El proceso jurídico de Cristo 3. Las reuniones y el prendimiento

 

4)      Las reuniones contra Cristo

La actitud de Cristo contra el Sanedrín, sumado a su popularidad y, principalmente, a su proclamación como el Mesías de Israel e Hijo de Dios, son lo que definirán su arresto en la noche del 13 y 14 de marzo del año 782 de la época romana (jueves y viernes santos); todo había sido cuidadosamente premeditado en secreto pues al menos tres veces –según narran los evangelistas– se había decretado su encierro:

 

 

a. La primera reunión: entre el 28 y 30 de septiembre (Tirsi) del año de Roma 781, o 33 de la era cristiana. Jesús había sido denunciado como “falso profeta” preparándose así los ánimos para su condenación. En efecto, en el Evangelio de San Juan, se lee: “El último día de la fiesta de los Tabernáculos (28 de septiembre), que es el más solemne, Jesucristo enseñaba a la multitud. Entre esta, unos decían: ‘Este es verdaderamente profeta’; otros decían: ‘Ese es el Cristo’… Los fariseos, habiendo oído a la multitud hablar así acerca de él, enviaron ministros para prenderle. Pero ninguno puso la mano sobre él. Los ministros volvieron a los pontífices y los fariseos, quienes les dijeron: ‘¿por qué no le habéis traído?’ Los ministros respondieron:‘Jamás habló hombre como este hombre. Pero los fariseos les replicaron: ‘¿Habéis sido seducidos vosotros también? ¿Hay alguno de los jefes del pueblo o de los fariseos que haya creído en él?’ Pero estas gentes que no conocen la Ley son malditas. Entonces Nicodemo (aquel que vino a Jesús en la noche y que era uno de ellos), les dijo:‘¿Acaso nuestra ley condena a un hombre sin que antes se le haya oído, y sabido qué ha hecho de ellos?’Ellos le respondieron: ¿Eres tú también Galileo?”[1]. A consecuencia de la emoción de la multitud, del testimonio de los ministros (o policía secreta) y de la interpelación de Nicodemo, los fariseos, espantados de los progresos que hacía la predicación de Jesús, provocaron una primera reunión del Sanedrín. El apóstol San Juan (Jn 9,22) quien refiere el envío de los ministros para apoderarse de Él, añade a propósito del ciego de nacimiento curado milagrosamente dos días después del a fiesta de los Tabernáculos: “Sus padres temían a los judíos; porque los judíos habían decretado ya que si alguno confesaba que Jesús era el Cristo, fuese arrojado de la Sinagoga”. Luego, había sido lanzado un decreto de excomunión. Este “decreto de excomunión” (lanzado del 28 al 30 de ese mes), sólo podía hacerse en reunión solemne del Sanedrín como vimos más arriba[2].

b. La segunda reunión: Febrero del 782 (año 34 de Jesús), cerca de cuatro meses y medio después de la primera. Dicha asamblea fue ocasionada, ni más ni menos, que por la asombrosa resurrección de Lázaro. Fue Caifás quien propuso directamente la pena de muerte, ratificada por unanimidad: “Algunos de los judíos fueron a los fariseos y les contaron lo que había hecho Jesús. En tal virtud, los pontífices y los fariseos reunieron el concejo y decían: ‘¿Qué hacer? Este hombre hace muchos milagros. Si le dejamos continuar, todos creerán en él, y vendrán los romanos y se apoderarán de nuestro país y de sus habitantes. Pero uno de ellos, nombrado Caifás, que era el príncipe de los sacerdotes aquel año, les dijo:‘Vosotros no sabéis nada, y no consideráis que vale más que uno solo hombre muera por todo el pueblo, y no que toda la nación perezca. Así es que desde aquel día resolvieron hacerle morir.Por esto Jesús ya no se presentaba en público entre los judíos; mas se fue de allí, a un país vecino del desierto, en una villa nombrada Ephrem, y allí estaba con sus discípulos… Los pontífices y los fariseos habían ordenado que, si alguno sabía donde estaba, lo declarase, a fin de aprehenderle” (Jn 11, 43-56). Así pues, este segundo concejo se decidió a dar muerte a Jesús, por resolución del gran sacerdote: “Vale más que uno solo hombre muera”.

Dicha sentencia, retengámoslo, fue pronunciada sin citar al condenado, sin oírle, sin acusadores ni testigos, etc, por la sola razón de detener el curso de sus milagros e impedir que el pueblo creyese en él. Y todo el concejo ratificó servilmente este fallo; nadie lo impugnó, al contrario: “desde aquel día resolvieron hacerle morir”.

c. La tercera reunión: 12 de marzo del 782, a 20 o 25 días después de la anterior, es el miércoles de la última semana de Jesús, o sea, dos días antes de la Pasión. El arresto y suplicio serán fijados aquí para efectuarlos en el primer momento favorable. “Se aproximaba la fiesta de los ázimos, llamada Pascua. Y los príncipes de los sacerdotes y los escribas buscaban cómo podrían hacer morir a Jesús. Entonces los príncipes y los ancianos del pueblo se reunieron en la sala del gran sacerdote, que se llamaba Caifás, y tuvieron concejo para saber cómo se apoderarían con cautela de Jesús, y le harían morir. Y decían: ‘Es necesario que no sea durante la fiesta, no sea que le levante algún tumulto en el pueblo’” (Lc 22, 1,3; Mt 26, 3). Se trata entonces, no de la deliberación acerca de si se lo apresa o asesina, sino del momento prudente para hacerle morir.

 

5)     El prendimiento de Jesús

Todo estaba previsto para detener a Cristo, pero acontecimiento imprevisto cambiaría los planes: “Judas, llamado el Iscariote, uno de los doce, vino a los príncipes de los sacerdotes, para entregarles a Jesús. Y conferenció con los príncipes de los sacerdotes y los magistrados cómo le entregaría. Estos al verle, se alegraron mucho y le prometieron darle dinero” (cfr. Lc 22, 3,4; Mc 14, 10, 11). Entonces el tiempo del prendimiento varió: y, en vez de hacerlo luego de la pascua, pensaron que la oportunidad estaba pronta para detenerlo a la primera ocasión que se les presentara: “Ellos prometieron a Judas 30 monedas de plata, y este se comprometió por su parte a aprovechar la primera ocasión favorable para entregar a Jesús en sus manos sin conmoción del pueblo” (cfr. Lc 22,6; Mt 26, 16). Sin embargo, recalquémoslo, desde el punto de vista jurídico, Jesucristo nunca había sido citado por el Tribunal, ni interrogado, ni oído siquiera… No había estrictamente causa pues hasta el momento ningún acusador se había presentado ni ningún testigo había atestiguado.

En cuanto a la noche del Jueves, sólo sus amigos sabían que Cristo pasaría la noche en el huerto, de allí que Judas abandonase rápidamente la sala del Cenáculo para concretar la entrega por 30 monedas de plata (equivalente al precio de la compra de un esclavo). Su traición consistió en dar a conocer a los judíos el lugar donde podía ser apresado lo más pronto posible sin llamar la atención y sorprendió a los sanedritas por ser Judas amigo de Jesús y único apóstol no galileo (era de Judea).

Pero veamos cómo estará organizado el prendimiento:

 


 
[1] Jn 7, 37-54.
[2] La sinagoga distinguía tres grados de excomunión o de anatema: la separación (niddui); la execración (cherem); la muerte (schammata). El primer grado o separación condenaba, al que se le imponía, a vivir aislado durante treinta días: podía frecuentar el templo, pero en un sitio aparte. Tampoco estaba reservado exclusivamente al Sanedrín, podía ser formulado en toda ciudad por los sacerdotes encargados de residir allí como jueces. El segundo grado o execración, traía consigo una separación completa de la sociedad judaica; aquel al que se le imponía era excluido del templo y entregado al demonio y solo el sanedrín, residente en Jerusalén, podía pronunciar este anatema. Lo pronunció en efecto, en  esta primera reunión, contra todo el que osara confesar que Jesucristo era el Mesías. El tercer grado o la muerte, era el más formidable de los tres; se reservaba ordinariamente para los falsos profetas. Este anatema entregaba, a aquel sobre quien caía, a la muerte del alma, y era lo más frecuente, a la del cuerpo. El sanedrín entero pronunciaba solemnemente y en medio de las más horribles maldiciones la sentencia; si por alguna razón atenuante no se entregaba al excomulgado el último suplicio (la lapidación), siempre, después de su muerte, se chocaba una piedra sobre su sepulcro, para significar que había merecido ser apedreado, y nadie podía acompañar el cuerpo del difunto, o llevar luto por él.