Tribunas

El diálogo interreligioso incluye a las nuevas religiones laicistas

Salvador Bernal

Dentro de la Iglesia católica, uno de las grandes avances del siglo XX es la institucionalización del diálogo interreligioso a partir del Concilio Vaticano II, del que pronto se cumplirá el 50º aniversario. Lo recordó el papa Francisco en la última audiencia general de octubre, en el contexto de los cincuenta años de la declaración conciliarNostra Aetate.

En cierto modo, esa actitud dialogante –bien descrita en la primera encíclica del papa Pablo VI,Ecclesiam suam, de 6/8/1964 supone el entierro de todo fanatismo religioso. Fanáticamente letales fueron las grandes ideologías –auténticas creencias del siglo XX: nazismo y comunismo. Al arrumbarse el muro de Berlín, pensé ingenuamente que sólo quedaba ya en el mundo el absoluto islámico. No podía imaginar entonces la expansión en Occidente de una mentalidad “políticamente impuesta”, que se nutre en gran medida de un laicismo fundamentalista, con el que resulta muy difícil dialogar, como se comprueba cuando alguno de sus fautores consigue cuota de poder.

Resulta llamativa la desfachatez de esa intolerancia que, por desgracia, no es nueva en España. Baste aludir a ejemplos recientes, como los relativos a la educación y, en concreto, a la enseñanza de la religión. No parece lógico insistir, desde fuera del gobierno, en la necesidad de un pacto de Estado, para proponer al día siguiente denunciar acuerdos, fruto de aquella época de concordia cívica –con mutuas renuncias que surcó la transición española. Además, esos acuerdos venían a aplicar el gran pacto educativo incorporado, tras serios y detenidos debates, al artículo 27 de la Constitución.

Aparte de ser rancio, ese fundamentalismo laicista denota poca cultura democrática moderna, caracterizada no tanto por la construcción de una difusa voluntad general al estilo de Rousseau, sino por el respeto a las minorías. Paradójica y paradigmática resulta la imposición de la minoría a las mayorías sociales en virtud de un arcaico “ordeno y mando”.

El problema radica en el doble juego de visceralidad y voluntarismo. Al contrario -debería aceptarse por obvio-, se dialoga desde la racionalidad: búsqueda intelectual de verdades compartibles, aunque se parta de principios o criterios diversos, como sucedió con la declaración universal de derechos humanos en 1948: concordia en los contenidos, aunque no necesariamente en sus fundamentos

En el planeta globalizado se produce de hecho una intensificación de las relaciones habituales entre personas de diversas culturas, tradiciones y creencias, que coinciden en la práctica para alcanzar objetivos comunes: diplomáticos, económicos, ecológicos, científicos, universitarios, educativos. Crece la interdependencia, aunque tantos Estados se aferren a concepciones obsoletas de la soberanía. Abundan los conflictos bélicos regionales, pero aumenta el esfuerzo de las organizaciones internacionales para encauzarlos hacia la paz, a pesar de las dificultades. Organismos y comités especializados de la ONU trabajan a fondo en el ámbito de la cooperación y de la promoción del desarrollo humano. Se dibuja un horizonte común que, a pesar de manifestaciones de pragmatismo, configura la persistente búsqueda del sentido de la vida, del destino de los hombres, de su trascendencia tras la muerte, de la deseable unidad de la familia humana.

Como recordó el papa Francisco el 28 de octubre, “el Concilio Vaticano II fue un momento extraordinario de reflexión, diálogo y oración para renovar la mirada de la Iglesia Católica sobre sí misma y sobre el mundo. Una lectura de los signos de los tiempos de cara a una actualización orientada por una doble fidelidad: fidelidad a la tradición de la Iglesia y fidelidad a la historia de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Porque Dios, que se reveló en la creación y en la historia, que habló por medio de los profetas y plenamente en su Hijo hecho hombre se dirige al corazón y al espíritu de toda persona que busca la verdad y los caminos para practicarla”.

En ese contexto se sitúa la declaración Nostra Aetate, inspiradora de un proceso de diálogo en el que los católicos han tomado claramente la delantera. Pero “no todo vale”. La mirada benevolente del Concilio Vaticano II hacia las religiones no cristianas –incluidas las religiones seculares, parece compatible con evitar el relativismo y con la condena enérgica de cualquier forma de transgresión –violenta o no del derecho básico a la libertad religiosa.