En este año del sínodo de la familia, el santo padre Francisco
ha centrado el mensaje de la
Jornada Mundial de las
Comunicaciones Sociales en la hogar como el primer lugar
donde aprendemos a comunicar. El Papa explica en su mensaje
que en la familia la comunicación es “la capacidad de
abrazarse, sostenerse, acompañarse, descifrar las miradas y
los silencios, reír y llorar juntos, entre personas que no se
han elegido y que, sin embargo, son tan importantes las unas
para las otras”.
Además, en el mensaje recuerda que “no
luchamos para defender el pasado, sino que trabajamos con
paciencia y confianza, en todos los ambientes en que vivimos
cotidianamente, para construir el futuro”. La familia más
hermosa, asegura el Papa, es la que sabe comunicar, partiendo
del testimonio, la belleza y la riqueza de la relación entre
hombre y mujer, y entre padres e hijos.
Publicamos a continuación el Mensaje del Papa para la
Jornada Mundial de las Comunicaciones que este año se celebra
el domingo 17 de mayo. El texto fue dado a conocer el 23 de
enero de 2015.
Texto del mensaje
"El tema de la familia está en el centro de una profunda
reflexión eclesial y de un proceso sinodal que prevé dos
sínodos, uno extraordinario –apenas celebrado– y otro
ordinario, convocado para el próximo mes de octubre. En este
contexto, he considerado oportuno que el tema de la próxima
Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales tuviera como
punto de referencia la familia. En efecto, la familia es el
primer lugar donde aprendemos a comunicar. Volver a este
momento originario nos puede ayudar, tanto a comunicar de modo
más auténtico y humano, como a observar la familia desde un
nuevo punto de vista.
Podemos dejarnos inspirar por el episodio evangélico de la
visita de María a Isabel (cf. Lc 1,39-56). «En cuanto Isabel
oyó el saludo de María, la criatura saltó en su vientre, e
Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó a voz en grito:
“¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu
vientre!”» (vv. 41-42).
Este episodio nos muestra ante todo la comunicación como un
diálogo que se entrelaza con el lenguaje del cuerpo. En
efecto, la primera respuesta al saludo de María la da el niño
saltando gozosamente en el vientre de Isabel. Exultar por la
alegría del encuentro es, en cierto sentido, el arquetipo y el
símbolo de cualquier otra comunicación que aprendemos incluso
antes de venir al mundo. El seno materno que nos acoge es la
primera «escuela» de comunicación, hecha de escucha y de
contacto corpóreo, donde comenzamos a familiarizarnos con el
mundo externo en un ambiente protegido y con el sonido
tranquilizador del palpitar del corazón de la mamá.
Este encuentro entre dos seres a la vez tan íntimos, aunque
todavía tan extraños uno de otro, es un encuentro lleno de
promesas, es nuestra primera experiencia de comunicación. Y es
una experiencia que nos acomuna a todos, porque todos nosotros
hemos nacido de una madre.
Después de llegar al mundo, permanecemos en un «seno», que
es la familia. Un seno hecho de personas diversas en relación;
la familia es el «lugar donde se aprende a convivir en la
diferencia» (Exort. ap. Evangelii gaudium, 66): diferencias de
géneros y de generaciones, que comunican antes que nada porque
se acogen mutuamente, porque entre ellos existe un vínculo. Y
cuanto más amplio es el abanico de estas relaciones y más
diversas son las edades, más rico es nuestro ambiente de vida.
Es el vínculo el que fundamenta la palabra, que a su vez
fortalece el vínculo. Nosotros no inventamos las palabras: las
podemos usar porque las hemos recibido.
En la familia se aprende a hablar la lengua materna, es
decir, la lengua de nuestros antepasados (cf. 2 M 7,25.27). En
la familia se percibe que otros nos han precedido, y nos han
puesto en condiciones de existir y de poder, también nosotros,
generar vida y hacer algo bueno y hermoso. Podemos dar porque
hemos recibido, y este círculo virtuoso está en el corazón de
la capacidad de la familia de comunicarse y de comunicar; y,
más en general, es el paradigma de toda comunicación.
La experiencia del vínculo que nos «precede» hace que la
familia sea también el contexto en el que se transmite esa
forma fundamental de comunicación que es la oración. Cuando la
mamá y el papá acuestan para dormir a sus niños recién
nacidos, a menudo los confían a Dios para que vele por ellos;
y cuando los niños son un poco más mayores, recitan junto a
ellos oraciones simples, recordando con afecto a otras
personas: a los abuelos y otros familiares, a los enfermos y
los que sufren, a todos aquellos que más necesitan de la ayuda
de Dios. Así, la mayor parte de nosotros ha aprendido en la
familia la dimensión religiosa de la comunicación, que en el
cristianismo está impregnada de amor, el amor de Dios que se
nos da y que nosotros ofrecemos a los demás.
Lo que nos hace entender en la familia lo que es
verdaderamente la comunicación como descubrimiento y
construcción de proximidad es la capacidad de abrazarse,
sostenerse, acompañarse, descifrar las miradas y los
silencios, reír y llorar juntos, entre personas que no se han
elegido y que, sin embargo, son tan importantes las unas para
las otras. Reducir las distancias, saliendo los unos al
encuentro de los otros y acogiéndose, es motivo de gratitud y
alegría: del saludo de María y del salto del niño brota la
bendición de Isabel, a la que sigue el bellísimo canto del
Magnificat, en el que María alaba el plan de amor de Dios
sobre ella y su pueblo.
De un «sí» pronunciado con fe, surgen consecuencias que van
mucho más allá de nosotros mismos y se expanden por el mundo.
«Visitar» comporta abrir las puertas, no encerrarse en uno
mismo, salir, ir hacia el otro. También la familia está viva
si respira abriéndose más allá de sí misma, y las familias que
hacen esto pueden comunicar su mensaje de vida y de comunión,
pueden dar consuelo y esperanza a las familias más heridas, y
hacer crecer la Iglesia misma, que es familia de familias.
La familia es, más que ningún otro, el lugar en el que,
viviendo juntos la cotidianidad, se experimentan los límites
propios y ajenos, los pequeños y grandes problemas de la
convivencia, del ponerse de acuerdo. No existe la familia
perfecta, pero no hay que tener miedo a la imperfección, a la
fragilidad, ni siquiera a los conflictos; hay que aprender a
afrontarlos de manera constructiva. Por eso, la familia en la
que, con los propios límites y pecados, todos se quieren, se
convierte en una escuela de perdón.
El perdón es una dinámica de comunicación: una comunicación
que se desgasta, se rompe y que, mediante el arrepentimiento
expresado y acogido, se puede reanudar y acrecentar. Un niño
que aprende en la familia a escuchar a los demás, a hablar de
modo respetuoso, expresando su propio punto de vista sin negar
el de los demás, será un constructor de diálogo y
reconciliación en la sociedad.
A propósito de límites y comunicación, tienen mucho que
enseñarnos las familias con hijos afectados por una o más
discapacidades.
El déficit en el movimiento, los sentidos o el intelecto
supone siempre una tentación de encerrarse; pero puede
convertirse, gracias al amor de los padres, de los hermanos y
de otras personas amigas, en un estímulo para abrirse,
compartir, comunicar de modo inclusivo; y puede ayudar a la
escuela, la parroquia, las asociaciones, a que sean más
acogedoras con todos, a que no excluyan a nadie.
Además, en un mundo donde tan a menudo se maldice, se habla
mal, se siembra cizaña, se contamina nuestro ambiente humano
con las habladurías, la familia puede ser una escuela de
comunicación como bendición. Y esto también allí donde parece
que prevalece inevitablemente el odio y la violencia, cuando
las familias están separadas entre ellas por muros de piedra o
por los muros no menos impenetrables del prejuicio y del
resentimiento, cuando parece que hay buenas razones para decir
«ahora basta»; el único modo para romper la espiral del mal,
para testimoniar que el bien es siempre posible, para educar a
los hijos en la fraternidad, es en realidad bendecir en lugar
de maldecir, visitar en vez de rechazar, acoger en lugar de
combatir.
Hoy, los medios de comunicación más modernos, que son
irrenunciables sobre todo para los más jóvenes, pueden tanto
obstaculizar como ayudar a la comunicación en la familia y
entre familias. La pueden obstaculizar si se convierten en un
modo de sustraerse a la escucha, de aislarse de la presencia
de los otros, de saturar cualquier momento de silencio y de
espera, olvidando que «el silencio es parte integrante de la
comunicación y sin él no existen palabras con densidad de
contenido» (Benedicto XVI, Mensaje para la XLVI Jornada
Mundial de las Comunicaciones Sociales, 24 enero 2012).
La pueden favorecer si ayudan a contar y compartir, a
permanecer en contacto con quienes están lejos, a agradecer y
a pedir perdón, a hacer posible una y otra vez el encuentro.
Redescubriendo cotidianamente este centro vital que es el
encuentro, este «inicio vivo», sabremos orientar nuestra
relación con las tecnologías, en lugar de ser guiados por
ellas. También en este campo, los padres son los primeros
educadores. Pero no hay que dejarlos solos; la comunidad
cristiana está llamada a ayudarles para vivir en el mundo de
la comunicación según los criterios de la dignidad de la
persona humana y del bien común.
El desafío que hoy se nos propone es, por tanto, volver a
aprender a narrar, no simplemente a producir y consumir
información. Esta es la dirección hacia la que nos empujan los
potentes y valiosos medios de la comunicación contemporánea.
La información es importante pero no basta, porque a menudo
simplifica, contrapone las diferencias y las visiones
distintas, invitando a ponerse de una u otra parte, en lugar
de favorecer una visión de conjunto.
La familia, en conclusión, no es un campo en el que se
comunican opiniones, o un terreno en el que se combaten
batallas ideológicas, sino un ambiente en el que se aprende a
comunicar en la proximidad y un sujeto que comunica, una
«comunidad comunicante». Una comunidad que sabe acompañar,
festejar y fructificar. En este sentido, es posible
restablecer una mirada capaz de reconocer que la familia sigue
siendo un gran recurso, y no sólo un problema o una
institución en crisis.
Los medios de comunicación tienden en ocasiones a presentar
la familia como si fuera un modelo abstracto que hay que
defender o atacar, en lugar de una realidad concreta que se ha
de vivir; o como si fuera una ideología de uno contra la de
algún otro, en lugar del espacio donde todos aprendemos lo que
significa comunicar en el amor recibido y entregado. Narrar
significa más bien comprender que nuestras vidas están
entrelazadas en una trama unitaria, que las voces son
múltiples y que cada una es insustituible.
La familia más hermosa, protagonista y no problema, es la
que sabe comunicar, partiendo del testimonio, la belleza y la
riqueza de la relación entre hombre y mujer, y entre padres e
hijos. No luchamos para defender el pasado, sino que
trabajamos con paciencia y confianza, en todos los ambientes
en que vivimos cotidianamente, para construir el futuro.
(Texto distribuido por la Sala de Prensa del Vaticano ©
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