En uno de los últimos números de la revista “Huellas”, del movimiento Comunión y Liberación, Pili Colognesi se preguntaba si había la Iglesia vivido un 68 propio. Nos podemos preguntar, a modo de esbozo inicial, como si de un ensayo más revisionista que continuista, se tratara, si la Iglesia en España vivió un mayo del 68 propio, cuándo lo vivió, quiénes lo vivieron, quiénes fueron sus protagonistas, qué pusieron en juego…

Hablar del mayo del 68 sin matices es tan peligroso como generalizar y cometer una injusticia con la realidad. Es posible que el mayo del 68 fueran muchos mayos de 68. La renovación de la Iglesia, en la dialéctica entre ressourcement –retorno a las fuentes de la sabiduría antigua- y aggiornamento, no debe confundirse con la ruptura; quizá quienes no entendieron el Concilio Vaticano II en su plenitud fue porque aplicaron las categorías de ruptura donde hubieran debido decir renovación desde la profundización.

Por ejemplo, un mayo del 68 fue gran parte de la confusión que subyacía a una interpretación del Concilio que era más que nada un pretexto que un texto del Concilio. Lo afirma Hans Urs von Balthasar, en su diálogo con el entonces profesor Ángelo Scola, en 1986: “Se ha aludido ya al hecho de que muchas cosas en las estructuras preconciliares se habían convertido en corteza inerte. Evidentemente se entendió mal la palabra aggiornamento: la Iglesia debía ponerse interiormente en condiciones de afrontar Edmundo nuevo con sus fuerzas más originales. Este aggiornamento, en cambio, se tomó como “pretexto” (para decirlo con san Pablo en Ga 5, 13) para mundanizar la Iglesia. En este punto el Papa y el cardenal Ratzinger tienen absolutamente razón: los desórdenes posconciliares no se pueden achacar al Concilio”. Lo que social y culturalmente se entiende por sustrato cultural del mayo del 68 es para la Iglesia como un apósito a la corriente de errónea interpretación del Concilio Vaticano II. El posconcilio se convirtió en paraconcilio.

Es posible que pocos se acuerden de los grupos católicos del 69 en Europa: “Comité de Acción para al Revolución en la Iglesia”, “Biblia y Revolución” o el “Comité revolucionario de Agitación cultural” que ocupaban las Iglesia con el reclamo “De Che Guevara a Jesucristo” o “Sacerdotes y lacios, ¿qué estáis haciendo con Jesucristo?”. En aquel otoño de 1968, Pablo VI tuvo que lamentar las “propuestas colectivas”, las “manifestaciones anárquicas” y las “contestaciones globales” y recordar que ante esos fenómenos ascienden a nuestros labios estas palabras de Jesús: “Se tendrá por enemigo a la gente de la propia casa”. En el 68 estábamos en la Humane Vitae y en el Credo del Pueblo de Dios.

La profundización, la autenticidad, exigida por el Concilio, no parece que se hiciera, por algunos, con el orden exigido por la naturaleza de las cosas. Muestra de ello fue que el primer objeto del deseo de ruptura fue la autoridad. La desobediencia a la autoridad como forma de progreso. En un libro de José Luis Gutiérrez, “Díselo a la comunidad. Reflexiones sobre la situación de la Iglesia en España hoy” (1985) también paradigmático de muchas realidades, podemos leer el siguiente análisis de las causas de la crisis interna de la Iglesia en España en los primeros setenta: “Tres hechos demuestran la singularidad o, por mejor decir, la novedad desventurada de la presente crisis. Primer dato, la imputación interior –paradójica- que la fe sufre desde dentro de la Iglesia Segundo hecho, la aparición y desarrollo del denominado magisterio paralelo. Y tercero, la irrupción inesperada del anti-romanismo en la Iglesia en España. Son fenómenos tan íntimamente vinculados entre sí que, en realidad, constituyen tres caras o aspectos de una misma realidad”.

El profesor Joseph Ratzinger, en el prólogo a su Introducción al cristianismo, afirmaba: “El año 1968 está ligado al surgimiento de una nueva generación, que no sólo consideró inadecuada, llena de injusticia, de egoísmo y afán de posesión, la obra de reconstrucción tras la Segunda Guerra Mundial, sino que concibió toda la evolución de la Historia, comenzando por la época del triunfo del cristianismo, como un error y un fracaso. Queriendo mejorar la Historia, crear un mundo de libertad, de igualdad y de justicia, estos jóvenes creyeron que habían encontrado el mejor camino en la gran corriente del pensamiento marxista. Para ello, se pensó en que había que renunciar a los principios éticos y que se podía utilizar el terror como instrumento del bien. En el momento en el que todos pudieron ver, aunque sólo fuera en su superficie, las ruinas provocadas en la Humanidad por esta idea, la gente prefirió refugiarse en la vida pragmática y profesar públicamente el desprecio por la ética”.

Herbert Marcuse, en el discurso dirigido a los jóvenes de la Universidad Libre de Berlín, el 10 de junio de 1967, declaró: “Hemos llegado al final de la utopía, estamos en el comienzo de la posibilidad de realización de aquello que la utopía socialista anticipaba”.

La utopía nacía como un anhelo de justicia –la superación del hambre según Ernst Bloch-, amén de hacer el tránsito ya en la sociedad de bienestar al hedonismo cuando se ha acabado el utopismo. ¡Qué bien vendría aquí la reflexión sobre el cristianismo burgués de, por ejemplo, Mounier!

¿Fueron estos acontecimientos el mayo del 68 de la teología y de la Iglesia en España? ¿Hasta qué punto influyeron en la vida de la Iglesia? Es posible que podamos establecer algunos principios, subyacentes al caso que nos ha ocupado.

El primero sería el de la autenticidad. Se desarrolló entonces una aspiración a un planteamiento de autenticidad en las cosas, sobre todo en la vida pública. Esta afirmación está conectada con el síntoma de la ambigüedad, incluso del fin de la ambigüedad, que ha explicado no poco de lo que ha ocurrido.

El segundo es el de la superación del pasado. Esa época marcó la línea divisoria entre lo que supone la necesaria construcción del presente desde el pasado o la concepción del pasado como rémora, en la medida en que la negación del pasado nos convierte en enemigos del pasado. El olvido siempre encubre una negación del pasado. Ocurrió, por último, que en la práctica se dio una infravaloración teórica y práctica de la experiencia de la autoridad. En la cultura y en la Iglesia, esa negación de la autoridad se transformó en soberbia cultural, en asimilación acrítica de sistemas y formas de pensamientos que no se correspondía con la confesión de fe. El discurso teológico y el cultural subyacente al teológico estaban henchidos de préstamos no contrastados. Von Balthasar escribió en Córdula aquello de: “Echa, pues, mano de la linterna; y a ver si entre tantos profesores hallas por lo menos unos cuantos confesores”. El cardenal Höffner, arzobispo de Colonia, el 29 de junio de 1969, en la colegiata de Bonn, con ocasión del sexto aniversario de la coronación de Pablo VI, hizo una profesión de humildad del teólogo en la Iglesia que no se debe olvidar: “La última garantía de la fe es la cátedra de Pedro y no las cátedras de los profesores”.

La Iglesia, los cristianos no podemos olvidar el mayo del 68, no podemos olvidar la Historia. Morada de lo eterno y morada del misterio de la iniquidad.