Sobre la conveniencia de la devoción a San José en los tiempos actuales

 

En los últimos meses la devoción a San José ha experimentado un nuevo impulso en la Arquidiócesis de Santiago de Chile gracias a la difusión de una versión adaptada de la novena compuesta en el siglo XVII por el ilustre jesuita francés Louis Lallemant (cfr. recuadro). Esta novena, a la que el Arzobispo Ricardo, Cardenal Ezzati, otorgó indulgencia parcial, se reza mediante cuatro breves “visitas” que el creyente realiza a san José durante cada uno de los nueve días que dura la novena, meditando sucesivamente en cada “visita”: la vida interior, la obediencia, el amor a María y el amor a Cristo de San José.

Este feliz acontecimiento puede oportunamente llevarnos a reconsiderar la misión del Santo Patriarca en la vida de la Iglesia, en particular, en este año en el que la Iglesia se ve necesitada de tantos auxilios, como por ejemplo, en relación a tantos cristianos perseguidos, o en relación al próximo Sínodo de la Familia, o también en relación a este año dedicado a la Vida Consagrada y tantos otros acontecimientos de la Iglesia y del mundo por el cual sería de provecho incalculable recurrir a su protección.

No han faltado quienes piensan que san José ocupa en la fe cristiana un lugar secundario, de poca importancia, y que su único “mérito” consiste en haber sido elegido para casarse con María y cuidar de Ella y su Divino Hijo. Tanto el Magisterio de la Iglesia, como el de los santos nos dicen lo contrario. Cabe, por ejemplo, recordar las enseñanzas de San Bernardino de Siena: “La norma general que regula la concesión de gracias singulares a una criatura racional determinada es la de que, cuando la gracia divina elige a alguien para otorgarle una gracia singular o para ponerle en un estado preferente, le concede todos aquellos carismas que son necesarios para el ministerio que dicha persona ha de desempeñar. Esta norma se ha verificado de un modo excelente en San José, padre putativo de nuestro Señor Jesucristo y verdadero esposo de la Reina del universo y Señora de los ángeles. José fue elegido por el eterno Padre como protector y custodio fiel de sus principales tesoros, esto es, de su Hijo y de su Esposa, y cumplió su oficio con insobornable fidelidad. […].  Si relacionamos a José con la Iglesia universal de Cristo, ¿no es este el hombre privilegiado y providencial, por medio del cual la entrada de Cristo en el mundo se desarrolló de una manera ordenada y sin escándalos? Si es verdad que la Iglesia entera es deudora a la Virgen Madre por cuyo medio recibió a Cristo, después de María es San José a quien debe un agradecimiento y una veneración singular. José viene a ser el broche del Antiguo Testamento, broche en el que fructifica la promesa hecha a los Patriarcas y los Profetas. Sólo él poseyó de una manera corporal lo que para ellos había sido mera promesa. No cabe duda de que Cristo no sólo no se ha desdicho de la familiaridad y respeto que tuvo con él durante su vida mortal como si fuera su padre, sino que la habrá completado y perfeccionado en el cielo” (Sermo 2, de S. Ioseph: Opera 7, 16. 27-30).Desconocer esta doctrina, equivale a olvidar que la salvación del mundo vino por un matrimonio, como afirmó Juan Pablo II en la Exhortación Apostólica Redemptoris Custos: “Y he aquí que en el umbral del Nuevo Testamento, como ya al comienzo del Antiguo, hay una pareja. Pero, mientras la de Adán y Eva había sido fuente del mal que ha inundado al mundo, la de José y María constituye el vértice, por medio del cual la santidad se esparce por toda la tierra. El Salvador ha iniciado la obra de la salvación con esta unión virginal y santa” (n°7).

El Papa León XIII, en su encíclica Quamquam pluries, había afirmado solemnemente los títulos de verdadero esposo de María y verdadero padre de Jesucristo, en conformidad con el lenguaje de los Evangelios y desechando para siempre aquella visión errónea en la que san José ocupa un lugar extrínseco al Misterio de Cristo, y, consecuentemente, a la obra de la Redención y a la misión de la Iglesia. A partir de ahí, Juan Pablo II elabora la reflexión acerca de la “participación del Esposo de María en el misterio divino”, en el misterio de la Encarnación en que se revela el designio amoroso de Dios de hacernos hijos suyos: “José participó en este misterio como ninguna otra persona, a excepción de María, la Madre del Verbo Encarnado. El participó en este misterio junto con ella, comprometido en la realidad del mismo hecho salvífico” (Exhortación apostólica Redemptoris Custos, n.1). Más fuertes aún son las palabras con que San Bernardo se refiere a este punto: “Ya que todo lo que pertenece a la esposa pertenece también al esposo, podemos pensar que José puede distribuir como le parezca los ricos tesoros de gracia que Dios confió a María, su casta esposa” (Homilía sobre “Missus est”, 2 (PL 183, 5530); cf. Obras completas de San Bernardo, I (BAC, 1953) 184).

El patrocinio de San José sobre la Iglesia es la prolongación del que él ejerció sobre Jesucristo, Cabeza de la misma, y sobre María, Madre de la Iglesia. Por esta razón fue declarado Patrono universal de la Iglesia (cfr. Pío IX, Decreto Quemadmodum Deus, 8-XII-1870; Carta Apost. Inclytum Patriarcam, 7-VII-1871). Es claro entonces que quien tuvo la misión de padre en la Sagrada Familia, al comienzo del Nuevo Testamento, tenga también sobre la gran familia de la Iglesia una autoridad paternal. Él, en efecto, “contempla a la multitud de cristianos que conformamos la Iglesia como confiados especialmente a su cuidado” (León XIII, enc. Quamquam pluries, n.3). No es, entonces, la suya una intercesión comparable a la de los demás santos, sino que, como esposo de María, Madre de la Iglesia, y junto a Ella, tuvo y tiene un lugar único en la Redención.

En el siglo XVII, el citado jesuita, Louis Lallemant, gran devoto de San José, recomendaba la devoción al Santo Patriarca con estas palabras: “Ponernos bajo la protección de San José, a quien Dios confió la dirección y el gobierno de su Hijo y el de la Santísima Virgen, teniendo con esto un cargo infinitamente más elevado que si hubiera tenido el gobierno de todos los ángeles y la dirección espiritual de todos los santos. Debemos, pues, dirigirnos a él en todas las funciones de nuestros cargos y pedirle insistentemente su dirección no solo para lo interior sino aún para todos los actos exteriores de nuestra vida; porque cierto es que este gran Santo tiene un poder especial para ayudar a las almas en la vida interior y que se recibe de él una poderosa asistencia para saber encauzar dignamente las actividades de la vida.” (cfr. Doctrina Espiritual). En la misma línea, innumerables son los testimonios de santos y fieles sobre los favores obtenidos por la intercesión de San José. Viene al caso recordar en este año, V° Centenario del nacimiento de Teresa de Ávila, el testimonio de esta gran Doctora de la Iglesia: “No recuerdo hasta hoy –escribe la santa– haberle suplicado cosa que haya dejado de concederme. Es cosa que espanta las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de este bienaventurado Santo. A otros santos, Dios concede sola la gracia de socorrernos en una u otra necesidad. Pero el glorioso San José, y lo sé por experiencia, socorre en todas; y quiere el Señor darnos a entender que, así como le estuvo sometido en la tierra […] así en el cielo hace cuanto le pide” (Vida, 6); y este otro: “Quien no hallare maestro que le enseñe a orar, tome a este glorioso Santo por maestro y no errará el camino” (Vida, 6). Incluso llega la santa a desafiarnos a que hagamos la prueba de dirigirnos a San José: “Sólo pido, por amor de Dios, que lo pruebe quien no me creyere, y verá por experiencia el gran bien que es encomendarse a este glorioso Patriarca y tenerle devoción” (Vida, 6).

A la luz de lo expuesto, y recordando al gran León XIII, queremos con estas reflexiones hacer notar “que es de gran importancia que la devoción a San José se introduzca en las prácticas diarias de piedad de los católicos” (Idem, n.2). Tanto más proféticas sentimos las palabras de Benedicto XV, en su memorable Motu Proprio Bonum sane et salutare: “Nos, pues, totalmente confiados en el patrocinio de aquel a cuya vigilancia y previsión quiso Dios encomendar a su Unigénito encarnado y a la Virgen y Madre de Dios, propiciamos que todos los Obispos del orbe católico exhorten a todos los fieles a implorar el auxilio de San José, tanto más insistentemente cuanto es más adverso el tiempo a la causa cristiana”.  En este sentido, cómo no esperar de nuestros Pastores la concesión de indulgencias, e incluso, por qué no, la concesión de Indulgencia Plenaria a alguna práctica de devoción josefina, como la del padre Lallemant que presentamos, a fin de facilitar y hacer atractivo el incremento de su devoción. Más aún, quisiéramos hacer notar un vacío que desconcierta: no existe devoción alguna al Santo Patrono de la Iglesia y Patrono de la buena muerte (cfr. Catecismo n° 1014), entre otros títulos, por la que el creyente pueda alcanzar la Indulgencia Plenaria, del mismo modo que mediante el Santo Rosario o tantas otras devociones (cfr. Penitenciaría Apostólica, Enchiridion Indulgentiarum, 3°ed.). A un tal enriquecimiento a la devoción josefina con dicha Indulgencia, creemos poder aplicar aquellas palabras de Juan Pablo II: “de este modo, todo el pueblo cristiano no sólo recurrirá con mayor fervor a san José e invocará confiado su patrocinio, sino que tendrá siempre presente ante sus ojos su humilde y maduro modo de servir, así como de «participar» en la economía de la salvación” (Redemptoris Custos, n.1)

No quisiéramos terminar estas reflexiones sin mencionar el vínculo entre la devoción josefina y la mariana. Para ello tan solo recordaremos algunos pensamientos. El ya citado León XIII afirmaba: [es] “muy conveniente que el pueblo cristiano se acostumbre a invocar con piedad ferviente y espíritu de confianza, juntamente con la Virgen Madre de Dios, a su castísimo esposo San José, lo que tenemos la certeza de que ha de ser grato y conforme a los deseos de la misma Santísima Virgen” (enc. Quamquam pluries, n.2);un segundo pensamiento, de Santa Teresita: “Mi devoción hacia San José, desde mi infancia, se confundía con mi amor a la Santísima Virgen” (Historia de un alma, cap. 16); finalmente, decíaSan Claudio de La Colombiére: “Aunque no hubiere otra razón para alabar a San José, habría que hacerlo, me parece, por el solo deseo de agradar a María. No se puede dudar que ella tiene gran parte en los honores que se rinden a San José y con ello se encuentra honrada” (Panegírico de San José, Exordio. Texto recogido por Mons. Villelet, Les plus beaux textes sur saint Joseph, La Colombe, Ed. du Vieux Colombier, París 1959, pp. 113-115).

Quiera el Señor, en estos tiempos tan adversos a la causa cristiana, susciten estas enseñanzas de santos y papas, un nuevo impulso a la devoción a San José, tan admirado por pocos y lamentablemente tan desconocido de muchos.

Sé siempre, San José, nuestro protector. Que tu espíritu interior de paz, de silencio, de trabajo y oración, al servicio de la Santa Iglesia, nos vivifique y alegre, en unión con tu Esposa, nuestra dulcísima Madre inmaculada, en el solidísimo y suave amor a Jesús, nuestro Señor (San Juan XXIII, AAS, 53, 1961, p. 262). Amén.

Antonio Mª Ganuza Canals, hnssc

 

Novena a San José