Un amigo de Lolo – Sobre los niños que sufren

Presentación

 

Lolo

 

Yo soy amigo de Lolo. Manuel Lozano Garrido, Beato de la Iglesia católica y periodista vivió su fe desde un punto de vista gozoso como sólo pueden hacerlo los grandes. Y la vivió en el dolor que le infringían sus muchas dolencias físicas. Sentado en una silla de ruedas desde muy joven y ciego los últimos nueve años de su vida, simboliza, por la forma de enfrentarse a su enfermedad, lo que un cristiano, hijo de Dios que se sabe heredero de un gran Reino, puede llegar a demostrar con un ánimo como el que tuvo Lolo.

Sean, las palabras que puedan quedar aquí escritas, un pequeño y sentido homenaje a cristiano tan cabal y tan franco.

Libro de oración

En el libro “Rezar con el Beato Manuel Lozano, Lolo” (Publicado por Editorial Cobel, www.cobelediciones.com ) se hace referencia a una serie de textos del Beato de Linares (Jaén-España) en el que refleja la fe de nuestro amigo. Vamos a traer una selección de los mismos.

“Resulta que cada infancia herida es como la repetición de la historia que empieza en un pesebre y acaba en una cruz. Los niños pueden ser rubios o morenos, delgados o con mofletes, pero cada uno reproduce auténticamente en su carne las consecuencias de un viejo pecado y la gloriosa aventura de la salvación. En cada pequeño, como en cada criatura que sufre, Cristo está redivivo, mucho más allá de las fotografías.

Que verdaderamente es terrible que sufran los inocentes, da testimonio su vida y Calvario; y lo dicen, más que nada, sus lágrimas. Aunque todos los hombres nos juntáramos para llorar esa tragedia, apenas si nos acercaríamos un milímetro al volumen de su pena. El no es de los que les da miedo mirar a los espejos, sino la inocencia prototipo, el cristal donde se multiplican todas las crucifixiones sin culpa. Las frases de protesta de los hombres rebotan en  la injusticia de sus divinas manos crucificadas. El niño mártir de cualquier aldea, el que vive en Suecia o el que nacerá en un cohete interplanetario son como dedos que apuntan a los entrecejos de todos los hombres que pecamos”.

(Cartas con la señal de la cruz, pp. 43-44) 

Sobre los niños que sufren

Es más que conocido y sabido el amor que Jesús, en su llamada “vida pública”, manifestó por un sector de la población poco apreciado en su tiempo como eran los niños. Tan es así que llegó a decir que quien no fuera como uno de ellos no entraría en el Reino de los cielos. ¿No resucitó Cristo a la hija de Jairo? ¿No permitió que se acercaran los niños a Él cuando sus apóstoles querían apartárselos?

Es bien cierto, por tanto, que cuando recordamos a un Niño muy especial, que nació en una fecha que damos en decir que fue un 25 de diciembre, lo que hacemos es poner, en tal Niño, el cuerpo de cada uno de los que la humanidad ha traído al mundo desde que Dios la creó. En Aquel que nació para salvarnos encontramos las mentes y corazones de cada ser humano que ha sido, también, niño y que se ha podido ver sometido a las violencias de los tiempos, a las enfermedades poco consideradas con la infancia, a los sufrimientos que lleva aparejada la inocencia y la indefensión inmensa en la que se encuentran aquellos que, por sí mismos pueden hacer poco para sí mismos.

Y, entonces, se repite toda una historia que lleva nombre y que un Ángel dijo a una Virgen que sería el que llevaría. Y el dicho suceder de acontecimientos tienen todo que ver con la vida que, empezando en un pobre pesebre y terminando en una terrible y vengativa cruz determinó, permitió, procuró que la humanidad no acabara de caer en la fosa que, no por casualidad, se había abierto ella misma bajos sus pies de barro y pecadores.

Y es que todo esto tiene que ver, el sufrir de un niño, con la misma existencia de Cristo. Y, aunque es bien cierto que ni todos los hombres que a lo largo del mundo han sido, son y serán, poco podemos hacer para igualar el amargo dolor y el sufrimiento físico y espiritual de Aquel que por nosotros se entregó, no es menos cierto que sí podemos darnos cuenta de lo que supone que alguien sufra sin culpa alguna, sin  merecer pasar por un trance que no cabe en corazón humano pueda estar pasando. Y entonces recordamos al Gran Inocente, al más Inocente de todos los inocentes que en mundo han sido y estamos de acuerdo en afirmar que en sus manos y en sus pies, en su costado, quedaron impresas para siempre las heridas de otros que fueron niños, y que son ahora, y que se ven zaheridos sin ser capaces de sobrenadar su sufrimiento porque no tienen las armas, aun, de la compresión del dolor y de la posibilidad de sobrenaturalizarlo.

Y vemos, entonces, y nos damos cuenta en tan preciso instante, de la culpa que recae sobre nosotros porque, al ser niños como ellos, no quisimos permanecer en tal edad inocente y en tal momento gozoso de nuestra vida porque queríamos crecer, porque era imperativo que creciéramos perdiendo, precisamente, la inocencia que Cristo admiró tanto y que tanto defiende en el definitivo Reino de Dios.

Nos queda, sin embargo, la esperanza de saber que, al menos, podemos imaginar cómo es la misma. Y acercarnos, así, a nuestro hermano Cristo que tanto sufre por aquellos que sufren siendo diminuto su poder e inmenso su corazón. 

 

Eleuterio Fernández Guzmán