El día en que Rafela y don Jesús lloraron juntos

 

Tendría sus cosas, pero llegaba la semana santa y don Jesús se dejaba el pellejo para atender las dos parroquias. Decía que era párroco de dos pueblos y que quería celebrar la pascua con las dos comunidades. No era nada sencillo. La mañana del jueves, comuniones a los enfermos en los dos pueblos. Por la tarde, oficios de la cena en uno y luego en el otro. Hora santa en cada lugar. Laudes el viernes en los dos pueblos, más todo lo demás repetido y cambiando de localidad varias veces: oficios en uno y luego en otro, viacrucis aquí y allá y procesiones en cada lugar.

Durante el viacrucis Rafaela lo miraba. La verdad es que entre los dos había una fluida relación aunque se peleasen con frecuencia. La pobre no hacía más que preguntarse cómo aguantaría ese hombre, porque intentó llevarle alguna cosa a media tarde y la rechazó al ser día de ayuno.

La verdad es que aguantó bien todo lo del jueves, y eso que después de la hora santa se quedó hasta muy tarde en la iglesia. Pero claro, madrugar el viernes y esa paliza, y encima lo que quedaba el sábado, las dos vigilias, era como para echarse a temblar.

Por eso Rafaela, tras los oficios del viernes, se fue decidida a su casa y allá, encerrada en la cocina, fue urdiendo su plan. Sin decir nada a nadie, calladita cual difunta, a su mole mole, el plan iba saliendo adelante. Cosa suya que a nadie importaba.

Regresó don Jesús al pueblo tras celebrar los oficios del viernes santo en la parroquia de al lado ya por segunda vez. Le quedaban aún el viacrucis y la procesión con el Cristo en el pueblo de Rafaela y aún más tarde lo mismo en la otra localidad. Rafaela, y de eso se dio cuenta el cura, desapareció a media procesión. Pero era tan imprevisible, tan suya, tan de arrebatos, que a lo más que llegó el párroco fue a pensar que qué era lo que en esa ocasión habría hecho mal para que la buena de Rafaela decidiera ausentarse. En fin, cosas de ella, ya se le pasará.

Fue acabar la procesión y sentase al volante para recorrer sin pausa los ocho kilómetros que le separaban de la próxima celebración. Con lo que no contaba don Jesús era con encontrarse un coche atravesado en el camino que tomaba como atajo para evitar el centro del pueblo. Junto al coche, Rafaela, y sobre el capó un plato con torrijas y un vaso de café con leche bien cargadito de azúcar y hasta con su chorrito de brandy.

¡Rafela! Quita ese coche de ahí que llego tarde. No, don Jesús, no. Tiene una cara que no puede más y hasta me ha parecido que se mareaba un poco en el viacrucis. Usted no puede aguantar sin comer nada. Así que o se toma ahora mismo un par de torrijas y el café o no se mueve de aquí se ponga como se ponga. Que una cosa es el ayuno y otra que ande usted hoy como anda y encima sin poder tomar nada. Dios no se lo tendrá en cuenta, y si lo hiciere, le dice que fue cosa de Rafaela que le hizo un chantaje, que me pida a mí las cuentas.

La verdad es que don Jesús reconoció que no podía más y se zampó las tres torrijas con su vasito de café y el añadido que le levantaron un poco la tensión. Me ha contado un pajarito que mientras daba cuenta del refrigerio, se le deslizaban unas lágrimas por sus ojeras de cansancio. El mismo pajarito afirma que Rafaela le acompañaba con la suyas. Me hubiera gustado servirle mejor, en casa… pero es viernes santo y quizá muchos no lo hubieran entendido. Mejor aquí, en el camino, sin nadie…

Aquella tarde, sin más testigos que el sobrino de Rafaela, el chófer, se dieron un fuerte abrazo. Que acabe bien el viernes, don Jesús. Dios te lo pague, Rafaela…