Serie “Lo que Cristo quiere de nosotros” - Cristo quiere que lo anhelemos, busquemos y encontremos

 

Somos hijos de Dios y, por tanto, nuestra filiación divina, supone mucho. Por ejemplo, que en la misma tenemos a un hermano muy especial. Tan especial es que sin Él nosotros no podríamos salvarnos. Sencillamente moriríamos para siempre. Por eso entregó su vida y, por eso mismo, debemos, al menos, agradecer tan gran manifestación de amor. Y es que nos amó hasta el extremo de dar subida por todos nosotros, sus amigos.

El Hijo del hombre, llamado así ya desde el profeta Daniel, nos ama. Y nos ama no sólo por ser hermano nuestro sino porque es Dios mismo. Por eso quiere que demos lo mejor que de nosotros mismos puede salir, de nuestro corazón, porque así daremos cuenta de aquel fruto que Cristo espera de sus hermanos los hombres.

Jesús, sin embargo o, mejor aún, porque nos conoce, tiene mucho que decirnos. Lo dijo en lo que está escrito y lo dice cada día. Y mucho de los que nos quiere decir es más que posible que nos duela. Y, también, que no nos guste. Pero Él, que nunca miente y en Quien no hay pecado alguno, sabe que somos capaces de dar lo mejor que llevamos dentro. Y lo sabe porque al ser hijos de Dios conoce que no se nos pide lo que es imposible para nosotros sino lo que, con los dones y gracias que el Padre nos da, podemos alcanzar a llevar a cabo.

Sin embargo, no podemos negar que muchas veces somos torpes en la acción y lentos en la respuesta a Dios Padre.

A tal respecto, en el evangelio de san Juan hace Jesús a las, digamos, generales de la Ley. Lo dice en 15, 16:

“No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca; de modo que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda”.

En primer lugar, no nos debemos creer que nosotros escogemos a Cristo. Quizá pudiera parecer eso porque, al fin y al cabo, somos nosotros los que decimos sí al Maestro. Sin embargo, eso sucede con el concurso de la gracia antecedente a todo lo que hacemos. Por eso es el Hijo de Dios el que nos escoge porque antes ha estado en nuestro corazón donde tenemos el templo del Espíritu Santo.

Pero importa saber para qué: para dar fruto. Y tal dar fruto sólo puede acaecer si damos cumplimiento a lo que Jesucristo espera de nosotros. Y que es mucho porque mucho se nos ha dado.

 Cristo quiere que le anhelemos, que lo busquemos, que lo encontremos

“Yo soy la Vida”.

En el versículo 6 del capítulo 14 del evangelio de san Juan dice Jesús, entre otras grandes verdades, que es la “Vida”. Así, en mayúscula. Y no lo dice porque quiera darse más importancia que la que tiene (que es total) sino porque quiere advertirnos de que, en efecto, lo es y que, por tanto, no podemos ni debemos hacer otra cosa que anhelar tal Vida.

En muchos pasajes de las Sagradas Escrituras aparece Jesús como Vida. En cada uno de ellos nos muestra hasta qué punto es necesario desear, anhelar, querer, tener tal Vida en nosotros:

Envió Dios a su Hijo único a este mundo para darnos la vida por medio de él; así se manifestó el Amor de Dios entre nosotros. (cf. 1 Jn 4,9-10)

“El que cree en el Hijo tiene la Vida.” (Jn 3,36)

“Sí, tanto amó Dios al mundo que le dio su Hijo único, para que todo el que crea en él no se pierda, sino que tenga la Vida Eterna.” (Jn 3,16)

“Como el Padre resucita a los muertos y da la Vida, el Hijo también da la Vida a quien quiere.” (Jn 5,21)

“Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí nunca tendrá hambre.” (Jn 6,35)

 “Vine para que tengan Vida, y la tengan en abundancia.” (Jn 10,10)

¿Qué supone, pues, para nosotros, Cristo como Vida?

San Pablo resume lo que es Jesucristo, en cuanto Vida, para nosotros. Lo dice en la Epístola a los filipenses (1, 21) cuando escribe que

 “Para mí la vida es Cristo”

Cristo, pues, es la Vida para sus discípulos. Por tanto, todo aquello que tiene relación con la Vida ha de ser objetivo primordial de nuestro corazón y ha de tener, para nosotros, sus discípulos, la mayor importancia.

 Es decir, que si Cristo dice que hay que amar a nuestros enemigos porque así tendremos vida eterna… hay que amar a nuestros enemigos.

Es decir, que si Cristo dice que hay que dar la vida por los amigos como él la dio… es que hay que dar la vida por los amigos.

Es decir, que si Cristo llama bienaventurados a los pobres y ensalza a los humildes y mansos… es que hay que ser pobres de espíritus, humildes y mansos.

Es decir, que si Cristo transmite que Dios es Padre y que lo debemos amar sobre todas las cosas y realidades nuestras… es que debemos amar a Dios sobre todas las cosas y realidades nuestras.

Es decir, que si Cristo nos dice que nuestro prójimo lo debemos tener en cuenta en nuestra vida… es que debemos tener en cuenta a nuestro prójimo en nuestra vida.

Es decir, que si Cristo sostiene que el amor es una realidad totalmente necesaria en nuestro vivir ordinario… es que lo es.

Vemos, por tanto, que como Jesús es la Vida no podemos hacer otra cosa que no sea querer que tal Vida forme parte de la nuestra. Sólo así, siendo sarmientos de tal vid podremos alcanzar la vida eterna. Y es que si sabemos que de otra forma… sólo será posible dependiendo de la misericordia de Dios, es lo cierto que teniendo a Cristo como la Vida y admitiendo que es a Quien queremos por encima de todo (no obstante es Dios hecho hombre) estará a nuestro alcance al bienaventuranza, la Visión beatífica, el alma gozosa de estar en presencia de Dios en su definitivo Reino.

Cristo es la Vida. Eso no es algo que decimos por engrandecer al Hijo de Dios y empequeñecernos a nosotros. Lo decimos porque estamos seguros que es grande y nosotros… nada de nada pero que, por eso mismo, deseamos, anhelamos, tal Vida porque Dios ha querido que así sea. Y nos entregó a su único hijo engendrado y no creado, de su misma naturaleza y por quien todo fue hecho. Y por eso es la Vida… y acampó entre nosotros y nosotros… sí lo recibimos.

Digamos, pues, como nos muestra el Apocalipsis (22, 20):

 “¡Ven, Señor Jesús! “

 

Nota: agradezco al web católico de Javier las ideas para esta serie.

 

Eleuterio Fernández Guzmán