Tribunas

Las Navidades fueron siempre tiempo de paz

Salvador Bernal

No entiendo que se pueda hablar de lucha contra la corrupción en España –tan necesaria, frente a la proverbial admiración de la picaresca  y a la vez se proponga la supresión de instituciones, como el Consejo del Poder Judicial, que debilitarían aún más el endeble funcionamiento de la administración de justicia. Tiene bemoles que el ministro del ramo proteste de la lentitud de una instrucción: por razones de forma –debería ser el primero en respetar la independencia de los jueces  y de fondo, como la política aplicada en este campo en las últimas décadas.

No confundo moral y derecho. La ética está en un plano distinto de la jurisprudencia. Lo aprendí de joven en aquella parte general del derecho que explicaba y exigía con rigor Federico de Castro y Bravo en la Facultad de Madrid. Pero estoy persuadido de que el deterioro de la justicia agrava el problema de la ética en la vida pública. Es la razón de no dar mi voto al bipartidismo. Pero menos aún a partidos emergentes, alejados de la división de poderes de Montesquieu. Desde la hecatombe de la UCD, me he visto abocado a la abstención, por mi prioridad casi absoluta en favor de la justicia.

Estos días, sin embargo, vuelven a repetirse acusaciones cansinas de unos y otros, que usan y abusan de la ética en el debate político, cuando cometen errores quizá elementales en materia de cumplimiento de las formalidades de la ley.

Comprendo que para muchos hablar de esto parezca formalismo, sobre todo si su humus es favorable a conspiraciones o aspira a la verdad absoluta incluso en materias altamente opinables. Pero me hastía la reiteración del término “mentira” por parte de nuestros frágiles políticos. Lo hace gente partidaria del todo vale y enemiga de cualquier imposición real o aparente de valores definitivos. Desde luego, más aún después de leer a Tocqueville, no se puede aceptar que democracia y valores sean incompatibles. Existe además cierta jerarquía, como en el caso de las normas jurídicas, aun sin llegar a los extremos de la teoría pura del derecho de Kelsen.

Algunos recordarán debates antiguos sobre la ética civil. Incluso, críticas a Juan Pablo II -que había casi consagrado los valores de la democracia en sus encíclicas sociales-, cuando publicóVeritatis splendor. Los argumentos eran fuertes, porque en aquel tiempo, y no sólo en España, la moral sustituía a la política en discursos, debates, tertulias y libros. Bertrand Poirot-Delpech llegó a señalar en el diario Le Monde, no sin ironía, que la "cuestión moral" había reemplazado a la "cuestión social" de comienzos de siglo.

Luego cambiarían los planteamientos con el progresivo avance de lo políticamente correcto (mejor, impuesto). Y comenzaron a crecer los temas tabú, con evidente deterioro de la cultura, la ciencia y la democracia.

Pero en España seguimos con una extraña costumbre: usar palabras éticas fuertes –por ejemplo, mentira , simplemente como insulto que tiende a la descalificación, no de argumentos, sino de personas.

Más esfuerzo deberían poner, a mi juicio, en cumplir los procedimientos establecidos, tanto en el ordenamiento constitucional como en las leyes ordinarias; incluso, en los estatutos de los propios partidos. Se saltan a la torera preceptos importantes, no exentos de ingenuidad, como el artículo 6º de la Constitución, a propósito de las exigencias democráticas en la estructura y el funcionamiento de las formaciones políticas que expresan el pluralismo y concurren a la manifestación de la voluntad popular.

No hay dogmas en la vida pública. Ningún procedimiento es irreformable, ni la propia carta magna. Pero sólo suscitan desconfianza quienes hablan de moral, pero no cumplen las exigencias prácticas de las normas que rigen el funcionamiento de la vida pública. La ética de los procedimientos, tantas veces denostada desde posturas próximas al fundamentalismo, me parece cada vez más esencial para una convivencia ciudadana pacífica y limpia.