Polémicas matrimoniales (XXIV): Monseñor De Germay

 

Como no todo ha de ser criticar lo malo, traduzco hoy para el blog un texto excelente aparecido en La Croix con respecto a las polémicas matrimoniales en el marco del Sínodo de los obispos sobre la familia. Es de un obispo francés, Monseñor Olivier De Germay, obispo de Ajaccio (ya sé que Ajaccio suena a italiano, pero es una diócesis francesa de la isla de Córcega, precisamente donde nació Napoleón).

Monseñor De Germay dice varias cosas importantísimas. Una de ellas es señalar, contra lo que afirmó el card. Kasper, que la “comunión espiritual”, en el caso de personas que están en situación de pecado grave, propiamente es un “deseo de comunión”, que Dios tendrá en cuenta y recompensará abundantemente, pero que no equivale a la comunión sacramental. También me parece fundamental indicar, como hace este benemérito obispo, que la participación en la Eucaristía no se limita a comulgar y que hay que recordar la importancia de unirse a la ofrenda al Padre del sacrificio de Cristo en la Cruz. Finalmente, me gustaría resaltar, como dice Mons. De Germay, que el hecho de que los divorciados en una nueva unión no se acerquen a comulgar es una expresión de la seriedad del vínculo matrimonial y de su “deseo de fidelidad” e incluso constituye un testimonio de ese deseo ante el resto de los fieles.

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En el marco del debate deseado por el Papa Francisco, me gustaría hablar sobre las personas divorciadas en una nueva unión. Al exponer mis convicciones —y también a mis preguntas— no hago más que aportar mi contribución a la reflexión en curso, convencido de que el Espíritu Santo nos mostrará el camino correcto.

El tema es importante, aunque sólo sea por las situaciones de incomprensión y de sufrimiento que están ligadas al mismo. La Iglesia debe ser capaz de acompañar mejor estas situaciones en la fidelidad al Evangelio.

Muchos se han mostrado a favor del acceso a los sacramentos, al menos en ciertas circunstancias. Las propuestas, basadas en el deseo de mostrar una mayor misericordia, son a menudo interesantes. La mayoría de ellas, sin embargo, sugieren la necesidad de cambiar la disciplina actual. A mi entender, sin embargo, esta dificultad pastoral que encontramos hoy está vinculada a otras realidades que tenemos que afrontar si queremos llegar a la raíz del problema. De lo contrario, corremos el riesgo de acompañar tranquilamente la secularización de la iglesia bajo una falsa apariencia de piedad.

Muchos sacerdotes no han sido formados para acoger a los divorciados vueltos a casar. Se sienten incómodos con ellos y a menudo oscilan entre la tentación de cerrar los ojos y la de limitarse a recordarles cuál es la ley. La urgencia está en enseñar este “arte de acompañamiento” que ha pedido el Papa Francisco. Los que lo practican saben lo hermoso que es acoger a estas personas, escuchar sus anhelos y también sus sufrimientos, para decirles que son amados por Dios, que tienen su lugar en la Iglesia y, al mismo tiempo, ayudarles a releer su historia a la luz de la fe, a comprender cómo Dios está involucrado en su matrimonio sacramental y la vinculación de ese matrimonio con el sacramento de la Eucaristía. Ese apoyo es difícil, pero permite que estas personas se den cuenta de que tienen un camino de santidad que deben seguir, un camino que tenga en cuenta la realidad objetiva de su situación.

Con ese acompañamiento, pueden entender el significado de lo que se les pide. Aceptando humildemente participar en la Eucaristía sin comulgar, realizan un acto de obediencia y de fidelidad a la Iglesia y a Cristo. En cierto modo, se presenta ante el Señor diciendo: “Señor, reconozco que hoy mi vida ya no es coherente con la señal de la Alianza, pero sé que no me reduces a este aspecto de mi vida y todavía me llamas a seguirte. Presentándome ante ti como el publicano del Evangelio (Cf. Lc 18, 9-14), vengo a decirte que deseo serte fiel”. A pesar de que, por las vueltas que da la vida, no hayan cumplido el voto de fidelidad al cónyuge, esas personas todavía pueden manifestar su deseo de fidelidad a Cristo. Lejos de caer en la autojustificación, muestran su sed de Dios y su fe en la mediación de la Iglesia, mientras que convierten su deseo de comunión en una ofrenda espiritual.

Este camino espiritual sólo es posible a través de una pastoral que ayude a los fieles a “participar activamente” en la Eucaristía. Ahora bien, esto es, a mí me parece, la verdadera dificultad pastoral de hoy. Mientras que el Concilio Vaticano II, haciendo hincapié en las dos dimensiones de sacrificio y de banquete de la Eucaristía, se refirió a la participación de los fieles uniendo el ofrecimiento y la comunión (Cf. Constitución sobre la Liturgia, 48), hemos olvidado casi por completo su dimensión sacrificial a la vez que se ha generalizado la comunión sistemática por parte de los fieles. La gran mayoría de los católicos practicantes no saben que, por su bautismo, están llamados a ofrecer el sacrificio de Cristo al Padre y a renovar la ofrenda espiritual de su vida. En ese contexto, hablar participar en la Eucaristía sin comulgar resulta incomprensible.

Mi experiencia me ha llevado a maravillarme de cómo las personas que se han vuelto a casar por lo civil pueden descubrir el significado más profundo de la Eucaristía. Su “deseo de comunión” (me parece que esta expresión es más precisa que la de “comunión espiritual”) sólo tiene sentido en la extensión de esta ofrenda —en parte, dolorosa— que es también la expresión de un deseo profundo y una tensión hacia la comunión plena. Su participación en la Eucaristía misma se convierte en un testimonio para todos nosotros, que a veces comulgamos sin pensar; un testimonio que forma parte del compromiso de su matrimonio sacramental. Muestran que se toman en serio la indisolubilidad del matrimonio y, por lo tanto, la lealtad inquebrantable de Cristo para con su Iglesia. Lejos de ser un castigo, el hecho de no comulgar se convierte en una misión.

Algunos han propuesto considerar la posibilidad un camino penitencial que preceda al acceso a los sacramentos. ¿Es que no se corre el riesgo de separar de una manera marcadamente subjetiva a aquellos que tienen circunstancias atenuantes de los que no las tienen? Incluso si ciertamente hay que tener en cuenta la diversidad de situaciones, la cuestión, me parece a mí, es otra. Cuando Jesús habla a la mujer samaritana de su situación matrimonial, no juzga a su pasado, sino que le ayuda a ver la realidad de su situación actual: “El que ahora tienes no es tu marido”. De esa forma, va a conducirla por un camino espiritual, no prescindiendo de su situación, sino integrándola hasta convertirla en un testigo: “Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho” (Jn 4, 29).

Confiemos en que el Espíritu Santo nos guiará hacia soluciones pastorales que no alteren la claridad y la radicalidad de la señal de la Alianza.

Monseñor Olivier de Germay, obispo de Ajaccio