Unos comentarios sobre liturgia realmente provocadores

Quiero compartir con los lectores de este blog una serie de reflexiones acerca de la liturgia y de la crisis que uno puede ver en la mayoría de las iglesias que uno puede visitar. Están expresadas con un lenguaje directo y provocativo, pero a mí me han hecho pensar y, lo confieso, reconozco el acierto de mucho de lo apuntado (con alguna discrepancia o, mejor, matiz o añadido).

El texto, no obstante, tiene una pequeña trampa, que me guardo para el final. Léanlo primero y al acabar desvelaré su origen:

“En primer lugar han fracasado al mirar para otro lado mientras se destruían nuestros textos sagrados. Lo han hecho en parte por su vulgar apego a la modernidad, como si fuera un artículo de su fe que lo que sabemos hoy es siempre más y mejor que lo que sabíamos ayer.

Han inventado también nuevas y horrorosas formas de celebraciones litúrgicas, igual que muchos arquitectos modernos diseñan edificios horrorosos porque desprecian el pasado y envidian a quienes les precedieron y eran mejores. Incapaces de producir por ellos mismos nada que no sea feo y ya obsoleto antes de que se haya acabado, lo único que desean es destruir todo lo bueno que se ha hecho antes.

Las celebraciones litúrgicas no están pensadas ya para hacer lo que se supone deberían hacer. El periodo de revisión litúrgica, en realidad de vandalismo, ha visto la mayor deserción de asistentes a nuestras iglesias en toda la historia de la iglesia. ¿Por qué? Porque las nuevas celebraciones no son algo que recordar. No hay belleza ni santidad en ellas. Son realmente insulsas e inútiles. Cuando escuchamos las palabras de una celebración tradicional somos llevados a la vasta intimidad de la presencia de Dios. Las nuevas celebraciones son banales. Son el equivalente litúrgico de la comida basura.

Hay que decir también que las nuevas celebraciones han destruido el esplendor de la tradición de culto y espiritualidad de otra forma. El fallido nuevo lenguaje no encaja ya en las maravillosas viejas melodía. Así que tienen que proporcionarnos nuevas y fallidas melodías.  En una ocasión asistí a una celebración en Bloomsbury y la melodía que acompañaba el Gloria in Excelsis era tan mala que podría haber ganado el festival de Eurovisión. Eso de una noble verdad dicha en innobles palabras no existe. Tampoco existe elevación espiritual en un bodrio musical, en el aporrear de la guitarra, en el coro siendo reemplazado por la música de un grupo que sólo sabe tres acordes.

Lex orandi lex credendi. El modo cómo rezamos revela lo que creemos. Los nuevos liturgistas acusan a la gente como yo de que nos gusta sólo lo que es bello. ¿No dice ya algo sobre ellos que piensen que el gusto por lo bello es un defecto? Pero es que cuando cambias las palabras, inevitablemente cambias el significado de lo que se está diciendo. Y las nuevas palabras han empobrecido y socavado la verdad cristiana. Esto es así porque no afrontan los hechos de la vida. Cualquier cosa no agradable, como el pecado o el juicio, ha sido expurgada. Esto es ofrecer una visión falsa de la naturaleza humana.

Necesitamos saber que somos pecadores sometidos a juicio, porque sólo entonces podemos arrodillarnos y recibir el perdón de Dios. A uno le entran ganas de preguntar a estos fracasados clérigos charlatanes e incompetentes, a estos burgueses eufemísticos, por qué saltan arriba y abajo y agitan sus brazos en el aire. ¿A qué se debe tanta algarabía? Si no estábamos esclavizados por el pecado, ¿por qué Cristo se ha tomado la molestia de venir a salvarnos? Los teólogos modernos son incapaces de entender la psicología humana. Minimizan la maldad humana con el resultado de que se ven obligados a minimizar también la redención. Ni mal, ni muerte, ni gusanos, ni cuerpos corrompidos, por lo que su cháchara sobre la salvación es irrelevante, por mucho que sonrían y nos den coba.

¿Qué hay que hacer entonces? Somos una generación que vive en el caos, una civilización decadente sometida a juicio. Hay cuatro cosas que podemos hacer si queremos evitar la destrucción. Debemos recobrar el rigor intelectual. Debemos entender qué tipo de personas somos: no gente agradable que ya no necesita al Salvador, sino pecadores que van a ser juzgados. Debemos recuperar la seriedad moral y regresar a las leyes que Dios dio a Moisés. Esto es, debemos de dejar de ver a los hombres y mujeres como meros consumidores de sensaciones y excitaciones, debemos abandonar una “filosofía para cerdos” que destruye la dignidad del hombre hecho a imagen de Dios. Debemos regresar a la belleza de la santidad. Con las palabras y la música que revelan un mundo cargado con la grandeza de Dios. Debemos dejar de trivializar las cosas santas.

Y lo más importante de todo, debemos pedir a Dios que nos haga desearle. San Agustín decía que el mejor modo de entender lo mucho que Dios nos ama es pensar en el amor erótico entre un hombre y su esposa. Debemos pedirle a Dios que alumbre en nosotros una intensidad de afecto y deseo por Él que transforme nuestras vidas. Esto no lo va a hacer la jerarquía. Han fracasado. Son apóstatas. No pueden hacerlo. Debemos hacerlo nosotros, el laicado tradicional, quienes solíamos ser llamados el pueblo santo de Dios”.

¿Un poco fuerte eso de que toda la jerarquía ha apostatado? Bueno, pues el secreto del texto es que quien lo firma es Peter Mullen, un pastor anglicano jubilado, y de quien está hablando en todo momento es de la iglesia anglicana, no de la Iglesia católica (aunque mucho de lo que describe se podría aplicar también a la Iglesia católica). Si alguien quiere leer los textos de Peter Mullen puede hacerlo en The Salisbury Review