¿Legalizar la prostitución?

 

Se define la prostitución como la “actividad a la que se dedica quien mantiene relaciones sexuales con otras personas, a cambio de dinero”. En estos días, en España, se ha vuelto a plantear si lo mejor sería dar estado legal a esa actividad o no hacerlo.

No faltan los partidarios de esta legalización: podría ayudar a incrementar los ingresos del Estado, haría que ciertos “contratos” de hecho se convirtiesen en contratos de derecho, y permitiría que algunas personas – hombres, pero sobre todo mujeres – ejerciesen lo que algunos denominan una profesión más – y hasta, según se dice, la más antigua del mundo - .

A favor se argumenta, también, que cada cual es dueño de sí mismo y puede, en consecuencia, hacer con su cuerpo lo que le parezca más oportuno y ventajoso. Incluso acceder a mantener relaciones sexuales por dinero o a cambio de otros bienes. ¿Por qué no? Bastaría con que quien contrata y quien es contratado se pusiesen de acuerdo en el tipo de servicio y en la tarifa. Todo sería libre por ambas partes y, por consiguiente, debería ser asimismo “legal”.

Prohibir la prostitución, se argumenta, traería consigo consecuencias no previstas y, encima, negativas: falta de seguridad jurídica para quien se prostituye y para sus clientes, restricción de las libertades individuales, aumento de la delincuencia, condena de los empresarios que se dedican a este sector de “servicios” – que se verían tildados de “proxenetas”-, etc.

En contra de esta legalización, se suele apelar a las estadísticas. Se dice que las prostitutas, más del 80% de ellas, son en realidad esclavas sexuales, víctimas de las mafias. Y sobre los prostitutos se dice menos, porque quizá hay menos estudios al respecto.

La observación empírica, el contraste que se puede establecer entre los países en los que la prostitución está legalizada y donde no lo está, tampoco aporta, dicen algunos expertos, muchas razones a favor de exportar el modelo legalizador. Donde se ha prohibido, por ejemplo en Suecia, parece que sí se logró reducir los efectos más negativos de esta actividad.

De todos modos, a mi parecer, en una opinión y en la otra, se suele pasar por alto algo muy importante: la dignidad de la persona humana. Las personas tienen dignidad y no precio. No todo se puede comprar o vender, sea con dinero o con otro tipo de contrapartida. No se puede – éticamente – comprar o vender un órgano. Ni se puede abdicar, por horas, de la propia libertad. Ni se puede permitir, aunque nos paguen lo que sea, que nos corten un brazo para satisfacer el afán sádico de quien, muy libremente, establece un contrato con nosotros en ese sentido.

La sexualidad, y el ejercicio de la misma, no es una actividad al margen de lo que la persona es. Porque somos, las personas humanas, una unidad de alma y cuerpo, y tan humana es nuestra alma – nuestra libertad, que no podemos vender -, como nuestro cuerpo – que tampoco podemos vender, ni legalizar que sea torturado o mutilado, incluso a cambio de dinero o de otros bienes - .

La lógica del mercado, del intercambio, de las operaciones comerciales, no vale para todo lo humano. Hay cosas con las que no se puede, dignamente, comerciar. Y creo que con el sexo no se puede, dignamente, comerciar. Una persona – tampoco el cuerpo de una persona - no puede ser reducida a un objeto de consumo y de intercambio.

Pero parece que la palabra dignidad resulta, para muchos, un vocablo extraño. Para quienes tengan dudas teóricas, les preguntaría: ¿Desearía usted que su hija o su hijo, o su hermano o su hermana se dedicasen profesionalmente, libremente, a la prostitución? Yo lo tengo muy claro: “No, bajo ningún concepto”.

 

Guillermo Juan Morado.