“Mis hermanos más pequeños”

En la parábola del Juicio Final (Mateo 25,31-46), el Rey dice a los que están a su derecha: “En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mateo 25,40); y más adelante, dice a los que están a su izquierda: “En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también dejasteis de hacerlo conmigo” (Mateo 25,45). ¿Quiénes son estos “hermanos más pequeños” de Jesús con los que Él se identifica en este célebre pasaje evangélico? Hoy la inmensa mayoría de los cristianos respondería sin dudar: “los pobres”, aunque de las seis obras de misericordia corporal mencionadas en la parábola, dos o tres no se corresponden necesariamente con situaciones de pobreza material: “era peregrino…, estaba enfermo…, estaba en la cárcel…” (Mateo 25,35-36). Sin embargo, como veremos, no es ése el sentido literal de la expresión “hermanos más pequeños”.

El Evangelio de Mateo contiene varias claves que permiten dar una respuesta segura a la pregunta planteada. Para empezar, ¿quiénes son “los hermanos de Jesús”? Él mismo lo dijo claramente: “ ‘¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?’ Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: ‘Éstos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre’ ” (Mateo 12,48-50). Los “hermanos de Jesús” son sus discípulos (diríamos hoy, los cristianos), que creen en Él, lo aman y lo siguen, cumpliendo sus mandamientos.

¿Y quiénes son los “pequeños” con los que Jesús se identifica? El final del Discurso Apostólico los señala con claridad. Jesús dijo a sus doce Apóstoles: “Quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe al que me ha enviado. Quien recibe a un profeta por ser profeta obtendrá recompensa de profeta, y quien recibe a un justo por ser justo obtendrá recompensa de justo. Y cualquiera que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños por el hecho de ser discípulo, en verdad os digo que no quedará sin recompensa” (Mateo 10,40-42). Por lo tanto, también los “pequeños” son los discípulos de Jesús.

En el Discurso Eclesiástico, esta idea se ve reforzada: “En verdad os digo, si no os convertís y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. Pues todo el que se humille como un niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos; y el que recibe a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe” (Mateo 18,3-5). La humildad típica de los niños pequeños ha de caracterizar a todos los discípulos de Jesús.

Los “pequeños” son los receptores de la Revelación de Dios en Cristo: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños” (Mateo 11,25). Los “pequeños” son pues los discípulos de Jesús en general; pero muy especialmente son “pequeños” los Apóstoles, pues ellos deben ser los más pequeños entre los pequeños: “quien entre vosotros quiera llegar a ser grande, que sea vuestro servidor, y quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea vuestro esclavo” (Mateo 20,26-27). En la Iglesia, la autoridad jerárquica es un servicio a todo el Pueblo de Dios.

Por ende, en la parábola del Juicio Final, “todas las gentes” (Mateo 25,32), vale decir los pueblos paganos, serán juzgados según su actitud respecto a los cristianos, y particularmente los discípulos misioneros, que llegan hasta ellos (muchas veces asumiendo la pobreza) para llevarles la Buena Noticia del Evangelio y llamarlos a la conversión. Cristo está, de muchas formas, unido con todos los hombres en general, y con varios grupos en particular (por ejemplo: varones, judíos, pobres, sufrientes, etc.). Pero evidentemente su unión más íntima se da con quienes están en comunión con Él por la fe, la esperanza y la caridad: “Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18,20). El final del Evangelio de Mateo remacha esta idea: “Yo estoy con vosotros [mis discípulos] todos los días hasta el fin del mundo” (Mateo 28,20). Cristo está con los discípulos misioneros que se acercan a los paganos para evangelizarlos, y se identifica con ellos. Por eso, la actitud de los paganos hacia esos discípulos (en definitiva, su actitud hacia la Iglesia de Cristo) equivale a su actitud hacia el mismo Cristo.

Cristo está con sus discípulos “todos los días hasta el fin del mundo”, por tanto también en el día del Juicio Final: “En verdad os digo que en la regeneración, cuando el Hijo del Hombre se siente en su trono de gloria, vosotros, los que me habéis seguido, también os sentaréis sobre doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel” (Mateo 19,28). Por eso, en la parábola del Juicio Final, cuando el Rey dice “estos mis hermanos más pequeños”, no señala a las ovejas de la derecha ni a los cabritos de la izquierda, sino a sus discípulos, que están sentados a su lado en el tribunal, juzgando con Él.

El resto de los libros del Nuevo Testamento apoya macizamente esta interpretación. La Iglesia es el Cuerpo de Cristo, un Cuerpo cuya Cabeza es Cristo. En un cuerpo vivo, como la Iglesia, no hay Cuerpo sin Cabeza, ni Cabeza sin Cuerpo. La Iglesia es también la Esposa de Cristo, unida a Él de un modo indisoluble. Quien ama a Cristo Esposo, ama a la vez a su Esposa, la Iglesia. Quien odia a la Iglesia Esposa, odia también a su Esposo, Jesucristo. Quien persigue a los cristianos por ser cristianos, persigue a Cristo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hechos de los Apóstoles 9,4), pregunta el Señor resucitado a Saulo (luego San Pablo), perseguidor de los primeros cristianos.

Por supuesto, estas consideraciones no debilitan para nada ni el consejo evangélico de la pobreza, ni el deber moral de amar y ayudar a los pobres: “Si amáis [solamente] a los que os aman, ¿qué recompensa tenéis? ¿No hacen eso también los publicanos? Y si saludáis solamente a vuestros hermanos [en la fe], ¿qué hacéis de más? ¿No hacen eso también los paganos? Por eso, sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mateo 5,46-48), haciendo el bien a todos, buenos y malos, amigos y enemigos, ricos y pobres, cristianos y no cristianos.

En cambio, estas consideraciones sirven para apoyar algo que argumenté hace años en este otro artículo: El primer principio de la teología cristiana es Nuestro Señor Jesucristo; no los pobres, como sostiene la corriente filo-marxista de la “teología de la liberación”. 

Nota: Estas simples reflexiones están inspiradas en este escrito magnífico y erudito del R.P. Horacio Bojorge: El juicio de las naciones en Mateo 25,31-46.