Suelo decir que no atino mucho con los títulos de las cosas que escribo pero, modestia aparte, este me ha salido redondo. Es más, estoy por cambiarlo y reservarlo para un libro de oración que tendría mucho éxito: un pequeño prólogo, en el que habría que decir que es posible orar en todas partes, afirmar que la oración lo resuelve todo –o casi- y luego una serie de oracioncillas, inspiradas y compuestas con buena voluntad, por qué no, entre las que podría incluir la oración de la patata –tan humilde y servicial- la de la cebolla –tan incomprendida- la del tomate –que va bien con todo- y hasta la del cerdo, porque él sí sabe lo que es darlo todo por los demás: en una tortilla con jamón la gallina participa, pero el cerdo se implica, desde luego… ¿no creen que se vendería bien?

Naturalmente estoy de broma, y espero que nadie se ofenda. Pero es que para hablar de una cosa tan seria como es la oración, vale la pena comenzar haciéndolo contando algún chiste, aunque no sea mío.

Orar en el supermercado… orar en el supermercado en el que la espiritualidad, la vida espiritual, se ha convertido en nuestro tiempo. Incluso quienes no creen tienen sus puestos en este supermercado: en unos venden “espiritualidad sin religión” y en otros “energía”, esa energía positiva que se mandan unos a otros para ayudarse en un examen o en cualquier otro momento difícil; también venden “allá donde estés” ¿no saben lo que es? Allá donde estés es el modo políticamente correcto de llamar a la otra vida. No se puede decir que uno es creyente ¡Dios nos libre!, hablar del cielo y muchísimo menos del infierno ¡vade retro!, así que cuando alguien muere (no debería haber usado este verbo), se dice que “allá donde estés”… sigues presente o nos cuidarás o nos alentarás en nuestra lucha o qué sé yo…

Pero he dicho que iba a ponerme serio.

Hoy más que nunca es necesario saber de qué hablamos cuando hablamos de oración… cristiana. He tenido ocasión de ver orar a budistas y musulmanes: unos y otros me han impresionado vivamente; casi diría que me daba envidia su concentración, su devoción… y contaré aquí que me produjo especial admiración un taxista que me procuraron las Carmelitas Descalzas de Tánger durante una visita a su monasterio, para que pudiera conocer la ciudad en los ratos libres; él siempre ajustaba los horarios conmigo para no faltar a los rezos en la mezquita, donde acudía siempre con su esposa y algunas veces con sus hijas (por cierto, las mujeres de la familia se quitaban todas el velo –sin escándalo ninguno-, en cuanto salían del rezo).

Pero ellos, por más que muchas veces admirables, no oran cristianamente. Lo nuestro es otra cosa.

Hoy, lo digo sin ánimo de crear polémica (o no), vas a muchas escuelas de oración cristiana y te encuentras en espacios en los que se llama a un tipo de meditación profunda, de búsqueda de nosotros mismos en no sé qué silencio interior, de ejercicio terapéutico acompañado siempre de extrañas melodías de sabor oriental –muy oriental-, que le dejan a uno un poco confuso… ¡el silencio! ¡oh el silencio! ¡bendito silencio en medio de una penumbra de velas olorosas, roto apenas por la voz del maestro que nos llama a la quietud y al olvido de todo! De su voz y de su mano nos adentramos en el camino hacia la meta a la que el orante debe llegar para descubrir el misterio de su riqueza interior; de ahí al autocontrol, al pasar por encima de las cosas sin que estas hieran siquiera la corteza del alma, a la serenidad absoluta y etc., ya solo hay un paso.

Pero he dicho que iba a ponerme serio.

La oración es la expresión íntima, profunda y personal de la fe; es la apertura personal a la revelación. Es el termómetro de la vida espiritual, como decía Teófanes Recluso (1815-1894), santo de la iglesia hermana de Oriente, y eso es como decir que es el termómetro de nuestra vida cristiana. La oración es ámbito en el que Dios nos comunica su vida personalmente y en el que nosotros articulamos, también personalmente, la respuesta a su llamada.

Durante muchos siglos, se ha desconfiado de los sentidos exteriores, se ha pedido al hombre cristiano orar como ejercicio de refugio en su interioridad. Hoy, hablando ya muy en serio, por motivos diferentes pero con las mismas consecuencias, muchos practican la oración cristiana como ejercicio de relajación, vía de sanación o de encuentro consigo mismos en soledad que, por desgracia, a veces aleja del compromiso real con la vida.

Ante este panorama ¿cómo reconocer una oración verdaderamente cristiana? Pues ahí va mi opinión, en cinco sencillas notas:

Orar es profundizar un trato de amistad filial en gratuidad. De la mano de Cristo, alentados por el Espíritu, nos presentamos ante el Padre y entablamos con los Tres un diálogo como el que se entabla con un amigo; diálogo que es consuelo y exigencia, acogida y envío, perdón y conciencia de la propia verdad, aunque duela.

Orar es comprometerse con el Reino. Porque orar es llamar a Dios Abbá y quien se dirige a él por este nombre le confiesa como un Padre de absoluta misericordia a quien donar absolutamente la vida, en obediencia a su voluntad amorosa.

Orar es reconocer que no hacemos, sino que nos hacen. La oración cristiana no es tarea, ni las cimas espirituales se alcanzan a base de esfuerzos o bastonazos. En la oración cristiana el protagonista es el Espíritu y no importa si nos aburrimos mientras la practicamos, si la imaginación nos juega malas pasadas –hay que tratarla como a un loco, nos dice Santa Teresa, que de esto sabía un rato-; lo que importa es dedicarle a Dios con fe ese tiempo que nos hemos marcado para orar, repetirle incesantemente que le amamos, CREER que el Espíritu es quien ora en nosotros con un lenguaje desconocido, configurando nuestra vida según el querer del Padre.

Orar es hacerlo en la Iglesia, con la Iglesia. La oración cristiana, incluso aquella que realizamos en soledad, tiene lugar en la comunión de los santos. La Iglesia nunca controlará ni limitará el ejercicio de la oración, sino que lo alentará y lo orientará, a través de la palabra del magisterio y del testimonio de los grandes orantes.

En fin, orar no es cosa difícil. Porque, como decía Santa Teresa, no está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho y así, lo que más nos mueva a amar a este Dios tan bueno, eso hemos de hacer en la oración.