Queridos Hermanos en el Episcopado:
Antes que nada quisiera enviar un saludo a la
comunidad judía, a nuestros hermanos judíos que hoy celebran
la fiesta de Yom Kippur, el Señor les bendiga con paz y les
haga ir adelante en la vida de la santidad según esto que hoy
hemos escuchado de su Palabra. Sed santos porque yo soy santo
Me alegra tener este encuentro con ustedes en
este momento de la misión apostólica que me ha traído a su
País. Agradezco de corazón al Cardenal Wuerl y al Arzobispo
Kurtz las amables palabras que me han dirigido en nombre de
todos. Muchas gracias por su acogida y por la generosa
solicitud con que han programado y organizado mi estancia
entre ustedes.
Viendo con los ojos y con el corazón sus rostros
de Pastores, quisiera saludar también a las Iglesias que
amorosamente llevan sobre sus hombros; y les ruego
encarecidamente que, por medio de ustedes, mi cercanía humana
y espiritual llegue a todo el Pueblo de Dios diseminado en
esta vasta tierra.
El corazón del Papa se dilata para incluir a
todos. Ensanchar el corazón para dar testimonio de que Dios es
grande en su amor es la sustancia de la misión del Sucesor de
Pedro, Vicario de Aquel que en la cruz extendió los brazos
para acoger a toda la humanidad. Que ningún miembro del Cuerpo
de Cristo y de la nación americana se sienta excluido del
abrazo del Papa. Que, donde se pronuncie el nombre de Jesús,
resuene también la voz del Papa para confirmar: «¡Es el
Salvador!». Desde sus grandes metrópolis de la costa oriental
hasta las llanuras del midwest, desde el profundo sur
hasta el ilimitado oeste, en cualquier lugar donde su pueblo
se reúna en asamblea eucarística, que el Papa no sea un nombre
que se repite por fuerza de la costumbre, sino una compañía
tangible destinada a sostener la voz que sale del corazón de
la Esposa: «¡Ven, Señor!».
Cuando echan una mano para realizar el bien o
llevar al hermano la caridad de Cristo, para enjugar una
lágrima o acompañar a quien está solo, para indicar el camino
a quien se siente perdido o para fortalecer a quien tiene el
corazón destrozado, para socorrer a quien ha caído o enseñar a
quien tiene sed de verdad, para perdonar o llevar a un nuevo
encuentro con Dios... sepan que el Papa los acompaña y los
ayuda, pone también él su mano –vieja y arrugada pero, gracias
a Dios, capaz todavía de apoyar y animar– junto a las suyas.
Mi primera palabra es de agradecimiento a Dios
por el dinamismo del Evangelio que ha hecho que la Iglesia de
Cristo crezca con fuerza en estas tierras y le ha permitido
ofrecer su aportación generosa, en el pasado y en la
actualidad, a la sociedad estadounidense y al mundo. Aprecio
vivamente y agradezco conmovido su generosidad y solidaridad
con la Sede Apostólica y con la evangelización en tantas
sufridas partes del mundo. Me alegro del firme compromiso de
su Iglesia a favor de la vida y de la familia, motivo
principal de mi visita. Sigo con atención el enorme esfuerzo
que realizan para acoger e integrar a los inmigrantes que
siguen llegando a Estados Unidos con la mirada de los
peregrinos que se embarcan en busca de sus prometedores
recursos de libertad y prosperidad. Admiro los esfuerzos que
dedican a la misión educativa en sus escuelas a todos los
niveles y a la caridad en sus numerosas instituciones. Son
actividades llevadas a cabo muchas veces sin que se reconozca
su valor y sin apoyo y, en todo caso, heroicamente sostenidas
con la aportación de los pobres, porque esas iniciativas
brotan de un mandato sobrenatural que no es lícito
desobedecer. Conozco bien la valentía con que han afrontado
momentos oscuros en su itinerario eclesial sin temer a la
autocrítica ni evitar humillaciones y sacrificios, sin ceder
al miedo de despojarse de cuanto es secundario con tal de
recobrar la credibilidad y la confianza propia de los
Ministros de Cristo, como desea el alma de su pueblo. Sé
cuánto les ha hecho sufrir la herida de los últimos años, y he
seguido de cerca su generoso esfuerzo por curar a las
víctimas, consciente de que, cuando curamos, también somos
curados, y por seguir trabajando para que esos crímenes no se
repitan nunca más.
Les hablo como Obispo de Roma, llamado por Dios
–siendo ya mayor– desde una tierra también americana, para
custodiar la unidad de la Iglesia universal y para animar en
la caridad el camino de todas las Iglesias particulares, para
que progresen en el conocimiento, en la fe y en el amor a
Cristo. Leyendo sus nombres y apellidos, viendo sus rostros,
consciente de su alto sentido de la responsabilidad eclesial y
de la devoción que han profesado siempre al Sucesor de Pedro,
tengo que decirles que no me siento forastero entre ustedes.
También yo vengo de una tierra vasta, inmensa y no pocas veces
informe, que como la de ustedes, ha recibido la fe del bagaje
de los misioneros. Conozco bien el reto de sembrar el
Evangelio en el corazón de hombres procedentes de mundos
diversos, a menudo endurecidos por el arduo camino recorrido
antes de llegar. No me es ajeno el cansancio de establecer la
Iglesia entre llanuras, montañas, ciudades y suburbios de un
territorio a menudo inhóspito, en el que las fronteras siempre
son provisionales, las respuestas obvias no perduran y la
llave de entrada requiere conjugar el esfuerzo épico de los
pioneros exploradores con la sabiduría prosaica y la
resistencia de los sedentarios que controlan el territorio
alcanzado. Como cantaba uno de sus poetas: «Alas fuertes e
incansables», pero también la sabiduría de quien «conoce las
montañas»1
No les hablo sólo yo. Mi voz está en continuidad
con la de mis Predecesores. Desde los albores de la «nación
americana», cuando apenas acabada la revolución fue erigida la
primera diócesis en Baltimore, la Iglesia de Roma los ha
acompañado y nunca les ha faltado su contante asistencia y su
aliento. En los últimos decenios, tres de mis venerados
Predecesores les han visitado, entregándoles un notable
patrimonio de magisterio todavía actual, que ustedes han
utilizado para orientar programas pastorales con visión de
futuro, para guiar a esta querida Iglesia.
No es mi intención trazar un programa o delinear
una estrategia. No he venido para juzgarles o para impartir
lecciones. Confío plenamente en la voz de Aquel que «enseña
todas las cosas» (cf. Jn 14,26). Permítanme tan sólo,
con la libertad del amor, que les hable como un hermano entre
hermanos. No pretendo decirles lo que hay que hacer, porque
todos sabemos lo que el Señor nos pide. Prefiero más bien
realizar de nuevo ese esfuerzo –antiguo y siempre nuevo– de
preguntarnos por los caminos a seguir, los sentimientos que
hemos de conservar mientras trabajamos, el espíritu con que
tenemos que actuar. Sin ánimo de ser exhaustivo, comparto con
ustedes algunas reflexiones que considero oportunas para
nuestra misión.
Somos obispos de la Iglesia, pastores
constituidos por Dios para apacentar su grey. Nuestra mayor
alegría es ser pastores, y nada más que pastores, con un
corazón indiviso y una entrega personal irreversible. Es
preciso custodiar esta alegría sin dejar que nos la roben. El
maligno ruge como un león tratando de devorarla, arruinando
todo lo que estamos llamados a ser, no por nosotros mismos,
sino por el don y al servicio del «Pastor y guardián de
nuestras almas» (1 P 2,25).
La esencia de nuestra identidad se ha de buscar
en la oración asidua, en la predicación (cf. Hch 6,4)
y el apacentar (cf. Jn 21,15-17; Hch
20,28-31).
No una oración cualquiera, sino la unión familiar
con Cristo, donde poder encontrar cotidianamente su mirada y
escuchar la pregunta que nos dirige a todos: «¿Quién es mi
madre y quiénes son mis hermanos?» (Mc 3,32). Y
poderle responder serenamente: «Señor, aquí está tu madre,
aquí están tus hermanos. Te los encomiendo, son aquellos que
tú me has confiado». La vida del pastor se alimenta de esa
intimidad con Cristo.
No una predicación de doctrinas complejas, sino
el anuncio gozoso de Cristo, muerto y resucitado por nosotros.
Que el estilo de nuestra misión suscite en cuantos nos
escuchan la experiencia del «por nosotros» de este anuncio:
que la Palabra dé sentido y plenitud a cada fragmento de su
vida, que los sacramentos los alimenten con ese sustento que
no se pueden proporcionar a sí mismos, que la cercanía del
Pastor despierte en ellos la nostalgia del abrazo del Padre.
Estén atentos a que la grey encuentre siempre en el corazón
del Pastor esa reserva de eternidad que ansiosamente se busca
en vano en las cosas del mundo. Que encuentren siempre en sus
labios el reconocimiento de su capacidad de hacer y construir,
en la libertad y la justicia, la prosperidad de la que esta
tierra es pródiga. Pero que no falte sereno valor de confesar
que es necesario buscar no «el alimento que perece, sino el
que perdura para la vida eterna» (Jn 6,27).
No apacentarse a sí mismos, sino saber
retroceder, abajarse, descentrarse, para alimentar con Cristo
a la familia de Dios. Vigilar sin descanso, elevándose para
abarcar con la mirada de Dios a la grey que sólo a él
pertenece. Elevarse hasta la altura de la Cruz de su Hijo, el
único punto de vista que abre al pastor el corazón de su
rebaño.
No mirar hacia abajo, a la propia
autoreferencialidad, sino siempre hacia el horizonte de Dios,
que va más allá de lo que somos capaces de prever o
planificar. Vigilar también sobre nosotros mismos, para alejar
la tentación del narcisismo, que ciega los ojos del pastor,
hace irreconocible su voz y su gesto estéril. En las muchas
posibilidades que se abren en su solicitud pastoral, no
olviden mantener indeleble el núcleo que unifica todas las
cosas: «Lo hicieron conmigo» (Mt 25,31.45).
Ciertamente es útil al obispo tener la prudencia
del líder y la astucia del administrador, pero nos perdemos
inexorablemente cuando confundimos el poder de la fuerza con
la fuerza de la impotencia, a través de la cual Dios nos ha
redimido. Es necesario que el obispo perciba lúcidamente la
batalla entre la luz y la oscuridad que se combate en este
mundo. Pero, ay de nosotros si convertimos la cruz en bandera
de luchas mundanas, olvidando que la condición de la victoria
duradera es dejarse despojarse y vaciarse de sí mismo (cf.
Flp 2,1-11).
No nos resulta ajena la angustia de los primeros
Once, encerrados entre cuatro paredes, asediados y
consternados, llenos del pavor de las ovejas dispersas porque
el pastor ha sido abatido. Pero sabemos que se nos ha dado un
espíritu de valentía y no de timidez. Por tanto, no es lícito
dejarnos paralizar por el miedo.
Sé bien que tienen muchos desafíos, que a menudo
es hostil el campo donde siembran y no son pocas las
tentaciones de encerrarse en el recinto de los temores, a
lamerse las propias heridas, llorando por un tiempo que no
volverá y preparando respuestas duras a las resistencias ya de
por sí ásperas.
Y, sin embargo, somos artífices de la cultura del
encuentro. Somos sacramento viviente del abrazo entre la
riqueza divina y nuestra pobreza. Somos testigos del
abajamiento y la condescendencia de Dios, que precede en el
amor incluso nuestra primera respuesta.
El diálogo es nuestro método, no por astuta
estrategia sino por fidelidad a Aquel que nunca se cansa de
pasar una y otra vez por las plazas de los hombres hasta la
undécima hora para proponer su amorosa invitación (cf. Mt
20,1-16).
Por tanto, la vía es el diálogo entre ustedes,
diálogo en sus Presbiterios, diálogo con los laicos, diálogo
con las familias, diálogo con la sociedad. No me cansaré de
animarlos a dialogar sin miedo. Cuanto más rico sea el
patrimonio que tienen que compartir con parresía, tanto más
elocuente ha de ser la humildad con que lo tienen que ofrecer.
No tengan miedo de emprender el éxodo necesario en todo
diálogo auténtico. De lo contrario no se puede entender las
razones de los demás, ni comprender plenamente que el hermano
al que llegar y rescatar, con la fuerza y la cercanía del
amor, cuenta más que las posiciones que consideramos lejanas
de nuestras certezas, aunque sean auténticas. El lenguaje duro
y belicoso de la división no es propio del Pastor, no tiene
derecho de ciudadanía en su corazón y, aunque parezca por un
momento asegurar una hegemonía aparente, sólo el atractivo
duradero de la bondad y del amor es realmente convincente.
Es preciso dejar que resuene perennemente en
nuestro corazón la palabra del Señor: «Tomen mi yugo sobre
ustedes y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón,
y encontrarán descanso para sus almas» (Mt 11,28-29).
El yugo de Jesús es yugo de amor y, por tanto, garantía de
descanso. A veces nos pesa la soledad de nuestras fatigas, y
estamos tan cargados del yugo que ya no nos acordamos de
haberlo recibido del Señor. Nos parece solamente nuestro y,
por tanto, nos arrastramos como bueyes cansados en el campo
árido, abrumados por la sensación de haber trabajado en vano,
olvidando la plenitud del descanso vinculado indisolublemente
a Aquel que hizo la promesa.
Aprender de Jesús; mejor aún, aprender a ser como
Jesús, manso y humilde; entrar en su mansedumbre y su humildad
mediante la contemplación de su obrar. Poner nuestras iglesias
y nuestros pueblos, a menudo aplastados por la dura pretensión
del rendimiento bajo el suave yugo del Señor. Recordar que la
identidad de la Iglesia de Jesús no está garantizada por el
«fuego del cielo que consume» (cf. Lc 9,54), sino por
el secreto calor del Espíritu que «sana lo que sangra, dobla
lo que es rígido, endereza lo que está torcido».
La gran misión que el Señor nos confía, la
llevamos a cabo en comunión, de modo colegial. ¡Está ya tan
desgarrado y dividido el mundo! La fragmentación es ya de casa
en todas partes. Por eso, la Iglesia, «túnica inconsútil del
Señor», no puede dejarse dividir, fragmentar o enfrentarse.
Nuestra misión episcopal consiste en primer lugar en cimentar
la unidad, cuyo contenido está determinado por la Palabra de
Dios y por el único Pan del Cielo, con el que cada una de las
Iglesias que se nos ha confiado permanece Católica, porque
está abierta y en comunión con todas las Iglesias particulares
y con la de Roma, que «preside en la caridad». Es imperativo,
por tanto, cuidar dicha unidad, custodiarla, favorecerla,
testimoniarla como signo e instrumento que, más allá de
cualquier barrera, une naciones, razas, clases, generaciones.
Que el inminente Año Santo de la Misericordia, al
introducirnos en las profundidades inagotables del corazón
divino, en el que no hay división alguna, sea para todos una
ocasión privilegiada para reforzar la comunión, perfeccionar
la unidad, reconciliar las diferencias, perdonarnos unos a
otros y superar toda división, de modo que alumbre su luz como
«la ciudad puesta en lo alto de un monte» (Mt 5,14).
Este servicio a la unidad es particularmente
importante para su amada nación, cuyos vastísimos recursos
materiales y espirituales, culturales y políticos, históricos
y humanos, científicos y tecnológicos requieren
responsabilidades morales no indiferentes en un mundo abrumado
y que busca con afán nuevos equilibrios de paz, prosperidad e
integración. Por tanto, una parte esencial de su misión es
ofrecer a los Estados Unidos de América la levadura humilde y
poderosa de la comunión. Que la humanidad sepa que contar con
el «sacramento de unidad» (Lumen gentium, 1) es
garantía de que su destino no es el abandono y la
disgregación.
Este testimonio es un faro que no se puede
apagar. En efecto, en la densa oscuridad de la vida, los
hombres necesitan dejarse guiar por su luz, para tener la
certidumbre del puerto al que acudir, seguros de que sus
barcas no se estrellarán en los escollos ni quedarán a merced
de las olas. Así que les animo a hacer frente a los desafíos
de nuestro tiempo. En el fondo de cada uno de ellos está
siempre la vida como don y responsabilidad. El futuro de la
libertad y la dignidad de nuestra sociedad dependen del modo
en que sepamos responder a estos desafíos.
Las víctimas inocentes del aborto, los niños que
mueren de hambre o bajo las bombas, los inmigrantes se ahogan
en busca de un mañana, los ancianos o los enfermos, de los que
se quiere prescindir, las víctimas del terrorismo, de las
guerras, de la violencia y del tráfico de drogas, el medio
ambiente devastado por una relación predatoria del hombre con
la naturaleza, en todo esto está siempre en juego el don de
Dios, del que somos administradores nobles, pero no amos. No
es lícito por tanto eludir dichas cuestiones o silenciarlas.
No menos importante es el anuncio del Evangelio de la familia
que, en el próximo Encuentro Mundial de las Familias en
Filadelfia, tendré ocasión de proclamar con fuerza junto a
ustedes y a toda la Iglesia.
Estos aspectos irrenunciables de la misión de la
Iglesia pertenecen al núcleo de lo que nos ha sido transmitido
por el Señor. Por eso tenemos el deber de custodiarlos y
comunicarlos, aun cuando la mentalidad del tiempo se hace
impermeable y hostil a este mensaje (Evangelii gaudium,
34-39). Los animo a ofrecer este testimonio con los medios y
la creatividad del amor y la humildad de la verdad. Esto no
sólo requiere proclamas y anuncios externos, sino también
conquistar espacio en el corazón de los hombres y en la
conciencia de la sociedad.
Para ello, es muy importante que la Iglesia en
los Estados Unidos sea también un hogar humilde que atraiga a
los hombres por el encanto de la luz y el calor del amor. Como
pastores, conocemos bien la oscuridad y el frío que todavía
hay en este mundo, la soledad y el abandono de muchos –también
donde abundan los recursos comunicativos y la riqueza
material–, el miedo a la vida, la desesperación y las
múltiples fugas.
Por eso, solamente una Iglesia que sepa reunir en
torno al «fuego» es capaz de atraer. Ciertamente, no un fuego
cualquiera, sino aquel que se ha encendido en la mañana de
Pascua. El Señor resucitado es el que sigue interpelando a los
Pastores de la Iglesia a través de la voz tímida de tantos
hermanos: «¿Tienen algo que comer?». Se trata de reconocer su
voz, como lo hicieron los Apóstoles a orillas del mar de
Tiberíades (cf. Jn 21,4-12). Y es todavía más
decisivo conservar la certeza de que las brasas de su
presencia, encendidas en el fuego de la pasión, nos preceden y
no se apagarán nunca. Si falta esta certeza, se corre el
riesgo de convertirse en guardianes de cenizas y no custodios
y en dispensadores de la verdadera luz y de ese calor que es
capaz de hacer arder el corazón (cf. Lc 24,32).
Antes de concluir estas reflexiones, permítanme
hacerles aún dos recomendaciones que considero importantes. La
primera se refiere a su paternidad episcopal. Sean Pastores
cercanos a la gente, Pastores próximos y servidores. Esta
cercanía ha de expresarse de modo especial con sus sacerdotes.
Acompáñenles para que sirvan a Cristo con un corazón indiviso,
porque sólo la plenitud llena a los ministros de Cristo. Les
ruego, por tanto, que no dejen que se contenten de medias
tintas. Cuiden sus fuentes espirituales para que no caigan en
la tentación de convertirse en notarios y burócratas, sino que
sean expresión de la maternidad de la Iglesia que engendra y
hace crecer a sus hijos. Estén atentos a que no se cansen de
levantarse para responder a quien llama de noche, aun cuando
ya crean tener derecho al descanso (cf. Lc 11,5-8).
Prepárenles para que estén dispuestos para detenerse,
abajarse, rociar bálsamo, hacerse cargo y gastarse en favor de
quien, «por casualidad», se vio despojado de todo lo que creía
poseer (cf. Lc 10,29-37).
Mi segunda recomendación se refiere a los
inmigrantes. Pido disculpas si hablo en cierto modo casi
in causa propia. La iglesia en Estados Unidos conoce como
nadie las esperanzas del corazón de los inmigrantes. Ustedes
siempre han aprendido su idioma, apoyado su causa, integrado
sus aportaciones, defendido sus derechos, promovido su
búsqueda de prosperidad, mantenido encendida la llama de su
fe. Incluso ahora, ninguna institución estadounidense hace más
por los inmigrantes que sus comunidades cristianas. Ahora
tienen esta larga ola de inmigración latina en muchas de sus
diócesis. No sólo como Obispo de Roma, sino también como un
Pastor venido del sur, siento la necesidad de darles las
gracias y de animarles. Tal vez no sea fácil para ustedes leer
su alma; quizás sean sometidos a la prueba por su diversidad.
En todo caso, sepan que también tienen recursos que compartir.
Por tanto, acójanlos sin miedo. Ofrézcanles el calor del amor
de Cristo y descifrarán el misterio de su corazón. Estoy
seguro de que, una vez más, esta gente enriquecerá a su País y
a su Iglesia.
Que Dios los bendiga y la Virgen los cuide.