Cuando este año acabe y alcancemos la nada desdeñosa cifra de 2016 (¡quién lo hubiera dicho!), habrán de conmemorarse infinidad de efemérides, como el aniversario de la muerte de Miguel de Cervantes. Habrá, sin embargo, otras tantas que no encontrarán acomodo ni en la memoria colectiva ni en los presupuestos públicos. Una de ellas es el 70 aniversario de la muerte de Bartolomé Lloréns, poeta y hoy, por estas injusticias que la retentiva literaria tan a menudo comete, un perfecto desconocido. Es por ello, por la desmemoria de las librerías, de los editores y de los lectores, por lo que la generación de posguerra que tan alta poesía desplegó y que con ahínco algunos hubimos de estudiar, estaba, en aquellos libros de texto, realmente coja. Faltaba en la nómina de sus páginas quien para Dámaso Alonso fue “la juventud quizá más traspasada de vida y espíritu”: Bartolomé Lloréns, un jovencísimo poeta del que hoy apenas hay recuerdo. Su breve vida y aún más breve obra no le hacían, precisamente, ser considerado para ese frontispicio de nombres en los que quedan registrados – y quizá encerrados – los hombres de letras.

Nació Lloréns en el valenciano pueblo de Cantarroja en 1922. Una fácil operación numérica nos da, por lo tanto, que falleció, también en Cantarroja, a los 24 años de edad, en 1946. Su vida ha quedado magistralmente registrada en la biografía de Juan Ignacio Poveda, Bartolomé Lloréns: una sed de eternidades (Rialp, 1997). Una obra, la de Poveda, soberbia y fatigosa pues está elaborada con la correspondencia privada de Lloréns y con el relato de quienes compartieron con él su vida: todo un ejercicio de arqueología literaria que supone, hasta la fecha y aún en venideras, la mayor aportación moderna a su figura. El joven Bartolomé estudia Filología Románica en Madrid, en una promoción que ha sido gloria y laurel para la lengua española: junto a él se sentaban en las aulas, arremolinados en torno a la maestría de Dámaso Alonso, personajes de la talla de Carlos Bousoño, íntimo y entrañable amigo de Lloréns y a quien debemos, entre tantísimas cosas, la edición del libro Secreta Fuente que publicó Adonais en 1948, dando a luz el primer volumen de poemas de Lloréns.

Cuenta el desaparecido Bousoño en el prólogo de esa obra: “Éramos compañeros de curso, y Dámaso Alonso nuestra máxima admiración. (…) Yo escribía ‘Subida al Amor’ y leía con frecuencia a Bartolomé los poemas que iba escribiendo. Sus comentarios eran siempre inteligentes y llenos de vida. Pues para nosotros lo mismo los problemas culturales que los artísticos eran vida, palpitantes trozos de vida y no secas referencias eruditas o recreativas. Bartolomé Lloréns era ya un auténtico sabio, dentro de su jovencísima juventud, sobre todo, en lingüística”. Y más hubiera de haber sido de no ser por la tuberculosis que le ató a una cama, en su agonía larga, sin poder escribir; rezando solamente.

Trazar aquí una biografía del poeta es un ejercicio sencillamente imposible, más aún si tenemos al alcance, y hoy con Internet todo parece estarlo, la biografía de Poveda. Sería hacer el ridículo y uno debe intentar no ir haciéndolo por la vida y menos por la prensa. Sin embargo, conocer la trayectoria vital de Lloréns no exige leer semblanza alguna; basta con leer Secreta Fuente. En ese librito gloriosamente editado, seleccionado y prologado por el inconmensurable Bousoño está comprimida toda la trayectoria intelectual y espiritual del joven poeta. De su primera lectura se desgaja una evidencia de la que avisa Bousoño en su texto liminar: “El corazón del poeta buscaba como una rosa lorquiana, otra cosa. Y esta otra cosa era la dulce, la eterna poesía”. La eterna poesía que no era sino el Amor, con mayúsculas por referirse a Dios y también por referirse a ese amor humano que inunda porque nace del costado del Crucificado. Toda la trayectoria de Lloréns puede resumirse, aún incluso con el miedo a la excesiva simplificación que siempre planea sobre estos textos, en una búsqueda. ¡La quête que tanto predicamento tendría en la poesía posterior era ya un tótem en la de Lloréns!

Bousoño organizó esa obra en varios apartados según tema, si amor romántico, a uno, si amor divino, a otro. Sin embargo, tanto uno como otro tienen unos límites tan líquidos, que acaban por fundirse y hacerse absolutamente prescindibles. Dos amores hay en el libro que en verdad son uno. Bartolo creía, vivía y se embebía de la unicidad del amor; como dos llamas que se funden en un mismo fuego. El amor es siempre el mismo; su arte se entremezcla y los tonos se confunden cuando el poeta canta a su amada o a Dios; la postura del propio poeta se confunde pues así como ante Dios, ante su amada escribe como el impuro frente a la pureza. Sí existe, empero, una diferencia. En los primeros poemas, escritos mientras Lloréns está participando en uno de aquellos campamentos de la Milicia Universitaria, escribe a su amada lejana, cuyo sentimiento un día se alza estrellado y otro se hunde en la pena. Son poemas de amor realmente adolescente; rebosantes de sentimentalidad, vibrantes.

¡Lejos, qué lejos de mis fieles manos
palpitas, vives, sueñas o me olvidas,
mientras aún tus gracias retenidas
mi corazón de sueños sobrehumanos!

¡Qué inaccesible, qué altos, qué lejanos
tus ojos, tus designios, tus huidas,
mientras tengo aún las manos encendidas
en el rescoldo de mis sueños vanos!

Lejos… ¡qué lejos…!, ¡qué imposible hallarte
así como tú eres, a mi lado
y acaso, nunca volveré a tenerte!

Mas yo espero poder eternizarte
con este amor que el sueño me ha forjado
por el que nunca puedo ya perderte

Pero en ellos hay algo que sorprende: el presentimiento de su próxima muerte. Una noche, el poeta, centinela de sí mismo, contempla su amor y lo observa pesaroso; contempla al hombre: la vida no tiene sentido (Cada día me quiere más mi muerte/enamorada de mi triste vida/y acaricia callada mi alma herida). Se hunde Bartolomé en una honda reflexión. Honda y sedente pues su lengua empieza a paladear reseca en busca de un agua; tiene sed de Dios, sin Dios. Una falta de fe que Bousoño describe de forma perfecta – “La llevaba como puede llevarse una tiniebla onerosa, un monte de angustia” – y que el propio poeta describe en el soneto Adán pecador cuando escribe: “Mira en tu desamparo, sobre el suelo/tu pobre barro derrotadamente/no osen tus ojos elevarse al cielo”.

La busca que emprende Lloréns, introspectiva, encaminada más por la experiencia que por la enrevesada disquisición, atina – como siempre que el ser humano busca la trascendencia que le es propia – y en la primavera del 45 llega la transformación. Bartolo se convierte, contra todo pronóstico – como suele ser habitual, ¿no? –, contra la educación racionalista en la que se crió, contra el anticlericalismo paterno… contra toda esperanza, se convierte. Apenas queda para su muerte, pero Lloréns, con el ardiente amor del converso, vive aún un año más, el más vigoroso de todos, quizá. ¡Qué desgarradora entonces, la noticia de la muerte que acecha!
Entre su conversión y su muerte, Bartolomé alumbró, nunca mejor dicho, la parte religiosa de su obra (perdóneseme la simplificación). Una parte que es, esencialmente, comunicación de su espíritu. Señala Bousoño que Lloréns, pudiendo optar por la gongoriana senda de la forma, optó sin embargo por la de la comunicación del alma. Secreta fuente constituye todo un dietario espiritual en el que el poeta deja constancia del largo y esperanzado camino hacia su final. Así, en la poesía de Bartolo se ve lo que evidencia la hagiografía cristiana: la vista atrás del converso, la retrospectiva mirada, iluminada ahora por la lumen fidei, que da paso al santo milagro de las lágrimas. Lloréns observa su vida, y su sufre y se duele y llora hemistiquios de un soneto: Pecado y Resurrección:

¡Qué inmensa, negra noche desolada,
sus tinieblas de espanto y de amargura,
su frío desamor, su sombra impura,
descendió sobre mi alba abandonada!

¡Qué triste corazón sin Tu mirada,
sin Tu luz, mi Señor, sin Tu ventura!
¡Qué muerte sin Tu amor! ¡Que desventura
sentir mi sequedad, mi amarga nada!

Es la Noche, es la Sombra, es el no verte,
Señor, en la ceguera del pecado
la más amarga, cruel, trágica muerte…

Te tuve en mis entrañas sepultado
tanto tiempo, Señor, sin conocerte
¡Mas nuevamente en mí has resucitado!

Bartolomé sabía muy bien, porque lo vivía día a día, que la pena con Dios es pena, mas esperanzada. Por ello, especialmente hondo y emocionante es el verso final en el que parece alumbrarse con un potente amanecer la Noche. No puede tampoco el espíritu evitar la mental imagen del hijo pródigo que vuelve al Padre, que recobra la Presencia que siempre fue suya, pero que olvidó. ¡Pura poesía religiosa! En toda su explosiva clarividencia, en toda su fragante angustia, este soneto sí, es pura poesía religiosa. Y quizá por esto esté el poeta sepultado en la indiferencia de críticos y editores. Sin embargo, cuando se escribe poesía religiosa no se refiere, ni quien suscribe ni el poeta, a una poesía perdida en teológicas nubes allende los límites, incluso, de la comprensible reflexión, no a una poesía perdida en el limbo de las ensoñaciones más o menos dramáticas. Cuando se escribe poesía religiosa, en el caso de Lloréns al menos, se está escribiendo, en verdad, poesía humana… ¡humanísima! La evidente relación entre los poemas amorosos y los poemas religiosos – ¿podemos, de verdad, hacer esta dicotomía? –, es prueba de que Lloréns no se perdía en bagatelas catedráticas, sino que posaba su mirada, su poética, en la cotidianidad del amor a (y de) Dios. Con su conversión, Bartolo no desprecia lo humano. ¡Lo ama, le emociona! Su poesía es religiosa porque es humana; es humanísima humanidad troquelada por la Belleza, que Lloréns presenta desnuda, apenas revestida por los límites, a veces en exceso clasicones, de los sonetos.

Y la humanidad se presenta, desprovista de todo, de cualquier alhaja terrosa, cuando la muerte llega. ¡Nunca nuestra humanidad es tanta como en el instante mismo de la muerte! Es el momento en el que dejamos de saberla para creerla. Esto Bartolo lo vivió de forma intempestiva; creyó a la muerte antes si quiera de verla rondarle y con una alegría que psicólogos y psiquiatras modernos no dudarían en calificar de patológica, la afrontó… más aún, la pensó a través de la mayor de las Muertes, la de Cristo.

¡Ser tu Cristo y Jesús, oh Jesucristo,
Hombre-Dios por las alas de tu Verbo,
y consumirse en el dolor acerbo
de la Pasión sangrienta en que Te he visto!

¡He de ver si sufriendo Te conquisto
y Te rescato y puro Te conservo,
Jesucristo, Hombre-Dios, Sangre en que hiervo,
Hombre en que vivo, Dios en que me existo!

¡Redimir Tu dolor, borrar Tu pena,
poder morir por Ti dando la vida
por cada gota de Tu sangre vierte!…

¡Por la tierra pasar con faz serena
– clara alegría en la secreta herida –
abrazado a la Cruz hasta la Muerte!

Decía un crítico latinoamericano de los poetas de posguerra: “La generación de ustedes canta a la muerte, pero se muere de verdad”. Es cierto. Murió Bartolomé Lloréns y lo hizo de verdad. Y aún con la fe, no puede rehuirse un sentimiento de pena y perplejidad por habernos sido arrebatado todo lo que Bartolo pudo haber sido. Nos quedan, por siempre, sus poema y un “valenciano cielo, estrellado nocturnamente, que vela su solitaria garganta que cantó para los hombres su destino de amor cuando el día era luz y no tristeza”.