Leví, el hijo de Alfeo, fue uno de los privilegiados a los que
Cristo llamó. Nunca hubiera pensado este galileo, publicano y
recaudador de impuestos al servicio del imperio romano, que
Cristo iba a fijarse en él cuando ejercía su oficio. Pero así
fue. Lo hizo con otros discípulos y sigue procediendo de igual
modo con aquellos a los que elige en cualquier momento y
situación. No hay mirada que penetre tan hondamente como la
divina; traspasa todas las fibras de nuestro ser. Mateo no se
resistió a ella. Abandonando lo que poseía, rompió
drásticamente con su presente sin pensar en el futuro. No
sabemos si le costó, pero seguramente no, porque una seducción
tal pone alas en el corazón. Desde luego, siguió al Mesías
ipso facto permaneciendo a su lado en todo momento;
igualaba a otros apóstoles con su inmediatez en la respuesta.
Dejándose elegir por Él, recibió la inmensa gracia de
empaparse de su amor, de ser directo acreedor de sus excelsos
e incomparables matices, testigo de cómo hablaba, caminaba,
actuaba…, un sueño compartido por los innumerables hombres y
mujeres enamorados de Cristo que habrían dado todo por haberle
conocido.
Su llamamiento no pasó desapercibido para los
escribas y fariseos, quienes, viendo la paja en los ojos
ajenos y no la viga en los suyos, seguían los pasos del
Redentor maliciosamente, con la intención de sorprenderle en
algún desliz que permitiera desacreditarle ante el pueblo. La
elección de Mateo por parte de Cristo fue recibida por ellos
como una ignominia toda vez que el oficio desempeñado por el
evangelista recaudando tributos para el imperio dominador era
tomado como una afrenta al pueblo de Israel; se le
consideraría una persona sin escrúpulos, afín al opresor. Pero
él se mostró ante el Salvador con toda sencillez. Sin
modificar inicialmente sus esquemas de vida, convocó a su mesa
a los conocidos –sus amigos de siempre, podríamos decir–, para
agasajarlos. Cursó la misma invitación para Cristo aunque su
casa estuviese atestada de personas de dudosa conducta.
Además, con ello ponía un nítido signo apostólico en este
primer momento; franqueaba la puerta del camino que emprendía
a sus allegados. ¿Qué hace un genuino seguidor de Cristo? Por
supuesto, dar a conocer a Dios a los suyos. Y aunque él
todavía no concebía a Jesús en su divinidad, algo muy hondo y
desconocido experimentaría ante su presencia que le indujo a
actuar así.
Conmueve ver cómo aprovecha el Maestro ese instante para
manifestarse en un aspecto que quedó como paradigma de
consuelo y esperanza para quienes se han propuesto seguirle y
piensan en sus muchas debilidades y torpezas: «No necesitan
médico los sanos sino los enfermos; no he venido a llamar a
justos, sino a pecadores» (Mc 2, 17). Conviene tener
en cuenta que el Mesías no se fijó en los máximos exponentes
de la sociedad tanto del ámbito religioso como público. Los
detractores no entendieron su indulgencia y piedad, un
concepto de amor de tal calibre que echaba por tierra toda
barrera y prejuicios, ya que elevaba a la condición de hijos
de Dios a todas las personas sin distinciones de ningún tipo.
La acepción disgregadora quedaba absolutamente destronada para
siempre.
Ni qué decir tiene que en lo profundo del corazón humano se
produce un estremecimiento ante el misterio del llamamiento.
Nos desborda la contemplación de la misericordia divina.
Viendo la elección de Mateo que discurre completamente al
margen de los cánones de la razón, rompiendo todos los
convencionalismos, se comprende el sentimiento que tantos
seleccionados por Cristo para seguirle han experimentado y
siguen percibiendo: ¿Por qué yo?, ¿qué ha podido ver en mí?
Las preguntas penden en la conciencia de indignidad cuando
cada uno se asoma a su interior aunque sea levemente. Ese
«porqué» enajena, perturba, insta a luchar y a hacerse dignos
de tan altísimo honor. Yendo tras Él, este sencillo publicano
impregnó su vida de esperanza y la enriqueció con su anhelo
indeclinable de apurarla hasta el final. Es otro de los
indiscutibles referentes que poseemos.
Aunque no se ofrezcan datos fehacientes al respecto, en el
itinerario espiritual de Mateo debió quedar trazada a fuego la
confianza del Redentor. Que el Maestro se fijara en él lo
sintetiza todo. Y en esa mesa llena de comensales en la que
pululaban las murmuraciones, mucho debió pesar en su ánimo el
hecho de que Cristo le había abierto sus brazos para siempre
amándole como era, con sus debilidades y aciertos, que también
los tendría. Este amor dio un giro radical a su existencia. No
echó en saco roto la excelsa dádiva que había recibido.
Después de la muerte y resurrección de Cristo, bajo el amparo
de Pedro contribuyó a la evangelización y extensión de la
Iglesia en Palestina. Testigo ocular de los hechos que
acontecieron al Hijo de Dios catequizó a su generación, y a
las que han ido llegando desde entonces, narrando en su
evangelio todo lo que había oído y vivido. El humilde apóstol,
denostado por su condición social y trabajo profesional, pasó
a ser el primer redactor.
En su exposición, escrita en hebreo, arameo y griego,
confirma que Jesús es el Mesías cuya venida había sido
vaticinada durante siglos por los profetas. Ensalza el Reino
de Dios, que denomina Iglesia constituida por Cristo en la
persona de Pedro. Él, como los restantes evangelistas, se
ocupó de transmitir fielmente la vida de Jesús y su doctrina.
Realizó su apostolado en Palestina y después partió a Etiopía
donde obró incontables milagros, entre otros, la resurrección
de Ifigenia, una hija del rey Eglipo, que se convirtió junto
al resto de su familia. El sucesor del monarca, Hirtaco,
pretendía casarse con ella, pero la joven había consagrado su
virginidad a Dios alentada por el apóstol. Y al ver que no
podía cumplir sus deseos, porque Mateo no se prestó a ayudarle
en sus planes rebajando el mensaje evangélico que había
transmitido a la joven, el cruel soberano ordenó que le diesen
muerte mientras oficiaba misa. Sus reliquias se veneran en
Salerno, Italia.