Al rezar el Ángelus el segundo domingo de septiembre, día 13, con varios miles de fieles y peregrinos reunidos en la Plaza de San Pedro, el Papa Francisco se refirió al Evangelio del día que  nos presenta a Jesús quien, en camino hacia Cesarea de Filippo, pregunta a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que soy yo?” (Mc 8, 27).

Y tras recordar que ellos respondieron que algunos lo consideran Juan el Bautista, otros Elías o uno de los grandes Profetas, y que la gente lo apreciaba por considerarlo un “enviado de Dios”, si bien no lograba reconocerlo como al Mesías, el Obispo de Roma se detuvo a considerar la pregunta más importante con la que Jesús se dirige directamente a los que lo seguían, para verificar su fe. “¿Y ustedes quién dicen que soy yo?”.

Tras la respuesta de Pedro en nombre de todos, en que con pureza exclama: “Tú eres Cristo” (v. 29), Francisco afirmó que Jesús les reveló lo que le espera en Jerusalén, es decir, que debía sufrir mucho… ser condenado a muerte y resucitar después de tres días.

Sin embargo – prosiguió explicando el Pontífice – el mismo Pedro, que acaba de profesar su fe en Jesús como Mesías, se sintió escandalizado y regañó al Maestro. Jesús entonces reaccionó reprendiéndolo severamente, porque sus pensamientos no eran los de Dios, sino los de los hombres.

El Papa Francisco afirmó que, al igual que en los demás discípulos, también en cada uno de nosotros se opone a la gracia del Padre la tentación del Maligno, que quiere apartarnos de la voluntad de Dios.

Y destacó que Jesús es el Siervo obediente a la voluntad del Padre, hasta el sacrificio completo de su propia vida. De modo que, tal como él mismo lo declaró, quien quiere ser su discípulo debe aceptar ser siervo, como Él. Porque – como recordó el Santo Padre – seguir a Jesús significa tomar la propia cruz para acompañarlo en su camino, un camino incómodo que no es el del éxito o de la gloria terrena, sino el que conduce a la verdadera libertad, la libertad del egoísmo y del pecado.

De ahí la necesidad de rechazar la mentalidad mundana que pone el propio “yo” y los propios intereses en el centro de la existencia.

El Papa Bergoglio concluyó pidiendo a la Santísima Virgen María, que ha seguido a Jesús hasta el Calvario, que nos ayude a purificar siempre nuestra fe de falsas imágenes de Dios, para adherir plenamente a Cristo y a su Evangelio.

(María Fernanda Bernasconi - RV)

Alocución del Papa antes de rezar el Ángelus dominical

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de hoy nos presenta a Jesús que, en camino hacia Cesarea de Filippo, interroga a los discípulos: “¿Quién dice la gente que soy yo?” (Mc 8, 27). Ellos respondieron lo que decía la gente: que algunos lo consideran Juan el Bautista, redivivo, otros Elías o uno de los grandes Profetas. La gente apreciaba a Jesús, lo consideraba un “enviado de Dios”, pero no lograba aún reconocerlo como el Mesías, aquel Mesías preanunciado y esperado por todos. Y Jesús mira a los apóstoles y pregunta una vez más:

“¿Y ustedes quién dicen que yo soy?” (v. 29). He aquí la pregunta más importante, con la que Jesús se dirige directamente a aquellos que lo han seguido, para verificar su fe. Pedro, en nombre de todos, exclama con pureza: “Tú eres Cristo” (v. 29). Jesús queda sorprendido por la fe de Pedro, reconoce que ella es fruto de una gracia, de una gracia especial de Dios Padre. Y entonces revela abiertamente a los discípulos lo que le espera en Jerusalén, y dice que “el Hijo del hombre deberá sufrir mucho… ser condenado a muerte y resucitar después de tres días” (v. 31).

Al escuchar esto, el mismo Pedro, que acaba de profesar su fe en Jesús como Mesías, se siente escandalizado. Llama al Maestro y lo regaña. ¿Y cómo reacciona Jesús? A su vez reprende a Pedro por esto, con palabras muy severas: “¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás!”. ¡Pero le dice ‘Satanás’! “Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres” (v. 33).

Jesús se da cuenta de que en Pedro, como en los demás discípulos – ¡y también en cada uno de nosotros! – a la gracia del Padre se opone la tentación del Maligno, que quiere apartarnos de la voluntad de Dios.

Anunciando que deberá sufrir y ser condenado a muerte para resucitar después, Jesús quiere hacer comprender a quienes lo siguen que Él es un Mesías humilde y servidor. Es el Siervo obediente a la palabra y a la voluntad del Padre, hasta el sacrificio completo de su propia vida.

Por esto, dirigiéndose a toda la muchedumbre que estaba allí, declara que quien quiere ser su discípulo debe aceptar ser siervo, como Él se ha hecho siervo, y advierte: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (v. 35).

Ponerse en el seguimiento de Jesús significa tomar la propia cruz – todos la tenemos… –  para acompañarlo en su camino, un camino incómodo que no, no es el del éxito, de la gloria pasajera, sino el que conduce a la verdadera libertad, la que nos libera del egoísmo y del pecado.

Se trata de realizar un neto rechazo de aquella mentalidad mundana que pone el propio “yo” y los propios intereses en el centro de la existencia: y no, ¡eso no es lo que Jesús quiere de nosotros! En cambio Jesús nos invita a perder la propia vida por Él, por el Evangelio, para recibirla renovada, realizada, y auténtica.

Estamos seguros, gracias a Jesús, que este camino conduce, al final, a la resurrección, a la vida plena y definitiva con Dios. Decidir seguirlo a Él, a nuestro Maestro y Señor que se ha hecho Siervo de todos, exige caminar detrás de Él y escucharlo atentamente en su Palabra –  acuérdense: leer todos los días un pasaje del Evangelio – y en los Sacramentos.

Hay jóvenes aquí, en la plaza: chicos y chicas. Yo sólo les pregunto: ¿han sentido ganas de seguir a Jesús más de cerca? Piensen. Recen.  Y dejen que el Señor les hable.

Que la Virgen María, que ha seguido a Jesús hasta el Calvario, nos ayude a purificar siempre nuestra fe de falsas imágenes de Dios, para adherir plenamente a Cristo y a su Evangelio.