Opinión

¿«Rehacer su vida» o «Conversión»?

 

¿Qué tiene que predicar hoy la Iglesia, y ayudar, lógicamente, a vivir? ¿Que uno tiene «derecho» a «rehacer su vida» –«casualmente» con una señora que no es la suya; siempre así-, o que todos y cada uno, en la Iglesia, necesitamos «conversión»?

19/09/15 5:59 PM | José Luis Aberasturi


Se puede también enfocar de otra manera: ¿qué le diría hoy Jesús a una persona que vive amancebada –con «papeles o sin papeles», no añade moralmente nada-, y pretende -a la vez, y como si no tuviese nada que ver- «ir de católico», con «derecho» –¡por supuesto!- a comulgar en Misa?

Caben más preguntas, pertinentes todas ellas: ¿un católico debe pretender «hacerse a sí mismo» o «dejarse salvar por Dios»? ¿El modelo, en la Iglesia, sigue siendo Jesucristo -«aprended de Mí», nos dice Jesús-, o vale cualquier otro modelo: amancebado, adúltero, homosex, lesbi, trans, ladrón, mentiroso, asesino, corrupto…? ¿Sustituyen estos últimos modelos, en igualdad de condiciones, a Jesucristo, único modelo válido en la Iglesia?

En definitiva, todas ellas plantean lo siguiente: o hablamos de Dios para poder hablar con verdad del hombre –de su ser, de su dignidad, de su destino, de su verdadera vida- o nos limitamos a hablar del hombre, prescindiendo de Dios.

La Iglesia, única y exclusivamente se encuentra a sí misma –es fiel a Dios y al hombre- si llama a los hombres, empezando por los católicos, al Reino de Dios; si les invita y les ayuda a pertenecer y a participar del Dios vivo. En caso contrario se habría desvirtuado, se habría corrompido.

A día de hoy hay toda una campaña –rabiosa, poderosa, y con ínfulas de triunfar- para que la Iglesia se dedique primero a resolver los problemas de los hombres, católicos o no –urgentes, graves, reales-, en sus vertientes económicas, sociales, políticas…, y luego, en un segundo plano, pero muy en segundo plano, que no hay prisa -por no decir descaradamente, ninguna necesidad-, hablar con tranquilidad y sosiego, sin las urgencias materiales tan acuciantes, hablar sí, de Dios, de la relación del hombre con Dios, de la vida eterna, etc.

A este panorama se añade la insidia de que el yugo que Dios impone al hombre es demasiado pesado; casi, casi, inhumano. Sería inhumano ser marido de una sola mujer; sería inhumano pretender vivir el matrimonio abierto a la vida; sería inhumano no dar a las niñas la pildorilla del día-después; sería inhumano no permitir el aborto; sería inhumano no dejar que cada uno se monte su vida sexual a su antojo o inclinaciones; etc., etc., etc.

Jesús, al que no se le escapa ni una, nos ha dicho: «El tiempo está cumplido. El Reino de Dios está cerca. Convertíos y creed en el Evangelio». «Mi yugo es suave, y mi carga ligera». «Venid a Mí todos los que estáis cansados y agobiados, que Yo os aliviaré». «Cualquier cosa que pidáis al Padre en mi Nombre, os lo daré». Y «al Señor tu Dios adorarás, y a Él solo servirás».

¿No le es suficiente al hombre?

Para eso está la Iglesia: para ser el ojo del cuerpo –del hombre, de la humanidad- y que todo el cuerpo vea. Pero si la Iglesia cede al embate de las olas –más que bravías: un auténtico sunami se cierne sobre la Ella-, a la «muleta» de los «envites» mundanos, desconocería al hombre, y destruiría su humanidad –la grandeza, la dignidad- de la persona humana, lo mismo que lo desconoce, lo ningunea y lo destroza la sociedad y la cultura «modernas».

Pero eso es la muerte de la misma Iglesia.

 

Por José Luis Aberasturi y Martínez, Sacerdote.