Los crímenes de los "buenos": Prisionero en un campo de concentración norteamericano: Mons. Witte

En agosto de 1999 tuve el gusto de conocer personalmente a Monseñor Bernardo Witte, misionero en Formosa y Chaco desde 1955, ordinario de la Diócesis de Concepción de Tucumán, a cuya capital yo había viajado para impartir una serie de conferencias programadas por el C.I.E.S[1]. Esta Fundación, dirigida por el recordado y meritorio Profesor Carmelo Palumbo, desarrollaba una intensa tarea de difusión del pensamiento iusnaturalista y cristiano a lo largo de toda la Argentina. Enviaba a sus oradores, con un tema específico cada año, a todas las diócesis de Argentina y de Paraguay que aceptaban su presencia.

Pero no era común que el ordinario local concurriera a las actividades de la Fundación. De hecho, en ocho años como orador de C.I.E.S. sólo conocí a un obispo. Ése fue Monseñor Witte, con quien además, fuera de las conferencias, pude departir sobre variados temas. Era un hombre cordial, sencillo (se lo veía recorriendo la ciudad en bicicleta, saludado afectuosamente por los transeúntes), a quien agradezco haber conocido, no sólo por lo que ello significó de deferencia hacia mi tarea sino también (impútese esto a “defecto profesional” del universitario) porque ello me dio la oportunidad de tener noticias sobre hechos históricos -relevantes algunos, significativos otros-, referidos por alguien de auténtica autoridad.

No todos puedo ponerlos por escrito; pero la ocasión de esta publicación me anima a recordar ahora algunos de ellos.

Monseñor Witte, quien del obispado de La Rioja (desde el 5 de junio de 1977) había pasado a ser ordinario de Concepción en agosto de 1992, me contó un suceso por demás interesante, que tenía justamente por protagonista al entonces presidente de la República y antes gobernador de La Rioja, Carlos S. Menem. En La Rioja Monseñor le negaba la comunión al gobernador Menem por pecador público: según el obispo, Menem no estaba casado por la religión católica sino por la musulmana, razón por la cual no podía acceder a la comunión. Y él, siendo ordinario de La Rioja, se la había negado. No pude entonces dejar de vincular una peculiar singularidad de la carrera episcopal de Monseñor Witte con ese acto de cabal cumplimiento de sus obligaciones como pastor.

Mi anfitrión se refirió asimismo al deceso de su predecesor en el cargo de obispo de La Rioja, Monseñor Ignacio Angelelli (a quien el autor del libro de memorias que nos convoca manifiesta gran respeto). Monseñor Witte había llevado a cabo una investigación oficiosa sobre su muerte, cuyos resultados –me dijo- señalaban que el deceso del obispo se había debido a un accidente.

Vamos ya finalmente al texto cuya difusión consideramos de interés, dado su valor histórico, jurídico-político y –habida cuenta de la pregnancia del mesianismo como fundamento de la praxis político-militar norteamericana, signada por la demonización de quienes se interponen en los designios de EUA- también teológico.

Se toma del libro de memorias de Monseñor Bernardo E. Witte, O.M.I. (Vardingholt, 1926 – Mendoza, 2015), Mi vida misionera, 3ª ed. corregida y ampliada, Córdoba, 1997, pp. 12-21).

 

Sergio R. Castaño



 

PRISIONERO EN UN CAMPO DE CONCENTRACIÓN NORTEAMERICANO:

EL TESTIMONIO DE MONSEÑOR BERNARDO WITTE,

OBISPO DE LA RIOJA Y DE CONCEPCIÓN DE TUCUMÁN, ARGENTINA

 

 

PRISIONERO DE GUERRA A LOS 18 AÑOS

 

La tragedia de la guerra mundial llegaba a su fin. La muerte y la destrucción se proyectaban, como castigo apocalíptico, sobre ciudades y comarcas. Como joven soldado, viviendo la turbulenta retirada del ejército alemán, percibí la proximidad de inevitable derrota y consecuente capitulación incondicional.

Perdidos en medio de los frentes, en el amanecer del 11 de Abril a la madrugada, nos sorprendieron las tropas aliadas en nuestro escondrijo. Formábamos un pelotón de quince soldaditos que nos manteníamos valientemente en silencio y en vela, sin haber hecho un solo disparo. Siempre buscábamos el amparo del bosque de la zona montañosa de Harz. Nuestra situación era casi ridícula ante la abrumadora supremacía de los americanos. Ellos empleaban las reglas de la guerra relámpago y, ante la mínima resistencia, la estrategia de la tierra arrasada. De este modo se acercaban a BERLIN, su meta.

 

NOS RENDIMOS SIN RESISTENCIA

Los vencedores nos trataron al principio con respeto y según las normas de prisioneros de GENF. Pronto, lamentablemente, suprimieron este código de honor. Se imponía la crueldad al estilo de la Gestapo. En larga caravana nos transportaban hacinados por las rutas de la propia patria; atravesando pueblos destruidos en los últimos días de la contienda. Los compatriotas nos miraban con compasión y cariñosa angustia, ofreciéndonos alimentos.

Los yanquis toleraban, a veces, estos gestos solidarios. Mas, generalmente, intentaron evitar ayuda humanitaria.

¡Qué terrible es padecer hambre…!¡Observar heridos sin asistencia! ¡Con lacerante dolor veíamos morir al camarada, sin que pudiéramos acercarnos a él con gesto fraternal y un vaso de agua! Nada se nos ofrecía, nada estaba permitido.

Lo inhumano reinaba con todos sus fueros.

Después de las primeras peripecias arribamos al caos viviente del inmenso campo de prisioneros de Remagen, ubicado en las orillas del amado río Rin. El panorama era desolador.

 

REMAGEN: Parcela del infierno bélico

Detrás del alambre de púas - dieciséis hileras hasta una altura de tres metros - nos arrojaron, como residuos, al campo abierto.

Este cerco punzante, y torres con centinelas amenazadores ambientaron la experiencia de marginación inhumana e infernal. Nos sentíamos como sepultados vivos en nuestros refugios cavados, a duras penas, con latas vacías o cucharas. De esta manera nos protegíamos contra el frío. Así era nuestra celda de la muerte. Apresados y condenados aguardábamos la decisión.

¡Cómo suscitaba nuestra ira el recuerdo de aquellos que, con astucia, prometieron tratamiento justo para convencernos a optar masivamente por la capitulación!

Cundía el hambre y la locura en medio de progresiva depresión.

Éramos muchedumbre de harapientos -cien mil-. Abatidos, destrozados, sucios, extenuados, tristes, resignados; experimentábamos letal pobreza y miseria humana.

Nos cobijaba una ex-chacra y prado con algunos árboles. Todo era grisáceo, nuboso, deprimente, agobiador.

Desprotegidos en la lluvia y en el frío, sin instalaciones sanitarias, humanitarias, para los heridos. Sólo disparos de ametralladoras, golpes con culatas, insultos y amenazas.

¡Agónico fue experimentar la impotencia absoluta ante el sistemático desprecio y rechazo de los llamados “derechos humanos”!

Durante diez días nos negaron toda alimentación: ¡alienante! El mayor martirio, sin embargo, fueron los tres primeros días, con sus noches, sin agua. Algunos camaradas desesperados y enloquecidos por la sed, se acercaban un milímetro más allá de la última zona de seguridad: para pedir clemencia, o reclamar agua. La respuesta, invariable: el guardia apuntaba, sentíamos el disparo, el quejido de dolor y las carcajadas de los victoriosos.

¡Cuánto horror, sufrimiento, espanto…!

La fría intemperie primaveral de abril nos hacía temblar. Tanto la garúa como la lluvia, el viento, el rocío y el sol nos causaban dolor, provocaban náuseas; el ánimo, vencido, generaba explosiva carga de frustración.

Como animales dormíamos en el suelo húmedo y sucio, sin cobija. El tiempo transcurría sin higiene y ropa interior. Las pulgas invadían, con su irritante cosquilleo e irrefrenable caminata, sobre nuestro cuerpo débil, flojo y demacrado.

Barbudos, de aspecto salvaje, a veces surgían entre nosotros incontrolables peleas, por cualquier motivo; hasta que el cansancio y el mareo nos arrojaban nuevamente al suelo, nuestro hábitat.

Nos martirizaban las largas noches frías sin dormir, transcurridas entre lágrimas amargas y cantos nostálgicos, hermosos cuentos y maldiciones sediciosas, oraciones fervientes… sueños que nos permitían volar y fugarnos a ambientes imaginarios con opíparos festines y lechos confortables…. Esto nos permitía, ¡por unos segundos al menos! el olvido y el gozo del idealizado preludio celestial.

Nuestro mayor consuelo consistía en saborear el tentador y obsesionado anhelo de una fuga.

 ¡LIBERTAD¡Qué palabra!

¡Llegar a casa! ¡inhibidos!

Nos mordía la duda y la incertidumbre sobre la situación de nuestros seres queridos. ¿Vivirían? ¿Habrían muerto? ¿Estarían, como nosotros, vejados por las soberbias y opresoras tropas victoriosas? Nuestras hermanas y madres… ¿qué suerte estarían corriendo…?. El resto del país, ¿cuánta degradación y muerte soportaba?

 

Mons. Bernardo Witte

 

¡AY DE LOS VENCIDOS!

¡VAE VICTIS!, aprendíamos en el primer libro de latín. La ley de la violencia, de la muerte, para las víctimas de la vandálica guerra, continuaba vigente a nuestro lado.

La constante era el fragor de las armas, el lamento de los moribundos.

¡Cuántas veces percibía a mi lado la voz tenue del camarada:“¡Ahora hay uno menos que sufre! ¡pobrecito, será feliz! ¡Mejor es morir que padecer el dolor espantoso del hambre!”

Esta reflexión, al comienzo, la consideraba una herejía. Mas, luego, sentía cierta envidia a los ametrallados. Porque surgía la pregunta ineludible: ¿Vale la pena seguir viviendo, sufriendo…?.

Éramos hombres acabados; esclavos, condenados a vegetar estoicamente sin derecho ni ley. Estábamos sometidos a la superpotencia aliada.

En todo momento sufríamos la humillación y la represalia, la represión y las enfermedades.

La muerte causada por el hambre era tan frecuente, que la considerábamos habitual compañera. Diariamente eran sepultados unos treinta prisioneros en fosas comunes, sin nombres. Con un promedio mayor de ancianos y adolescentes. Apenas eran honrados con breve oración por parte de los sepultureros. Estos eran los únicos que recibían ración extra para poder realizar esta fúnebre tarea.

Al principio el hambre provocaba gran dolor estomacal. Después, lentamente, se apoderaba de nosotros el desinterés, la resignación.

Por falta de agua e higiene, la suciedad exhalaba pestilencia.

A consecuencia de las lluvias, la chacra se tornaba en terreno fangoso. Nuestros zapatos se deshacían.

Las letrinas eran simplemente unas zanjas abiertas. Algunos compañeros perdían los excrementos por donde deambulaban.

No existían edificios destinados para hospitales y/o cocina alguna.

En síntesis: no había más que hombres sucios, desesperados, intentando sobrevivir hasta la siguiente ración alimenticia. Esta consistía en unos tambores de agua, y un pedazo de pan o unas galletitas de raciones de emergencia.

Algún compañero exclamaba con frecuencia: esto es el fin.

 

FECUNDIDAD SURGENTE DE LA ORACION

A veces observaba a alguien recogido para orar o leer la Biblia, que había salvado como invalorable tesoro espiritual. En medio de la muerte Dios vivía. Solo El era nuestra esperanza.

Cuántas veces me he preguntado en el transcurso de mi vida: ¿Cómo pude sobrevivir…, cómo pude salir con vida de tal infierno…?. Al parecer, me alimentó la palabra del Apóstol: “El Señor me amó y se entregó por mí” (Ga. 2,20).

Creo sinceramente que sobreviví porque “No solo de pan vive el hombre, sino de cada palabra que sale de la boca de Dios” (Mt. 4,4).

Me fortificaba en la fe con frases y palabras de la Sagradas Escrituras.

Descubrí con cariño y gratitud que mi querida madre me había educado en el amor a la palabra de Dios. Frases y capítulos, bienaventuranzas y parábolas permanecían grabados en el corazón; ahora generaban la misteriosa fuerza vitalizadora.

En este tiempo rezaba con frecuencia y fervor como nunca antes. A diario repetía durante horas cantos y poesías, lecturas y oraciones, pasajes bíblicos e himnos.

Este único entretenimiento constituía una fuente inagotable de energía espiritual, manteniéndome vivo y esperanzado. Para salir indemne del caos.

Con algunos camaradas de la provincia de Westfalia formamos un pequeño clan para protegernos mutuamente. Así la charla, el canto, el rezo, era más familiar. Conversábamos sobre los planes de fuga; porque queríamos regresar a casa, construir un futuro. Desde el principio les confié mi condición de Seminarista. Por fin, podía revelarlo en público: había concluido la persecución a la Iglesia.

 

EL ESCAÑO DE LA MUERTE

Durante el mes de mayo nos sorprendió la noticia de la pavorosa existencia de los CAMPOS DE CONCENTRACION de judíos y de opositores al Hitlerismo: millones habían muerto en las cámaras de gas en nuestro país. ¡Cuánta maldad! ¡Inaudito!

A fines de junio constatamos que la muerte había reducido visiblemente nuestras filas. ¡Cómo escaseaba el alimento! Cuántas veces repetíamos con dolor y hasta con ironía: “No sólo de pan vive el hombre”. ¡Pero sin pan no se vive mucho tiempo!

¡Cómo envidiaba a los animales de nuestra granja paterna! ¡Recordaba la parábola del hijo pródigo! El deseaba satisfacer su hambre con las bellotas que comían los puercos; pero no se le permitía. Me encontraba en idéntica situación.

Parecía que Dios era injusto conmigo ¿Por qué me tocaba esta suerte? ¿Acaso la parábola no era la revelación de la Misericordia Divina? ¿Dónde estaba ahora Su Misericordia? ¿Por qué no sufrían este destierro los grandes nazis, los culpables del partido o los protagonistas que aplaudían la guerra?

Sí. Yo reñía con Dios. Presentaba cada semana querellas al Señor: para reclamar la libertad y el pan, la justicia y el regreso al seminario.

A nuestro alrededor la tragedia crecía por tanta carencia, aclimatándonos en el estupor.

Fuimos testigos de peleas y/o muertes, a puñetazos entre los prisioneros; reñían por un pedazo de pan. Hubo pequeños robos, envidias, amenazas. A veces arrojaban a un camarada a las fosas de las cloacas. Veíamos también a personas adultas que enloquecían: balbuceaban frases ininteligibles e incoherentes. Algunos soldaditos lloraban reclamando la presencia de la madre para su cuidado y protección.

Alguien gritaba: “¡Quiero morir, déjenme morir!”. No faltaba quien se abalanzara, encolerizado, al alambre de púas, a la zona prohibida. Su suerte estaba echada: las balas perforaban los cuerpos de los indefensos. Esta muerte segura les libraba del martirio del hambre.

No pocas veces me tentaba aquella muerte, considerándola como liberación.

 

UNA SANTA MISA DIFERENTE

Una singular experiencia marcó mi vida en aquel tiempo de la prueba y purificación. Una mañana escuché cantos religiosos. Lentamente me levanté y arrastrándome llegué hasta el lugar de donde provenía la consoladora melodía de la Santa Misa. Recuerdo la Homilía del valiente sacerdote, prisionero como nosotros; sólo una estola violácea lo distinguía. “Camaradas - dijo - no me resulta fácil dirigirles la palabra, porque el hambre y la frustración, nuestra debilidad y esta realidad de miseria quieren sofocar mi voz. Soy sacerdote de Cristo, de la Iglesia Católica y quiero celebrar con y por ustedes el Santo Sacrificio de la Misa. También aquí, y especialmente ahora, tenemos que “anunciar la muerte y la resurrección del Señor, hasta que vuelva”. Sí, ¡celebremos la Misa, porque muchos nos sentimos postrados y debemos resucitar en todo el sentido de la palabra!

“Hay algunas dificultades. No tengo ni mesa, ni silla para el altar. Pienso que algunos camaradas pueden extender sus manos para sostener unas hojas con los sagrados textos de la consagración, la hostia y el vaso para la Sangre del Señor. No tenemos velas, pero la fe que nos congrega, brillará como la luz. Carecemos de un mantel, pero nuestra esperanza y nuestro sincero arrepentimiento por nuestros pecados, devolverá la blancura al alma. No dispongo de un cáliz, pero en ocasiones como ésta, la Iglesia permite un vaso.

No hay misal, pero anoté de memoria las oraciones del canon. Las lecturas las diré también de memoria, a no ser que alguno tenga aquí la Biblia, o al menos el Nuevo Testamento. En caso afirmativo, le rogaría que nos la preste. No tengo hostias, pero un sacerdote americano me ha facilitado pan y vino.

“Uds. camaradas son mi parroquia. Nunca como ahora sentimos que “nuestra ayuda está en el nombre del Señor que hizo el cielo y la tierra”. Él no nos abandona, no nos olvida. Cristo, nuestro Redentor, cargó la Cruz hasta la consumación. Él nos invita a que seamos el uno para el otro, un nuevo Simón de Cirene… Nuestra condición de prisioneros - siguió - es inhumana, insoportable, no obstante tengamos fe y esperanza. Como el paralítico del Evangelio decimos: “Señor, si quieres puedes curarme”. El Señor que se preocupó de que hubiera vino en Caná de Galilea, nos ayudará. En la Ultima Cena dijo: “Hagan esto en mi memoria”. Como sacerdote les voy a decir: “Coman y tomen, este es mi cuerpo”. Su palabra nos da vida en medio de la desolación que nos agobia. Que el Señor esté con nosotros. Amén”.

El excelente sacerdote nos dio también la ABSOLUCION GENERAL para que, arrepentidos, pudiéramos sentir el gozo del perdón y comulgar con un corazón limpio. Recuerdo cómo me reconfortaba esta misa. He llorado de emoción y de alegría, de gratitud y de esperanza. En la Santa Comunión, para cada uno apenas alcanzaba una partícula. Durante la acción de gracias, con incomparable cercanía del Señor, me propuse dar testimonio hasta el fin de mi vida de estas experiencias. La presencia sacramental me descubrió las garantías Evangélicas: “Yo estaré con ustedes hasta el fin de los tiempos”

Al “Ite Misa est”, agregó el sacerdote: “El Comandante del Campo me aseguró que en breve nos dejarán en libertad. Hemos salido del infierno de la guerra, también vamos a salir del fangoso campo de prisioneros. No olviden que la Biblia asegura:” Esta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe”.

Procuro testimoniar, como signo personal del amor del Señor, esta aventura de la fuerza renovadora en el misterio del amor Eucarístico.


 
[1] Debo aclarar que la iniciativa de la publicación de este texto data de noviembre de 2014. Razones familiares me impidieron concretarla antes. Una vez transcripto y escrita la presente introducción supe de la muerte de Mons. Witte, en febrero pasado. Expreso asimismo en este lugar mi reconocimiento al Pbro. Dr. Javier Olivera Ravasi por el generoso ofrecimiento de dar a conocer el fragmento que aquí se reproduce.