Querido Francisco,

Hoy me gustaría contarte una pequeña historia, dirigida sobre todo a ese niño que, de vez en cuando, le pregunta a su papá por la carta de su amigo, el misionero.
Verás. Hace dos años fuimos de misión a uno de los suburbios más pobres de Lima, Puente Piedra. Sólo su nombre ya nos inspira aridez, dureza… Allí entregamos útiles escolares ( con el dinero enviado por Pedro Miguel) para unos 250 niños en edad escolar. Y fue allí donde conocí a Aarón, el menor de 8 hermanos que con gran timidez se mantenía al margen de los demás niños que esperaban ansiosos sus cuadernos y bolígrafos… Enseguida me di cuenta que, desde la distancia, no apartaba los ojos de mí. Me miraba fijamente, como queriendo recordar de dónde me conocía, pero siempre a lo lejos, inmóvil, con los ojitos entrecerrados por el efecto de un sol abrasador, típico de esa zona. No hice nada por acercarme a él, tan solo, de vez en cuando, levantaba mi cara para ver que hacía el niño… nada, no hacía nada, sólo me miraba.

Los paquetitos se iban acabando y, por si acaso, guardé uno, pues suponía que en cualquier momento se acercaría a mi para reclamar, como los demás niños, su kit para el colegio… y los niños recogían, agradecían y se iban… mientras Aaron continuaba de pie, mirando.

Cuando la interminable fila de niños se desvaneció entre el polvo y la arena, se dibujó una situación que se me antojó, al menos, extraña; el niño comenzó a caminar tan despacio hacia mí que parecía que nunca iba a llegar. Supongo que tenía tanta curiosidad por verle de cerca que deseaba echar a correr, pero no, el siguió caminando lento, muy lento.

Me dí cuenta que Carola, mi esposa, nos miraba desde el otro extremo de la calle, pero no quiso intervenir, quizá para no romper ese momento de espera, que se convirtió casi en eterno.

Cuando lo tuve a menos distancia, me pude fijar en su figura delgada, sucia, con ropa de mil usos y mil veces usada y sobre todo en sus pies, casi negros, sobre unas sandalias hechas con tiras de neumático.

No sé muy bien como explicar lo que pasó a continuación, pero te aseguro que en pocas ocasiones he sentido algo así, entre el asombro, la incredulidad, la insignificancia, la grandeza… Se acercó y de pie, ante mi, comenzó a tocarme la cabeza y la barba, con una delicadeza conmovedora, con sus manos llenas de suciedad y rebosantes de ternura. Me quedé mudo y sólo alcanzaba a mirarle. No pidió nada, no reclamó nada, únicamente me acariciaba. Y en ese momento, sin dejar de pasar las manos sobre mí, me hizo la pregunta más insospechada que jamás pensé escuchar:

– ¿ Tú eres Jesús ?

¿Te imaginas lo que puede sucederte cuando un niño te hace esa pregunta? Se paró el tiempo, no sabía qué decir, qué hacer. Estaba emocionado y asustado, no sé muy bien aún como explicarlo. Le pregunté su nombre y le abracé y entonces pensé :
No, Aaron, Jesús eres tú.

Con el tiempo he intentado descifrar qué es lo que pasó y por qué. Supongo que Dios, en su infinita sabiduría, quiso utilizar la inocencia de ese niño (tal vez fascinado por ver a un hombre con barba, cosa poco común por aquí) para hacerme vivir los ejercicios espirituales más cortos y más intensos de mi vida.

Desde ese día dos anhelos se fijaron en mi corazón; que todos puedan ver a Jesús en mí, y que en todos busque encontrar el rostro de Jesús. Entiendo que eso es ser misionero, ser cristiano.

Querido Francisco, ya sabes lo que responder si tu hijo pequeño te pregunta quién es Jesús. Bueno, estoy seguro de que ya lo sabías, pero…
Un fuerte abrazo de tu amigo y compañero