En la capilla de “La Ventilla, 103” se puede leer el nombre de Dios en multitud de idiomas. Lo han ido escribiendo los chicos que desde el año 1996 han pasado por esta comunidad de jesuitas llamada “Padre José María Rubio”, en honor al jesuita canonizado por San Juan Pablo II en 2003.

“Les aportamos estabilidad, frente a la inseguridad extrema de la que vienen”. Quien habla es Higinio Pi, director de la Comunidad, que actualmente está integrada por seis religiosos y dos chicos de Camerún. Funcionan como una familia en la que las tareas domésticas se reparten y donde el objetivo es compartir la vida juntos. Unos y otros se encuentran normalmente al final del proceso que dura unos tres años y por el que estos jóvenes subsaharianos lograrán “el arraigo”, primer paso para ser españoles de pleno derecho.

Cada uno de ellos llega con la doble cara que acompaña la inmigración: por un lado, la salida hacia la esperanza de un futuro mejor y, por otro, el dolor del desarraigo y las dificultades para la acogida.

A lo largo de su trayectoria como religioso, Higinio ha visto en varias ocasiones las consecuencias que tiene que los lobbies políticos, económicos o los propios medios de comunicación pongamos el foco en una determinada noticia.
En el mundo de lo social las modas, “las tendencias”, también existen. “Esto es cruel”, dice el jesuita, que explica que “desde la Compañía de Jesús, lo que buscamos son iniciativas que permanezcan en el tiempo.

En esta misma línea se ha pronunciado la Mesa por la Hospitalidad de la Iglesia en Madrid, creada para coordinar recursos de todos aquellos que trabajan con migrantes y refugiados y que subraya la “necesidad de redirigir la mirada hacia diversas situaciones de vulnerabilidad social y orientar la acción hacia una solidaridad duradera y no emotivista que vaya a la raíz de los conflictos”. Los integrantes de esta plataforma ven con preocupación que “si no se elevan los listones de atención y respeto de los derechos económicos y sociales de la población española y de la inmigrante que convive con nosotros en situaciones de vulnerabilidad, podrían surgir agravios comparativos e incrementarse una peligrosa fractura social, caldo de cultivo de actitudes xenófobas”.

La Asamblea de Provinciales Jesuitas de Europa reunida en Roma el pasado mes de octubre, es su comunicado final señala: “Necesitamos más solidaridad en Europa. Los procedimientos de asilo y las condiciones de entrada no se deberían dejar solo a los países concretos que están en primera línea como está sucediendo ahora. Se necesita un sistema europeo de asilo más justo y eficaz. Una situación en la que son fundamentales la hospitalidad y las buenas políticas de integración”.

Cristina Manzanedo, del Servicio Jesuita a Migrantes insiste en que la hospitalidad que no apunta a la integración está condenada al fracaso y en este sentido tanto este proyecto como la casa “La Merced” de Madrid, favorecen en primer lugar tanto el aprendizaje del idioma como la formación.

Ésta última nació en el año 1987 a petición de la Administración, para acoger a menores refugiados procedentes del Este de Europa, convirtiéndose en la primera casa de acogida del Estado español para la intervención integral con las personas migrantes más vulnerables: los menores refugiados sin ningún tipo de acompañamiento que habían huido de sus países por conflictos bélicos o por persecución.

Actualmente, esta casa situada en los límites del madrileño barrio de Salamanca, con el fraile Luis Callejas al frente, acoge a 14 chicos (normalmente procedentes del África subsahariana), que acaban de llegar a nuestro país. Solo en Madrid la Congregación de los Mercedarios acompaña a 66 jóvenes distribuidos en 8 viviendas.
Los últimos tres jóvenes que han llegado a “La Merced” vienen de Tenerife. Luis recuerda cuáles fueron sus primeras palabras al recogerlos en el aeropuerto: “policía, Bernabeu”.

“Llegan asustados y desorientados, después de pasar varios días en dependencias policiales. Aquí, lo primero que les damos es una tarjeta de teléfono para que llamen a sus familias y les digan dónde están”. A partir de ahí, escucha, acompañamiento, formación y lo más importante, un hogar hasta que acaba el proceso. “Eso es lo que nos diferencia de otras instituciones y organismos públicos”, que ofrecen recursos con un límite en el tiempo. “Nosotros -explica Luis Callejas- les acompañamos hasta el final del proceso; es decir, hasta que tienen toda la documentación y un trabajo con el que puedan ser autónomos”.

Sin embargo, la intensidad de lo vivido hace que la relación permanezca. Y que alguno de los que fueron acogidos hace años, haya terminado como voluntario, en la actualidad, con compatriotas recién llegados. Como canta la canción de Pedro Guerra: “Cada uno da lo que recibe, y luego recibe lo que da. Nada es más simple, no hay otra norma: nada se pierde, todo se transforma”. Lo mismo sucede en la comunidad del barrio de La Ventilla, a espaldas de las imponentes torres de Plaza de Castilla. Explica Higinio Pi que hay varios momentos al año como la Nochebuena o el Ramadán en los que la comunidad se abre de manera especial y son muchos los que vuelven a casa para compartir mesa y ponerse al día.

Ante las ofertas para acoger que tantas familias están haciendo de manera espontánea los responsables de ambas comunidades de jesuitas y mercedarios se muestran un tanto escépticos. “Es fundamental trabajar en red” comentan algunas de las familias que acogen, en colaboración con la asociación Pueblo Unidos. Explican que si bien la hospitalidad no es cosa de “supercristianos” -si es que estos existen-, sí es necesario cultivar cierta sensibilidad de apertura al otro y una vida en la que haya tiempo para la escucha y para garantizar ciertos ritmos comunitarios.
Luis, Higinio… son solo dos nombres, pero podríamos dar muchos más. Religiosos, profesionales, voluntarios, parejas de laicos recién casados que comparten su hogar y forman familia con personas a las que no conocen, para construir juntos una sociedad nueva.

Son la España que acoge. Llevan años haciéndolo porque creen en el sentido profético de la hospitalidad. Algunos han estado sobrexpuestos a los medios de comunicación y piden volver al anonimato que tenían antes de la crisis de los refugiados sirios. Abren sus puertas y sobre todo su corazón desde hace años y lo seguirán haciendo en un futuro, sin hacer distinciones entre inmigrantes, refugiados políticos o económicos. “Aunque a nivel burocrático y político –explica Luis Callejas-, es necesaria esta distinción. Precisamente para poder dar a cada uno lo que necesita”.

La crisis humanitaria de los refugiados de Siria y la continua llegada de inmigrantes a nuestras costas ponen de manifiesto las injusticias de un mundo cada vez más globalizado pero en el que las diferencias son cada vez mayores. Imágenes que cuentan que el actual sistema de fronteras es un sinsentido y ante las que nos quedamos sin palabras.
“Sólo me viene la palabra vergüenza, es una vergüenza”, dijo el Papa Francisco cuando visitó a la isla de Lampedusa en julio de 2013. Poco después, en la visita al Centro Astalli de Roma, para la acogida de refugiados, habló de cómo la vulnerabilidad y la pobreza son lugares privilegiados de encuentro con Dios: “La fragilidad y sencillez ponen al descubierto nuestros egoísmos, nuestras falsas certezas, nuestras pretensiones de autosuficiencia y nos guían a la experiencia de la cercanía y de la ternura de Dios”.

Hay muchas vidas en juego. Su presente y el futuro de todos reclama que la hospitalidad esté en modo “on”.