:

Nadie, en todo el mundo, tiene más salida que hacia un solo lado: hacia arriba.

Os dejo como lectura dominical una selección de párrafos del discurso «Un mundo dividido en pedazos», seguro que los encontráis muy actuales.

«Un mundo dividido en pedazos» por A. Solženicyn

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El declive de la valentía

La merma de coraje puede ser la característica más sobresaliente que un observador imparcial nota en Occidente en nuestros días. El mundo Occidental ha perdido en su vida civil el coraje, tanto global como individualmente, en cada país, en cada gobierno, cada partido político y por supuesto en las Naciones Unidas. Tal descenso de la valentía se nota particularmente en las élites gobernantes e intelectuales y causa una impresión de cobardía en toda la sociedad. Desde luego, existen muchos individuos valientes pero no tienen suficiente influencia en la vida pública. Burócratas, políticos e intelectuales muestran esta depresión, esta pasividad y esta perplejidad en sus acciones, en sus declaraciones y más aún en sus autojustificaciones tendientes a demostrar cuán realista, razonable, inteligente y hasta moralmente justificable resulta fundamentar políticas de Estado sobre la debilidad y la cobardía. Y este declive de la valentía es acentuado irónicamente por las explosiones ocasionales de cólera e inflexibilidad de parte de los mismos funcionarios cuando tienen que tratar con gobiernos débiles, con países que carecen de respaldo, o con corrientes desacreditadas, claramente incapaces de ofrecer resistencia alguna. Pero quedan mudos y paralizados cuando tienen que vérselas con gobiernos poderosos y fuerzas amenazadoras, con agresores y con terroristas internacionales.

¿Habrá que señalar que, desde la más remota antigüedad, la pérdida de coraje ha sido considerada siempre como el principio del fin?

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Vida legalista

La sociedad occidental ha elegido para sí misma la organización más adecuada a sus fines, basados, diría, en la letra de la ley. Los límites de lo correcto y de los derechos humanos se encuentran determinados por un sistema de leyes, cuyos límites son muy amplios. La gente en Occidente ha adquirido una considerable capacidad para usar, interpretar y manipular la ley (aun cuando estas leyes tienden a ser tan complicadas que la persona promedio no puede ni comprenderlas sin la ayuda de un experto). Todo conflicto se resuelve de acuerdo a la letra de la ley y este procedimiento está considerado como una solución perfecta. Si uno está a cubierto desde el punto de vista legal, ya nada más es requerido. Nadie mencionaría que, a pesar de ello, uno podría seguir sin tener razón. Exigir una autolimitación o una renuncia a estos derechos, convocar al sacrificio y a asumir riesgos con abnegación, sonaría a algo simplemente absurdo. El autocontrol voluntario es algo casi desconocido: todo el mundo se afana por lograr la máxima expansión posible del límite extremo impuesto por los marcos legales. (Una compañía petrolera es legalmente libre de culpa cuando compra la patente de un nuevo tipo de energía para prevenir su uso. Un fabricante de un producto alimenticio es legalmente libre de culpa cuando envenena su producto para darle más larga vida: después de todo, la gente es libre no comprarlo.)

He pasado toda mi vida bajo un régimen comunista y les diré que una sociedad carente de un marco legal objetivo es algo terrible, en efecto. Pero una sociedad sin otra escala que la legal tampoco es completamente digna del hombre. Pero una sociedad basada sobre los códigos de la ley, y que nunca llega a algo más elevado, pierde la oportunidad de aprovechar a pleno todo el rango completo de las posibilidades humanas. Un código legal es algo demasiado frío y formal como para poder tener una influencia beneficiosa sobre la sociedad. Siempre que el fino tejido de la vida se teje de relaciones juridicistas, se crea una atmósfera de mediocridad moral, que paraliza los impulsos más nobles del hombre.

Y será simplemente imposible enfrentar los conflictos de este amenazante siglo con tan sólo el respaldo de una estructura legalista.

La orientación de la libertad

La sociedad occidental actual nos ha hecho ver la diferencia que hay entre una libertad para las buenas acciones y la libertad para las malas. Un estadista que quiera lograr algo importante y altamente constructivo para su país está obligado a moverse con mucha cautela y hasta con timidez. Miles de apresurados (e irresponsables) críticos estarán pendiente de él. Constantemente será desairado por el parlamento y por la prensa. Tendrá que demostrar que cada uno de sus pasos está bien fundamentado y es absolutamente impecable. El resultado final es que una gran persona, auténticamente extraordinaria, no tiene ninguna posibilidad de imponerse. Se le pondrán docenas de trampas desde el mismo inicio. Y de esta manera la mediocridad

En todas partes es posible, y hasta fácil, socavar el poder administrativo. De hecho, este poder ha sido drásticamente debilitado en todos los países occidentales. La defensa de los derechos individuales ha alcanzado tales extremos que deja a la sociedad totalmente indefensa contra ciertos individuos. Es hora, en Occidente, de defender no tanto los derechos humanos sino las obligaciones humanas.

Por el otro lado, a la libertad destructiva e irresponsable se le ha concedido un espacio ilimitado. La sociedad ha demostrado tener escasas defensas contra el abismo de la decadencia humana; por ejemplo, contra el abuso de la libertad que conduce a la violencia moral contra los jóvenes bajo la forma de películas repletas de pornografía, crimen y horror. Todo esto es considerado como parte integrante de la libertad, y se asume que está teóricamente equilibrado por el derecho de los jóvenes a no mirar y a no aceptar. De este modo, la vida organizada en forma legalista demuestra su incapacidad para defenderse de la corrosión de lo perverso.

¿Y qué podemos decir de los oscuros ámbitos de la criminalidad? Los límites legales (especialmente en los Estados Unidos) son lo suficientemente amplios como para alentar no sólo la libertad individual sino también el abuso de esta libertad. El culpable puede terminar sin castigo, o bien obtener una compasión inmerecida, todo ello con el apoyo de miles de defensores en la sociedad. Cuando un gobierno seriamente se pone a erradicar la subversión, la opinión pública inmediatamente lo acusa de violar los derechos civiles de los terroristas. Hay una buena cantidad de estos casos.

El sesgo de la libertad hacia el mal se ha producido en forma gradual, pero evidentemente emana de un concepto humanista y benevolente según el cual el ser humano — el rey de la creación — no es portador de ningún mal intrínseco y todos los defectos de la vida resultan causados por sistemas sociales descarriados que, por consiguiente, deben ser corregidos. Sin embargo y extrañamente, a pesar de que las mejores condiciones sociales han sido logradas en Occidente, sigue subsistiendo una buena cantidad de crímenes; incluso hay considerablemente más criminalidad en Occidente que en la pauperizada y legalmente arbitraria sociedad soviética. (Es cierto que hay una multitud de prisioneros en nuestros campos de concentración acusados de ser criminales, pero la mayoría de ellos jamás cometió crimen alguno. Simplemente trataron de defenderse de un Estado ilegal que recurría al terror fuera de un marco jurídico).

La orientación de la prensa

La prensa, por supuesto, goza de la más amplia libertad. (Voy a usar el término «prensa» para referirme a todos los medios de difusión masiva.) Pero ¿cómo utiliza esta libertad?

Aquí, otra vez, la suprema preocupación es no infringir el marco legal. No existe una auténtica responsabilidad moral por la distorsión o la desproporción. ¿Qué clase de responsabilidad tiene el periodista de un diario frente a sus lectores o frente a la historia? Cuando se ha llevado a la opinión pública hacia carriles equivocados mediante información inexacta o conclusiones erradas ¿conocemos algún caso en que el mismo periodista o el mismo diario lo hayan reconocido pidiendo disculpas públicamente? No. Eso perjudicaría las ventas. Una nación podrá sufrir las peores consecuencias por un error semejante, pero el periodista siempre saldrá impune. Lo más probable es que, con renovado aplomo, sólo empezará a escribir exactamente lo contrario de lo que dijo antes.

Dado que se exige una información instantánea y creíble, se hace necesario recurrir a presunciones, rumores y suposiciones para rellenar los huecos; y ninguno de ellos será desmentido. Quedarán asentados en la memoria del lector. ¿Cuántos juicios apresurados, inmaduros, superficiales y engañosos se expresan todos los días, primero confundiendo a los lectores y luego dejándolos colgados? La prensa puede, o bien asumir el papel de la opinión pública, o bien puede pervertirla. De este modo podemos tener a terroristas glorificados como héroes; o bien ver cómo asuntos secretos pertenecientes a la defensa nacional resultan públicamente revelados; o podemos ser testigos de la desvergonzada violación de la privacidad de personas famosas bajo el eslogan de «todo el mundo tiene derecho a saberlo todo». (Aunque éste es el falso eslogan de una falsa era. De un valor muy superior es el desacreditado derecho de las personas a no saber; que no se abarroten sus divinas almas con chismes, estupideces y habladurías vanas. Una persona que trabaja y que lleva una vida plena de sentido, no tiene ninguna necesidad de este excesivo y sofocante flujo de información.)

Precipitación y superficialidad son la enfermedad psíquica del vigésimo siglo y más que en cualquier otro lugar esta enfermedad se refleja en la prensa. El análisis profundo de un problema es anatema para la prensa. Se queda en fórmulas sensacionalistas.

Sin embargo, así como está dispuesta, la prensa se ha convertido en el mayor poder dentro de los países occidentales, excediendo el de las legislaturas, los ejecutivos y los judiciales Entonces, uno quisiera preguntar: ¿en virtud de qué norma ha sido elegida y ante quién es responsable? En el Este comunista, a un periodista abiertamente se lo designa como funcionario del Estado. Pero ¿quién ha elegido a los periodistas occidentales que ocupan esta posición de poder, y por cuanto tiempo, y con qué prerrogativas?

Existe todavía otra sorpresa para alguien que viene del Este totalitario con su prensa rigurosamente unificada. Uno descubre una común tendencia de preferencias dentro de la generalidad de la prensa occidental (el espíritu de la época), modelos de juicio generalmente aceptados, y quizás hasta intereses corporativos comunes, con lo que el efecto resultante no es el de la competencia sino el de la unificación. Existe una libertad irrestricta para la prensa, pero no para los lectores, porque los diarios transmiten mayormente, de un modo forzado y sistemático, aquellas opiniones que no se contradicen en forma demasiado abierta con su propia opinión y con la tendencia general mencionada.

Una moda en el pensamiento

Sin ninguna censura en Occidente, las tendencias de moda en el pensamiento y en las ideas resultan fastidiosamente separadas de aquellas que no están de moda y estas últimas, sin llegar a ser jamás prohibidas, tienen muy escasas posibilidades de verse reflejadas en periódicos y libros, o de ser escuchadas en universidades. Vuestros académicos son libres en un sentido legal, pero están acorralados por la moda del capricho predominante. No existe la violencia explícita del Este; pero una selección impuesta por la moda y por la necesidad de acomodarse a las normas masivas, frecuentemente impide que las personas con mayor independencia de criterio contribuyan a la vida pública. Hay una peligrosa tendencia a formar una manada, apagando las iniciativas exitosas. En los Estados Unidos he recibido cartas de personas altamente inteligentes — como, por ejemplo, el maestro de un pequeño colegio lejano- que hubiera podido hacer mucho por la renovación y salvación de su país, pero su país no pudo escucharlo porque los medios no le ofrecían un foro adecuado. Esto da lugar a fuertes prejuicios masivos, a una ceguera que es peligrosa en nuestra dinámica era. Un ejemplo de ello es la interpretación autocomplaciente del estado de cosas en el mundo contemporáneo que funciona como una especie de armadura puesta alrededor de la mente de las personas, a punto tal que las voces humanas de diecisiete países de Europa Oriental y del Lejano Oriente asiático no pueden perforarla. Sólo se terminará rompiendo por la inexorable palanca de los acontecimientos.

He mencionado algunos pocos rasgos de la vida occidental que sorprenden y asombran a un recién llegado a este mundo. El propósito y los alcances de esta disertación me impiden continuar con este examen, particularmente en lo relacionado con el impacto que estas características tienen sobre importantes aspectos de la vida de una nación, tales como la educación, tanto la elemental como la avanzada en artes y humanidades.

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No es un modelo

Pero si alguien me preguntara, en cambio, si yo propondría a Occidente, tal como es en la actualidad, como modelo para mi país, francamente respondería en forma negativa. No. No recomendaría vuestra sociedad como un ideal para la transformación de la nuestra. A través de profundos sufrimientos, las personas en nuestro país han tenido un desarrollo espiritual de tal intensidad que el sistema occidental, en su presente estado de agotamiento, ya no aparece como atractivo. Incluso las características de vuestra vida que acabo de enumerar resultan extremadamente entristecedoras.

Un hecho que no puede ser cuestionado es el debilitamiento de la personalidad humana en Occidente mientras que en el Este esa personalidad se ha vuelto más firme y más fuerte. Seis décadas para nuestra gente y tres décadas para la de Europa Oriental; durante todo este tiempo hemos pasado por un entrenamiento espiritual que aventaja, de lejos, a lo experimentado por Occidente. La compleja y mortal presión de la vida cotidiana ha producido personalidades más fuertes, más profundas y más interesantes que las generadas por el bienestar estandardizado de Occidente. Por lo tanto, si nuestra sociedad hubiese de ser transformada en la vuestra, ello significaría una mejora en determinados aspectos, pero también un empeoramiento en algunos puntos particularmente significativos. Por supuesto, una sociedad no puede permanecer indefinidamente en un abismo de arbitrariedad legal como es el caso en nuestro país. Pero también le resultará denigrante elegir la automática suavidad legalista, como es vuestro caso. Después de décadas de sufrimiento, violencia y opresión, el alma humana anhela cosas más altas, más cálidas y más puras que las ofrecidas por los hábitos de convivencia masiva introducidos por la invasión repugnante de la publicidad, el aturdimiento televisivo y la música insoportable.

Todo esto es visible para numerosos observadores de todos los mundos de nuestro planeta. Resulta cada vez menos probable que el estilo de vida occidental se convierta en el modelo a seguir.

Hay advertencias significativas de la historia para una sociedad amenazada de muerte. Tal es, por ejemplo, la decadencia del arte, o la carencia de grandes estadistas. Hay otras advertencias abiertas y evidentes, también. El centro de su democracia y de su cultura se lesiona tan sólo por la ausencia de energía eléctrica por algunas horas, pues repentinamente muchedumbres de ciudadanos americanos comienza a saquear y a causar estrago. La capa superficial de protección debe ser muy delgada, lo que indica que el sistema social resulta inestable y malsano.

Pero la lucha por nuestro planeta, en lo físico y en lo espiritual, esa lucha de proporciones cósmicas no es una vaga cuestión del futuro. Ya ha comenzado. Las fuerzas del mal ya han lanzado su ofensiva decisiva. Podríais sentir su presión pero vuestros monitores y vuestras publicaciones todavía están llenas de las obligatorias sonrisas y de los brindis con los vasos en alto. ¿A qué viene tanta alegría?

Un parentesco inesperado

En la medida en que el humanismo en su desarrollo se fue volviendo más y más materialista, progresivamente permitió conceptos que resultaron utilizados por el socialismo primero y por el comunismo después. De este modo, Carlos Marx pudo decir, en 1844, que el «comunismo es humanismo naturalizado».

Esta afirmación no es enteramente irracional. Uno puede detectar las mismas piedras fundamentales de un humanismo erosionado en cualquier tipo de socialismo: materialismo ilimitado; liberación de la religión y de la responsabilidad religiosa (algo que en los regímenes comunistas llega al estadio de la dictadura antirreligiosa); concentración de las estructuras sociales bajo un criterio supuestamente científico. (Esto último es típico tanto de la Ilustración como del marxismo). No es ninguna casualidad que las grandes promesas retóricas del comunismo giren alrededor del Hombre (con «H» mayúscula) y su felicidad terrenal. A primera vista parece un feo paralelismo: ¿Tendencias comunes en el pensamiento y en el estilo de vida del Occidente y del Este actuales? Pero ésa es la lógica del desarrollo materialista.

Más aún, la interrelación es tal que la corriente materialista que está más hacia la izquierda, siendo que de este modo es la más consistente, siempre demuestra ser la más fuerte, la más atractiva y victoriosa. El humanismo ha perdido su herencia cristiana y no puede prevalecer en esta competencia. De esta forma, durante los siglos pasados, y especialmente durante las décadas recientes, a medida en que el proceso se fue volviendo más agudo, el alineamiento de las fuerzas fue como sigue: el liberalismo resultó inevitablemente desplazado por el extremismo; el extremismo tuvo que rendirse ante el socialismo y el socialismo no pudo resistirse al comunismo.

El régimen comunista en el Este ha podido perdurar y crecer gracias al entusiasta apoyo de un enorme número de intelectuales occidentales quienes (¡sintiendo el parentesco!) se negaron a ver los crímenes de los comunistas y, cuando ya no pudieron seguir negándolos, intentaron justificarlos. El problema persiste: en nuestros Estados del Este el comunismo ha sufrido una derrota ideológica total; su prestigio es cero y aun menos que cero. Y a pesar de eso los intelectuales occidentales todavía lo miran con considerable interés y afinidad, siendo que es precisamente esto lo que le hace tan inmensamente difícil a Occidente el resistirse ante el Este.

Antes del cambio

No voy a examinar el caso de un desastre producido por una guerra mundial y los cambios que produciría en la sociedad. Mientras nos despertemos todas las mañanas bajo un pacífico sol, tendremos que llevar una vida cotidiana. Pero hay un desastre que ya está muy entre nosotros. Estoy refiriéndome a la calamidad de una conciencia desespiritualizada y de un humanismo irreligioso.

Este criterio ha hecho del hombre la medida de todas las cosas que existen sobre la tierra; ese mismo ser humano imperfecto que nunca está libre de jactancia, egoísmo, envidia, vanidad y toda una docena de otros defectos. Estamos ahora pagando por los errores que no fueron apropiadamente evaluados al inicio de la jornada. Por el camino del Renacimiento hasta nuestros días hemos enriquecido nuestra experiencia pero hemos perdido el concepto de una Entidad Suprema Completa que solía limitar nuestras pasiones y nuestra irresponsabilidad.

Hemos puesto demasiadas esperanzas en la política y en las reformas sociales, sólo para descubrir que terminamos despojados de nuestra posesión más preciada: nuestra vida espiritual, que está siendo pisoteada por la jauría partidaria en el Este y por la jauría comercial en Occidente. Esta es la esencia de la crisis: la escisión del mundo es menos aterradora que la similitud de la enfermedad que ataca a sus miembros principales.

Si, como pretende el humanismo, el ser humano naciese solamente para ser feliz, no nacería para morir. Desde el momento en que su cuerpo está condenado a muerte, su misión sobre la tierra evidentemente debe ser más espiritual y no sólo disfrutar incontrolablemente de la vida diaria; no la búsqueda de las mejores formas de obtener bienes materiales y su despreocupado consumo. Tiene que ser el cumplimiento de un serio y permanente deber, de modo tal que el paso de uno por la vida se convierta, por sobre todo, en una experiencia de crecimiento moral. Para dejar la vida siendo un ser humano mejor que el que entró en ella.

Es imperativo reconsiderar la escala de los valores humanos usuales; su presente tergiversación es pasmosa. No es posible que la evaluación del desempeño de un Presidente se reduzca a la cuestión de cuanta plata uno gana o a la disponibilidad de gasolina. Solamente alimentando voluntariamente en nosotros mismos un autocontrol sereno y libremente aceptado puede la humanidad erguirse por sobre la tendencia mundial al materialismo.

Hoy sería retrógrado aferrarnos a las petrificadas fórmulas de la Ilustración. Un dogmatismo social de esa especie nos deja inermes frente a los desafíos de nuestros tiempos.

Aún si nos libramos de la destrucción por la guerra, la vida tendrá que cambiar bajo pena de perecer por sí misma. No podemos evitar una reevaluación de las definiciones fundamentales de la vida y de la sociedad. ¿Es cierto que el ser humano está por encima de todas las cosas? ¿No hay un Espíritu Superior por encima de él? ¿Está bien que la vida de una persona y las actividades de una sociedad estén guiadas sobre todo por una expansión material? ¿Es permisible promover esa expansión a costa de la integridad de nuestra vida espiritual?

Si el mundo no se ha acercado a su fin, al menos ha arribado a una importante divisoria de aguas en la Historia, igual en importancia al paso de la Edad Media al Renacimiento. Demandará de nosotros un fuego espiritual. Tendremos que alzarnos a la altura de una nueva visión, un nuevo nivel de vida, dónde nuestra naturaleza física no será anatematizada como en la Edad Media, pero, más centralmente aún, nuestro ser espiritual no será pisoteado como en la Edad Moderna.

La ascensión es similar a un escalamiento hacia la próxima etapa antropológica. Nadie, en todo el mundo, tiene más salida que hacia un solo lado: hacia arriba.