El dogma de Mayo: derribando el mito de la independencia americana (3-4)

 

2. Las verdaderas causas de Mayo de 1810

Mayo fue, primero que nada, autonomía y no independencia. Se trató de un tema institucional; “autonomía” quiere decir el “gobierno propio”, darse la propia ley como en este caso, donde el Virreinato del Río de la Plata, resolvió darse el gobierno por sí mismo, pero no se trató en absoluto de un “quiebre” con la madre Patria, España. La Junta Provisional, a nombre de nuestro señor don Fernando VII, se establece justamente para preservar sus derechos, es decir, de ninguna manera se socava la soberanía del rey, si no que, al contrario, se la resguarda con esta creación autonómica.

 

 

Un recurso a la paradoja sería: si el 25 de Mayo fue la “independencia de España” ¿qué diablos celebramos en el 9 de Julio?

La pregunta no tiene respuesta y tanto se ha machacado sobre esto que, al adjudicar a Mayo los ideales republicanos, democráticos e independientes, se quedan sin saber qué discurso dar en los actos del colegio con el cuadro de la casita de Tucumán de 1816. Se intenta condensar como en una torta la independencia, la república y la bendita democracia. La palabra a rescatar y repetir será entonces “autonomía”. ¿Y por qué autonomía? Veamos

Esta palabra que parece nueva ahora estaba en boca de todos allá por 1810, al menos de todos los seres medianamente instruidos. El Virreinato del Río del Plata se regía por las Leyes de Indias de 1680; allí, en la ley 1, titulo 1, libro 3º, se decía que el rey por donación de la Santa Sede Apostólica, y otros justos y legítimos títulos, eran señores de las Indias Occidentales, islas y tierras firmes, en el mar océano, descubiertas y por descubrir, y que estaban incorporadas a su la corona real de Castilla. A continuación, se decía que en ningún momento podían ser separadas de la real corona, por ningún caso, ni en favor de alguna persona. “Prometemos y damos nuestra fe y palabra real por Nos y los reyes nuestros sucesores de que para siempre jamás no serán enajenadas ni apartadas en todo o en parte, ni sus ciudades ni poblaciones, por ninguna causa o razón o en favor de ninguna persona; y si Nos o nuestros sucesores hiciéramos alguna donación o enajenación contra lo susodicho, sea nula, y por tal la declaramos”.

Sucede que, como narra el historiador Jaime Delgado, “América no constituía una colonia de España, algo externo a ella que pudiera ser vendido o canjeado”[1], de ahí que ya Carlos V en 1520, había sancionado que las Indias eran inalienables e inenajenables a la corona de Castilla, en concordancia con las antiguas disposiciones contenidas en la ley de Las Partidas de Alfonso X, el Sabio, es decir, un código fundamental tanto en la península como en América; allí se decía que estando vacante el trono por enfermedad o incapacidad del rey, y si éste no había dejado regente, el poder volvía a los pueblos, no en el sentido filosófico del término, sino pragmático, es decir, de gobierno. Y fue lo que sucedió en Mayo.

“Se vivía muy bien en Buenos Aires… los virreyes que se sucedieron desde 1777 no fueron tiranos… Al comienzo del siglo XIX, a pesar de la propaganda filosófica, a pesar del ejemplo de la independencia de los Estados Unidos, a pesar de las declaraciones de la Revolución francesa que afirma el derecho de los pueblos a disponer e sí mismos… no existe, salvo en algunos exaltados, el deseo de emancipación”[2].

 

¿Qué fue lo que pasó entonces?

En Mayo de 1810 la corona estaba vacante; el rey Fernando VII, como dijimos más arriba y que detentaba la corona de Castilla, había sido apresado en castillo de Valençay por Napoleón Bonaparte sin dejar ningún regente, es decir, un representante. El trono entonces, se reputaba vacante, por lo que, según las leyes, la potestad volvía a los Cabildos.

La doctrina del regreso del poder a los pueblos era ampliamente conocida y se enseñaba en toda América, al menos en las facultades de Leyes y era completamente conocida en la Universidad de Charcas, de Chuquisaca donde habían estudiado entre otros, Juan José Castelli y Mariano Moreno, ambos abogados en el Río de la Plata, por citar sólo a algunos.

Fue por ello que el proceso comenzado en 1810 se dio de modo pacífico y generalizado, no sólo en Bs.As., sino también en Caracas, Bogotá, Santiago de Chile, es decir, en casi todas las capitales de las Indias Occidentales, convirtiéndose no en un suceso asilado, sino americano, donde la doctrina aplicada sería la misma: a trono vacante y sin regente, autonomía provisoria. La argumentación era irrebatible.

Vale la pena aclarar que, como dijimos más arriba, no se trata acá de una doctrina filosófica o política de la “soberanía del pueblo” o de que el “poder viene del pueblo”. En este caso las doctrinas de Rousseau o Suárez no tuvieron la menor injerencia en cuanto a la aplicación práctica. Se trataba aquí de una norma de derecho público hispano y hasta de supervivencia, pues no se puede vivir sin ser regidos de algún modo. Como bien señala Díaz Araujo, cuando el Cabildo decrete la autonomía no por esto estará en contra de España y su legado: “no repudiaban a Quevedo, Tirso de Molina o a Fray Luis de León; tampoco las Cruzadas, la Reconquista o el Descubrimiento colombino, sino al ilegítimo Consejo de Regencia”[3].

Por esto, en 1810, como dijimos, no se reparten escarapelas con colores de una nueva bandera, sino una cinta blanca en señal de unión entre “españoles europeos” y “españoles americanos”, y la prueba es la unión que existe por aquí en la misma Junta Provisional, donde dos “españoles europeos” participan: Matheu y Larrea.

No existía esa “discriminación” de la que se habla ahora; la mitad del cabildo de Buenos Aires era criollo. Obispos, encargados del Consulado, de la Superintendencia de Real Hacienda, de las Comandancias de Armas, los jefes de los regimientos, casi todos ya eran “españoles americanos”, es decir, criollos.

Los “tres siglos de despotismo hispano” que muchos ideológicamente intentan ver, es sólo el trasladado intelectual que hacen del Contrato Social de Rousseau a estas tierras. En América del Sur no había ningún despotismo; al contrario. Sólo con esta prueba baste: en Buenos Aires, el Virrey disponía sólo de un Regimiento seguro, el de Dragones, que no tenía más de 700 hombres para controlar, por lo pronto, a la ciudad de Buenos Aires que tenía por aquél entonces unos 60.000 habitantes. Si hubiese habido una rebelión, con ese número era imposible contrarrestarla. La realidad es que la convivencia era pacífica. ¿Por qué? Porque se aceptaba la autoridad del rey, simplemente por eso, todos eran  monárquicos, todos eran realistas y acataban al rey.

Y al rey se lo acataba porque no solamente era el rey por el cargo de que venía por dinastía, hereditario, sino que también era el señor de América por la donación papal, y principalmente era considerado el padre de la familia imperial, de todos los súbitos del imperio.

La causa principal de la autonomía es la crisis del imperio español. El imperio español que había dominado el mundo en tiempos de los Austria, había sido veinticuatro veces más grande que el imperio romano, un imperio enormemente justo que, ya en tiempos de Felipe II y antes de Marx, se había impuesto la jornada legal-laboral de ocho horas; un imperio enormemente culto que, mucho antes que los norteamericanos tuvieran la universidad de Harvard, ya había en la América hispana 16 universidades.

Como bien dirá Don Agustín de Iturbide en su proclama del 24 de Febrero de 1821: “Trescientos años hace la América Septentrional de estar bajo la tutela de la nación más católica y piadosa, heroica y magnánima. La España la educó y la engrandeció, formando ciudades opulentas, esos pueblos hermosos, esas provincias y reinos dilatados que en la historia del universo van a ocupar lugar muy distinguido”[4]. Este gran imperio que estaba extendido por toda la tierra y por todos los mares empezó a decaer ya en tiempo de los Austria, y sobre todo se acentuó esta decadencia en tiempo de los Borbones, como dijimos.

Este imperio va a caer en crisis, como leímos más arriba por la situación política y el rey Fernando VII va a ser detenido en Valençay; no hay regente. ¿Qué hace España entonces? La Junta local, es decir los Cabildos que hay en España, resuelven asociarse, y crear una Junta Central, que se la va a conocer como la Junta Central de Sevilla que se atribuirá, sin que el rey lo permitiera, la representación del rey, por lo que carece de legitimidad. Sea como sea, Buenos Aires jurará –malamente pero lo hará– fidelidad hasta esa Junta.

Dicha Junta Central, de tinte liberal, declarará entre sus primeros actos la igualdad de todos los españoles de los diversos continentes, lo que era una enorme injusticia, pues hacía que las Indias Occidentales perdieran los privilegios que poseía desde 1520, al poder gobernarse con leyes propias. De todas partes de América, entonces, se produjo una respuesta al unísono: “estáis usurpando el derecho de América con el pretexto de hacernos iguales”.

Dicha Junta Central, a diferencia de lo que sucede en América, sí toma la ideología francesa y se alía, como dijimos más arriba con Inglaterra. Sin embargo, luego de la toma de Sevilla por parte los franceses, la Junta Central termina por disolverse en enero de 1810.

Algunos diputados, escapándose de allí, terminan refugiándose en la Isla de León (Cádiz), bajo la protección de los barcos ingleses, donde intentan dar vida a una nueva Junta que nacerá abortada. Viéndose acorralados, sus integrantes decidirán escapar a Inglaterra y aquí entrará en juego un personaje inglés, el vicecónsul John Hooklam Frére quien, los obliga a fundar un Consejo de Regencia bajo su guía; es decir, bajo la guía de Inglaterra. Tal era la sumisión de estos políticos españoles que el será el mismo Hooklam quien les dicte los nombres de cuatro de los cinco integrantes de ese Consejo de Regencia…

Para todo esto, podemos imaginar la nula legitimidad de este supuesto gobierno. Este es el gobierno que aquí, en América, querían que se acatara… Ya no había que obedecer a la corona de Castilla, sino a los designios de un vicecónsul inglés… Como bien señala José María Rosa, “Los españoles luchaban por su independencia contra Napoleón pagando el precio de abandonarse a la dependencia británica… y hacia Mr. Hooklam Frére. En realidad, en febrero de 1810 sólo quedaban las apariencias de España”[5].

Como documento indiscutible se encuentran las mismas memorias Saavedra, de la cual ya hemos hablado. Allí, hablándole al virrey que aún pedía sumisión, el presidente de la Junta dirá de España:

“Todas sus provincias y plazas están subyugadas por aquel conquistador (Napoleón), excepto Cádiz y la isla de León, como nos aseguran las gacetas que acaban de venir… -¿Cádiz y la Isla de León son España?¿Este territorio inmenso, sus millones de habitantes, han de reconocer soberanía en los comerciantes de Cádiz y en los pescadores de la Isla de León?¿Los derechos de la corona de Castilla a que se incorporaron las Américas, han recaído en Cádiz y la Isla de León…? No señor; no queremos seguir la suerte de España, ni ser dominados por los franceses; hemos resuelto reasumir nuestros derechos y conservarnos por nosotros mismos. El que dio a V.E. (la Junta Central) autoridad para mandarnos ya no existe; por consiguiente tampoco V.E. la tiene ya”[6].

Ese Consejo de Regencia no fue reconocido en ninguna parte de América, y esa es la causa de la revolución de Mayo. Se declara en toda América que el Consejo de Regencia instalado en Cádiz es usurpador, y no tiene ningún derecho a gobernarnos, por ello, cuando llegó la noticia de la instalación de esta supuesta “regencia” se terminó en estas tierras la obediencia, la lealtad, el fidelismo a esos gobiernos españoles pero no al rey.

Pero volvamos a Buenos Aires.

Las noticias de la caída de Junta Central de Sevilla, a la que aún se le debía cierta obediencia y a la que se había jurado, llegó a estas costas alrededor del 18 de Mayo de 1810. Las “brevas están maduras”, diría Cornelio Saavedra, reputado siempre el más prudente de la Junta. La élite patriota o los criollos más encumbrados, se venían reuniendo ante los sucesos que se desarrollaban para ver qué se haría cuando llegase la noticia, pues se sabía que España del sur sería derrotada y que Napoleón iría a gobernar toda España y que, por ende, ya Napoleón ya Inglaterra, querrían apoderarse de estas tierras americanas.

Era necesario actuar y actuar con rapidez. Se trataba de implantar un gobierno a la defensiva; a la defensiva de la Francia napoleónica y de Inglaterra.

Dos partidos se reúnen con sus principales líderes: el de Patricios, por el Regimiento que llevaba ese nombre, cuyo jefe era el teniente coronel Cornelio Saavedra y el partido de los letrados, es decir, de los abogados, cuyo jefe era Juan José Castelli.

Había un tercer partido importante, que había intervenido el año anterior, queriendo establecer una junta, también autonómica, el partido del alcalde de primer voto, don Martín de Álzaga, quien por ese entonces se encontraba en una actitud dubitativa sin saber qué actitud tomar.

Además, había un cuarto partido: el de los funcionarios, que es un modo de denominarlos, es decir, el partido correspondiente al Virrey Cisneros y los que trabajaban para él (oidores, los principales funcionarios, etc.), que intentarán, naturalmente, hacer todo lo posible para que todo entre en una pausa para mantener sus cargos (nada de esto será posible, pues sus cargos habían cesado desde el momento en que la Junta Central había desaparecido).

 


 
[1] Jaime Delgado, La Independencia Hispanoamericana, Instituto de Cultura Hispánica, Madrid 1969, 80.
[2] Raymond Ronze, Nacimiento de una nación. La Reconquista (1806), la Defensa (1807) y el 25 de Mayo de 1810, en “Trabajos y Comunicaciones”, Universidad Nacional de La Plata, Facultad de Humanidades, Departamento de Historia, La Plata 1969, nº 9, 150.
[3] Enrique Díaz Araujo, op. cit, t. 1, 57.
[4] Mariano Cuevas. Historia de la Nación Mexicana,  México 1940, 227.
[5] José María Rosa, Historia Argentina II. La Revolución (1806-1812),Juan C. Granda, Buenos Aires 1964, 115-116.
[6] Cornelio Saavedra, “Memoria autógrafa, t. 1” en AA.VV., Los años de la emancipación política, Editorial Biblioteca, Rosario 1974, 71-72.