De la abundancia del corazón, habla la boca

El hombre bueno del buen tesoro de su corazón saca lo bueno, y el malo de su mal saca lo malo: porque de la abundancia del corazón habla su boca.

Lucas 6,45

Ese principio establecido por Cristo es una realidad fácilmente comprobable en la vida diaria. Es imposible que una persona llena de maldad tenga un discurso bueno. Y a su vez, quienes tienen el alma llena del amor de Dios, hablarán las cosas del Señor para mayor gloria suya. Entre ambos extremos hay un amplio rango de situaciones y comportamientos. 

En la primera lectura de la Misa de hoy se nos dan lo Diez Mandamientos, guía segura para el pueblo de Dios, que Cristo resumió en dos: amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. El mismo Dios que liberó a Israel de la esclavitud de Egipto es quien hoy quiere conceder a su pueblo la liberación de la esclavitud del pecado y del sometimiento al espíritu de un mundo que sigue sirviendo a Satanás. 

Si somos liberados del espíritu mundano, necesariamente deberemos hablar el lenguaje de Dios y no el del mundo. Pero tal cosa no la podremos hacer si el Espíritu Santo no empapa nuestras almas de la gracia divina. Solo de esa manera podremos cumplir los mandamientos de Dios -y de paso los de la Iglesia- de corazón, no de forma meramente externa. La diferencia entre el hijo y el esclavo es que aquel sirve al padre por amor y el último lo hace por imposición. Si cumplimos los preceptos divinos por mera inercia, porque nos viene impuesto, no alcanzamos la esencia de aquello que Dios quiere para nosotros. Y aun así, es mejor cumplir los mandamientos y preceptos de la ley de Dios que rebelarse contra ellos. Antes o después, quien por gracia es fiel a la ley por ser ley -poquísimos hoy-, recibirá la gracia de ser fiel a la ley por puro amor al Autor de la ley. Y, por supuesto, se engaña quien dice que ama a Dios y no cumple sus mandamientos.

Para saber cuál es el estado de salud espiritual del pueblo de Dios hay dos termómetros imprescindibles: su forma de rendir culto al Señor y su forma de servir a los más necesitados. Y por ese orden, además.

Una liturgia pobre, mundanizada, que busca entretener a los que la celebran que más rendir verdadero culto a Dios es señal de grave crisis de fe. Cuando ves una parroquia en la que no se lee bien la Palabra -lo hace gente que ni siquiera se entera de lo que está leyendo-, el cura o los curas cambian la liturgia según les parece, nadie se arrodilla en la consagración, se inventan cualquier cosa extraña para, dicen, atraer a niños y jóvenes -que luego se van- y/o, en definitiva, parece que la Misa es una reunión de vecinos aburridos, da por hecho que el catolicismo está en franca decadencia.

Y si ves una parroquia en la que la Misa se celebra más o menos dignamente pero cuando llega la hora de recoger dinero para Cáritas, abundan las monedas de céntimos y no los billetes, da por hecho que el segundo mandamiento es poco más que un ideal bonito, lo cual implica que el primero tampoco se cumple.

Hay algo peor que el descenso de la práctica religiosa: el descenso de la calidad espiritual de los que todavía tienen la fe como algo importante en sus vidas. Pero ese descenso no es responsabilidad solo de los fieles, sino de aquellos que están llamados a alimentarles con el maná del cielo y les dan el alimento mortal del error, de la herejía, del semipelagianismo estéril, de la rutina tibia. En vez del  buen vino de las bodas de Caná, ponen en sus labios el vinagre que pusieron en los labios de Jesús en la cruz.

A Dios gracias, quedan todavía muchos curas que viven su sacerdocio sin haber desechado ese primer amor que les llevó a consagrar sus vidas a Dios. Es responsabilidad de los fiels el mantenerlos en pie mediante nuestra oración y, no se nos olvide, por medio de nuestro calor humano. Si no les cuidamos, enfermarán. Y si creemos, o constatamos, que nuestros sacerdotes se han desviado de su vocación, con mayor razón habremos de rezar por ellos y por su conversión. Es más fácil quejarse que rezar. Si es necesario, acudamos al obispo en los casos en los que apreciemos que el sacerdote que nos ha tocado en suerte es un peligro para la fe de los fieles, pero ni aun entonces dejemos de rezar por él, porque sin duda, en la mayor parte de los casos, hubo un día en que el Señor le llamó a su servicio, y donde hubo verdadera vocación, puede volver a haberla.

De la abundancia del corazón de un seglar que ama a Dios nace la oración constante por los pastores que el Señor ha puesto para guiar su alma. El Espíritu santo hará nacer el deseo de celebrar cada Misa como si se estuviera ya en la liturgia celestial. Hará nacer el deseo de servir a los hermanos más necesitados. Hará nacer el deseo de ser testigo fiel de Cristo en la familias, entre las amistades y en el trabajo. La gracia de Dios nos capacita para todo ello.

 

Luis Fernando Pérez Bustamante