En las lecturas que la iglesia nos propone para la preparación de la Navidad en este camino de Adviento, Juan el Bautista se levanta como una figura principal. Ocurre como en los evangelios, en los que, antes de hablar de Jesús, se presenta la figura de su primo, como si fuera necesario conocerle a él para conocer mejor a quien él anuncia.

Así pues, si tanto la iglesia como los evangelios parecen querer decirnos que, si queremos encontrarnos realmente con Jesús, es necesario que primero pasemos por la figura del Bautista, merece la pena –por no decir que resulta para nosotros indispensable- adentrarnos en la experiencia de este hombre singular. No en vano Jesús dijo que entre los nacidos de mujer no había surgido ninguno más grande que Juan el Bautista (Mt 11,11).

Su experiencia es muy real y su figura debió dejar una profunda huella en su tiempo, pues del personaje no solo nos hablan los evangelios, sino algunas fuentes históricas como los escritos de Flavio Josefo; Lucas, de hecho, encuadrará a Juan el Bautista casi puntillosamente, enumerando al detalle los gobernantes del tiempo en el que comienza a profetizar, desde el emperador Tiberio a los sumos sacerdotes Anás y Caifás, pasando por Poncio Pilato.

¿Por qué resulta tan interesante la figura del Bautista? De alguna manera, Juan sintetiza el intento humano –anterior a Jesús- de llegar a Dios, no solo cronológicamente, sino también existencialmente: también para nosotros que hemos conocido al Señor, que hemos nacido después de su venida, la experiencia del Bautista resulta paradigmática.

Juan es el profeta penitente, no en el sentido único de que es una persona mortificada, como lo comprendemos nosotros desde nuestro punto de vista, sino en un sentido bíblico; según este, la penitencia es el esfuerzo humano –una vez que nos hacemos conscientes de nuestro pecado, de nuestra distancia de Dios- por tomar conciencia de la verdadera meta hacia la que tenemos que dirigirnos: Dios, su justicia, la paz y la fraternidad que él nos propone y representa. Es volvernos hacia él, convertirnos.

Descubriendo que andamos por un camino errado, el primer deseo que nos viene a la cabeza –y esto se ve muy claramente en Juan Bautista- es el de gritar: “¡Basta ya! ¡Nos estamos equivocando!”… y hacernos fuerza (haciéndola también sobre todos los que vemos por el camino errado), para volvernos hacia una realidad nueva, auténtica, aunque eso suponga generar crisis, romper esquemas o estructuras e, inmediatamente, proponer mecanismos renovados que nos conduzcan verdaderamente hacia Dios.

Sin embargo Juan es muy consciente de que estos mecanismos, si son solo humanos, si nacen únicamente del esfuerzo del hombre, no sirven para nada, son estériles e inútiles. Por ello reconoce que él bautiza solo con agua y que detrás de él viene uno que bautizará con Espíritu Santo y fuego, capaz de convertir los corazones que el agua solo toca superficialmente.

De la mano del Bautista, de su palabra, damos quizás el paso más grande que podemos dar solos: darnos cuenta del mal que hacemos o del bien que no hacemos y retomar un camino correcto. Pero él nos señala un camino mejor, Juan nos indica al que viene, Jesús, que es otra cosa; Jesús nos lleva más allá, un paso –enorme- más adelante, porque nos trae la gracia. Por encima de los mecanismos de este mundo, que funciona por leyes de oferta y demanda, en el que las cosas se consiguen a base de grandes esfuerzos y ni siquiera estos garantizan un mínimo éxito, Jesús viene a traernos la paternidad de Dios que es gracia precisamente porque es gratuita. No es la consecuencia de ningún mecanismo, de ningún pacto: es un puro regalo, el mejor regalo…

Jesús es otra cosa, sí, es el que da al ser humano la posibilidad de vivir humanamente, envuelto en una gracia de la que él no es capaz y que le viene de fuera. Esta es la experiencia recibida como regalo después de que el hombre ha descubierto que todos sus esfuerzos le dejaban en la situación primera de desamparo e infidelidad al plan de Dios. La gracia no se conquista, la gracia es un regalo, es el anuncio de la amistad incondicional de Dios hecha carne la noche de Navidad.

Que no sea pues, este tiempo de Adviento, experiencia de esfuerzo personal al que nos dedicamos con empeño para llegar a Dios sino, más bien, toma de conciencia de nuestra incapacidad, de nuestra pobreza, criaturas empapadas de barro a las que Dios toma en brazos en los pañales de un niño recién nacido.